La casa de Andrés tenía un sillón para morirse

La casa de Andrés era una casa de dos plantas con cuatro habitaciones, dos baños y un jardín en el que jugaba con mi amigo cuando yo era un niño.

Allí vivían sus padres, el abuelo y él. 

Una de las estancias a la que llamaban el salón tenía una chimenea y cerca de ella un sillón. En él veía sentado a su abuelo. Me sonreía. Tendría unos ochenta años, era calvo y con bigote. A mi abuelo lo había visto pocas veces, así que adopté al abuelo de Andrés cómo mío. Me siguió gustando su sonrisa y la luz de sus ojos cuando me di cuenta de que entre historia e historia caía algún que otro increíble relato, que ahora llamaríamos ciencia ficción.

De pronto un día dejó de estar. Oímos que había sido de repente, en el sillón rojo, en el que se sentaba siempre. Entonces, imaginé que, de la misma manera que había desaparecido, podría aparecer. Y mientras Andrés y yo crecíamos me fui dando cuenta de que el abuelo no aparecía y que lo de «de repente» había sido una frase hecha, de esas que a los mayores les gusta tanto. Después de unos cuantos años. Yo por entonces le llegaba al padre de Andrés por el hombro. El sillón rojo volvía a tener un ocupante: la tía Amelia. Era tía de Andrés desde hacía poco, bueno, yo no la había visto nunca. Ella había estado viviendo entre París y Berlín, aunque siempre decía que la ciudad más bonita que había visto era Brujas; los canales se congelaban en algunos inviernos, se podía caminar sobre ellos y en verano podías disfrutar de una ciudad llena de colores que esparcían sublimes olores. 

Andrés y yo escuchábamos su vida mientras veíamos cómo su cuerpo adelgazaba poco a poco hasta que de nuevo el sillón apareció vacío. Había que ir al entierro y a un funeral, entonces yo tenía quince años.

Dos años más tarde, nuestras familias fueron a despedirnos a la estación. Íbamos a la universidad. El padre de Andrés era un hombre alegre. Algunas veces su espontaneidad le daba el aspecto de hombre sencillo y bonachón. Desde siempre congeniaron mi padre y él. 

Cuando se jubilaron, casi cada tarde después de cenar jugaban al ajedrez rodeados del característico olor a tabaco de pipa que señalaba la presencia de papá, como decía mi madre. Ahora echo de menos ese olor, me recuerda tantas cosas, sobre todo el viejo sillón; papá se sentaba en él, aquel sillón que parecía estar hecho para morirse. Ahora está tapizado de granate y cada tarde veo a Andrés, a mi amigo, sentado en él.

Blanca Quesada

La importancia de una llave

Hace algunos días entré en un lugar y sentí que quizás no podría salir nunca de ese espacio, al que la gente que trabaja allí lo llama el círculo dorado. Recordé cuando escuché esas palabras las estatuas del color del oro en el puente de Alexander III, en París. Fue maravilloso recordar ese instante, la columna en lo alto, en el cielo una figura maravillosa, esplendente.  

Más tarde me di cuenta, que el nombre de ese «círculo dorado» lo tenía por un motivo más prosaico. Estuve en él circulo largas horas. Me dio tiempo a observar los movimientos, en algunos momentos el esfuerzo les hacía sudar. sobre todo, en los traslados; muy bien coordinados, cada acción palabra o esfuerzo era consultado. Los que cobran por estar allí, permanecen en alerta máxima, alguna vez tuvieron o tendrán síndrome post traumático y entonces dejarán de ponerse en el lugar del otro, ahora se llama no empatizar y antaño no tener compasión. Han perdido la llave de su alma.  Andar entre la vida, el dolor y la muerte tiene sus consecuencias. 

Me atendieron muy bien, mis queridos guardianes que recorren sin descanso el círculo dorado, lleno de cubículos con camillas y cortinas descorridas para poder observar las constantes vitales.  Que normalmente allí no son constantes. Traen y llevan enfermos. Bandejas, muestras y chatos.

Cortinas abiertas. Puertas sin llaves como sus almas. 

Hoy ya tengo mi llave; se llama resiliencia. 

Espero que ellos encuentren la suya.

Blanca Quesada

Carta a mi esposa

Lady with her Maid holding a Letter – Johannes Vermeer

En Santa Clara, Cuba a 15 de septiembre de 1914.

Querida Emilia, espero que al recibo de esta te encuentres bien, tú y los niños.

Yo estoy bien de salud, a Dios gracias. 

Hasta ayer tenía trabajo en la plantación de azúcar del presidente de Cuba, don Aurelio García Menocal, ese que te dije que ha puesto maestros de escuela hasta en los campos, esto está revuelto, pero quédate tranquila que yo estoy bien. En relación al trabajo, ya tengo pensado ir a Camagüey donde me han dicho que puedo emplearme de cualquier cosa, hasta en el ferrocarril. Esa zona está creciendo y el patrón también tiene plantaciones para allá y el capataz me va a recomendar. Tú sabes que soy buen trabajador. No le tengo miedo a nada.  

Llego cada noche a este cuarto de aperos de apenas veinte metros que comparto con otros siete canarios.  Muerto de cansancio me acuesto soñando con verte pronto. Me arropo con tus cartas y beso la foto que me mandaste de los dos hijos y la niña en tu regazo, tan crecida.

Esa es la ilusión que me da fuerzas: la de volverte a ver, acariciar tu cara y oír la voz de los hijos. Por las noches me reconforta recordar tus recatados besos cuando nos despedimos en ese puerto de Arrecife, ahora tan lejos. Han pasado seis meses. Me parecen años. Vivo solo para volver a mi casita blanca y a mis tierras. Cuídalas, mujer. 

Esperando tu respuesta se despide, tuyo

Zacarías.

Blanca Quesada

Rosas en la puerta

El abandono se hereda genéticamente, igual que los gestos que se repiten en una misma familia. Los ademanes se eternizan cuando un nieto hace lo mismo que un abuelo al que nunca conoció. Igual que yo cuidando siempre a los demás sin pensar en mí, solícita con los más ausentes: mi padre, mi marido y mis hijos. Herede un germen que provoca en los demás un desprecio que hace de mí una víctima perpetúa, como lo fue mi madre y mi abuela, está última, a la que su marido le corto el cuello. Las huellas de sus manos dejaron una estela roja en la pared mientras se desangraba.

Ahora vivo en un tranquilo y pequeño pueblo para que la herencia familiar se acabe conmigo, para que todo se olvide para siempre. Vivo lejos de cualquier parte porque estar con gente es como romperme. Ya me pasó cuando trabajaba como enfermera en aquel pequeño geriátrico de la ciudad antigua. 

Esconderme, confundirme entre los libros dentro de una biblioteca. Este es mi lugar.

 Cada vez que un manuscrito se abre se escuchan trozos de mi propia vida.

 Las esferas que se repiten hasta el infinito se acabaran aquí. Solo soy una espectadora y me siento más viva que nunca. La soledad es la salvación. La única manera de estar viva sin dolor. Ahora, a punto de jubilarme solo puedo regresar a un panteón. 

La biblioteca esta como yo, llena de secretos, donde cada palabra tiene una historia que guardar, cada frase un mundo lleno de esquinas donde algunos no se atreverían ni a pisar. Cada vez que abro un libro me parece apretar teclas que se pulsan para bajar o subir en un ascensor antiguo, lleno de tiempos, donde las puertas chirrían al abrir un espacio con nuevos olores y sabores que llegan con cada página. Me abren a las emociones y conozco mis propios secretos leyendo a los demás.

 Me presente hace doce años a una oferta de trabajo en la “España vaciada” y conseguí ser la responsable de la biblioteca del pueblo. Llegué en un día lleno de nubes y sola. 

Mi hermana Marta y su inseparable Ángel se fueron lejos a disfrutar de la vida. Lejos de todas las muertes que sufrieron. Mi marido y mis hijos también han desaparecido perdidos como un libro que se quedó en casa de alguien. Yo por fin he dejado de ser una cuidadora, una esclava de todos. 

Ahora escucho los susurros de los jóvenes estudiantes y el silencio de los asiduos lectores o de aquellos que preparan oposiciones, hay un pequeño club de lectura los jueves y de vez en cuando viene alguien a presentar su libro.

   No hay nada que hacer sino leer, ordenar algún archivo y mirar por un gran ventanal lleno de aromas, entre los que sobresale el del jazmín de Madagascar, que formando un dosel derrama su sombra sobre los bancos de piedra. Coloreando el camino están las gardenias, las petunias, los jacintos y los elegantes lirios. Las bellas rosas blancas adornan la entrada y todas las mañanas les quito las espinas. Aquí, todos estamos a salvo.

Blanca Quesada

La sombra

"Lo que el corazón calla, 
la mente lo entierra, 
 el cuerpo se enferma, 
y al alma quiebra.”

Arnau de Tera

Desde que me casé con él iba a todas partes conmigo. Era un regocijo para el alma estar tan acompañada.

Era maravilloso. En la playa, me acercaba la toalla cuando yo salía del agua, me tapaba y abrigaba con ella ¡Era un abrazo lleno de ternura!

Me di cuenta de que él cuidaba con mimo mis palabras, mis movimientos, mis hábitos. Me amó.

Me cuido tanto. Nunca salía sola, excepto los miércoles, dos horas. Iba a costura.  

Cuidó hasta los más mínimos detalles, por ejemplo, mi vestuario. Le gustaba lo discreto y por eso le molestaban los escotes excesivos, las faldas muy cortas y los colores escandalosos, como el rojo. 

Me pareció extraño la primera vez que me dijo que no le gustaba que tuviera conversaciones con la gente cuando paseábamos a los perritos, en la calle con la vecindad y tampoco con los camareros que nos servían en los restaurantes. Hablábamos entre nosotros, por supuesto. 

Aunque a mí siempre me gustó hacer algún comentario agradable, saludar y decir alguna palabra como un gracias, tu acento es de otro lugar o una simple sonrisa. Hasta que me convencí de que tenía razón. Hablar por hablar no servía para nada.

Un día cogimos un taxi, era una mujer la que conducía, tenía una pequeña pantalla que estaba al lado del volante. Comenté que era curioso verse y además la imagen me hacía más gruesa. Ella contestó que muchas de las personas que se subían al taxi se lo habían dicho. 

Hice esa observación ingenua y sencilla ya que mi carácter espontáneo y comunicativo me permitía hasta entonces hablar con libertad y jovialidad.  Me sorprendió ver mi imagen más grande de lo que pensaba y eso me entusiasmó. 

Él en ese momento me dijo, tocándome discretamente el muslo que me tranquilizara, lo dijo tres veces. Supuse en aquel momento que fui muy efusiva. Fue inapropiado hablar con excesiva confianza. Ahora lo sé.

Luego él le preguntó a la conductora sobre el volumen del tráfico. Yo no me atreví a decir ni una palabra más. Ya lo iba entendiendo.

Poco a poco fui percibiendo sus puntos de vista, por ejemplo: el café nunca estaba en su punto, o muy frío o muy caliente, faltaba azúcar o sobraba. Él me hizo observar que de la misma manera que todos los días no son iguales, los gustos de él tampoco. Podían cambiar según el tiempo o el talante con el que se levantará. “Yo. su mujer tendría que observarlo y darme cuenta de esos pequeños detalles, imperceptibles cambios, que cualquiera que lo amase los debería advertir. Estamos hechos de la misma piel” dijo.

De vez en cuando asentía a sus comentarios o a sus ideas de forma inusual en mí, en otro momento quizás hubiera participado en su monólogo con algo más que un «si» o un claro» o al menos lo hubiese hecho de forma más entusiasmada pero últimamente yo estaba como ausente. Sentía como si hubiese perdido algo y no sabía qué era. Parecía como si no existiera. Estaba triste y comencé a utilizar gafas de sol, para ocultar mis ojos absortos y las imperfecciones que produce la convivencia, aquellas que el maquillaje no puede tapar. 

Una vez me comentó que lo que él veía siempre tendrá más validez que lo que yo sentía. Ya lo sé, le dije. Todo el mundo conoce que el sentido de la vista es mucho más fiable que el sentido del tacto. Aunque una vez vimos un documental sobre las ilusiones ópticas. Él no sufría de esas ilusiones. Era un hombre tan inteligente. Tan valioso.

Me amaba demasiado y yo a él. Él fue el ladrón de mi alma y yo robé su corazón. Su sombra aún se extiende a pesar del espacio y el tiempo. 

Soy como él quería: callada, discreta y correcta. Se habría sentido orgulloso de mí. Ahora soy la adecuada.

No pude evitar matarlo. 

"Lo que el corazón habla 
la mente se calma, 
 al cuerpo se sana
 y al alma descansa”

Arnau de Tera

Blanca Quesada

Salir del tiempo

Él necesitó crear un país para no salir de él y así nunca más tuvo miedo al esfuerzo de vivir. En ese país nunca hubo problema, pero tampoco había nadie y enfermó. 

Demasiada paz y después entro una nube negra, me dijo.

 En silencio seguí escuchando.

Las personas sanas no suelen acordarse de visitar a los enfermos, me parece lo normal, es triste la habitación de un hospital. Poco puedes hacer y menos cuando el paciente, “nunca mejor dicho” no tiene ganas de hablar.

Todos nos ocupamos, estamos haciendo nuestras cosas, en nuestra vida, con gente sana. 

Alguna persona entra y sale para cuidarte, pero la estancia sigue vacía y gigantesca. El mejor lugar para estar cuando realmente necesitas serenidad.

Todos tenemos miedo cuando fuimos niños, hicimos un esfuerzo enorme durante meses, pero tú eras el que sentía la soledad de levantar la cabeza, el esfuerzo de ponerte en pie, lo difícil que era entonces caminar, tan difícil como ahora para mí estar. Tan solo estar.

Intento explicarte desde tu mirada la mía, a ti, amigo, al que te pido ayuda.  

Asentí con la cabeza mientras le dije que ya me había explicado lo que tenía que hacer. Sabía que éramos uno. Lo escucho atentamente. Sé que son importante sus palabras. 

Aprendí todo con la dificultad propia de la vida y entonces no era un trabajo llegar a la adolescencia, terminar la carrera, llegar al despacho, caminar y hasta correr bajo el sol, eran etapas. La vida era sencilla, pero los escalones eran muy altos y los subí.

Ahora no puedo elevar mi alma, las nubes también son grises y la mayoría de las veces miro y veo un agujero, un pozo oscuro y profundo. 

Estás tan lejos, Nada hay más terrorífico que poder caminar, poder hablar, pero no me salen las palabras, podría, pero es tan largo el camino.

En este momento me da miedo darme la vuelta en la cama porque algunas veces cuando me acerco al borde comienzo a ver un mundo aún más gris. Si, es el miedo a una mayor tristeza.

La tristeza más profunda que además nadie entiende. 

La oscura fortaleza de la soledad y la ingravidez comenzó cuando me di cuenta que tenía que

seguir aquí, con el terror de estar vivo entre mis venas. Quisiera sacar el tiempo para no soportar el dolor que me causa vivir. 

Gracias. Dijiste que me ayudarías, te expliqué como. Hazlo

Blanca Quesada

El amor más grande

A mí siempre me ha parecido que tenemos los mismos gustos y muy parecidos disgustos. En su cara muestra un rictus de seriedad cuando uno de los niños del edificio entra votando con una pelota. A mí tampoco me gustan los ruidos o las personas que no reconocen lo apropiado o no de sus actos. Es agradable sentir un “buenos días” o la cordialidad de un vecino que abre la puerta para que los demás podamos salir o entrar, sentir la sonrisa satisfecha de un joven que mantiene abierto el ascensor. Detalles que se están perdiendo, de la misma manera que la palabra cortesía está pasando de moda.  También nos molestan los gestos un tanto bruscos, algunas veces insolentes de los jóvenes, quizás la educación no es la misma que aquella severa formación que entonces recibíamos, pienso. Él lo comento alguna vez.

Nuestras miradas se encuentran de forma fortuita. Ocasionalmente, cuando hay mucha gente en el ascensor del edificio donde vivimos, se roza nuestra piel, sin intención y me encuentro con su mirada de disculpa, con unos ojos casi llorosos. 

Después de veinte años. Aunque muchas cosas han cambiado en nuestras vidas: mis hijos han crecido, se han independizado, su madre, con la que vivía, ha fallecido y mi esposo ha muerto. 

Ahora me parece que su mirada es más firme y cuando nos encontramos solos en la escalera, en la puerta, en el ascensor su saludo es más lento y el mío también. Es un amor que no se toca.

Blanca Quesada

El despertar

En estás habitaciones siempre hay gente. Alguien contado su historia, verdadera o no, la historia que transcurre por sus venas, la historia de sus días. 

Algunas veces he visto que escuchan con atención, otras con hastío, otras solo se puede llorar, alguna que otra vez  es posible reírse.

 Si te vas al campo un día de esos en que el  verano te premia  con un ligero viento fresco, tienes la sensación de respirar de verdad, el aire te recorre con su suave nube y tú sabes que estás vivo y ya el tiempo tiene otra medida. El  ritmo adecuado  para que crezcan las flores, la higuera, la uva, el momento para recoger una cosecha completa. Hay que esperar. Todos esperamos la recompensa final. 

En estas habitaciones vemos como sucede el tiempo.

Alguien prescribe si  la cosecha será buena o no , si hay que esperar o ayudar de alguna manera.

Los tenues rayos de luz se cuelan a través de la ventana  e invaden toda la estancia. Comienza el bostezo y la caricia al despertar. Hoy es ese el fruto de la cosecha.

Blanca Quesada

Lluvia

La lluvia corre por las calles, por las aceras, sobre los bancos se escurren las gotas, los charcos se agitan sobre las piedras, como las hojas de las palmeras lo hacen con el viento. El mundo se mueve con estruendo. Llueve mañana, tarde, noche y al  día siguiente de nuevo hay que empezar pero al menos hoy, llueve, después todo sigue igual de gris, de triste y una lágrima se confunde con el agua que cae en este charco de dos centímetros y medio, lleno de barro, delante de la escalera donde está sentada Eva, en el primer escalón. Hoy  le parecieron altos, como nunca antes, cuando salía de su trabajo a las nueve de la mañana.  En el jardín verde delante, más oscuro que nunca, Eva piensa que sale de un infierno para recorrer el camino que lleva a otro más aterrador: su casa como cada mañana está fría, vacía pero llena de “tienes que”,  obligaciones que ella no recuerda haber elegido. Desea quedarse allí, escuchando el viento, sintiendo la lluvia y mirando al charco que hay entre sus pies  y preguntándose ¿cuánto ocupara su cuerpo en el universo? ¿cuánto ocupara el alma de cualquier muerto?

Como las tres almas que ya se habían perdido para siempre en aquel geriátrico del que quería huir pero sin saber hacía donde. Allí está pegada, mirando hacía el suelo lleno de tierra y agua, de fango, como su vida. Allí también crecen las plantas.

Blanca Quesada

Humor

Era tan buena gente que no te lo creías, diría incluso que desde que alguien lo veía con su rostro sereno, moreno con ojos grandes, nariz aguileña y labios delgados. Cuando hablaba sentía su voz: suave y delicada, casi tenue y blanda, te recorría una sensación de seguridad, oías entonces como una brisa suave llegaba a tus oídos y te reconfortaba, ¡sabias ya! Que cualquier problema sería solucionado, su figura delgada y esbelta acompañaba tu presencia y, entonces con una dulce sonrisa y una mirada tranquila tú te ponías en sus manos.

Se convirtió en mi acompañante diario y por lo tanto en mi marido, en mi querido esposo. Después de algún tiempo descubrí que tenía un solo defecto: su humor corporal era tan malo como su animo. El que desprendía después de cada guardia de hospital. Él olía como a ausencia, a decepción, a no poder amar, a soledad. Y supe entonces que ese hombre tan simpático podía matar.

Blanca Quesada

Tiempo

Tiempo, un lugar por el que estamos condenados a transitar, algo qué pasa al otro lado. Allí,  están personas que se han ido, mis queridas mascotas, plantas, tantas cosas.

Ahora en una tierra baldía, llena de sol le pregunto a un pequeño niño si refrescamos las plantas. Me contesta con una carcajada ¡pero no ves que hace sol! después, a la tarde, será el momento de regar. 

Blanca Quesada

Círculo

Hay tantas miradas desde las que uno puede observar; el panadero, la vecina y su perrito, el señor de la esquina, la peluquera, la maestra, la profesora de cocina. Todas ellas son personas que viven en un mundo exterior, en un mundo con los otros, donde, aunque no quieran, ven el recorrido de los demás y el mío, ven el camino que voy trazando a mí alrededor. 

Ellos tienen una mirada con la que ver; un circulo que lo matiza todo, que lo parcela en redondo, burbujas de aire sin esquinas, sin recovecos donde esconder lo que ni siquiera pueden ver.  Un mundo perfecto donde la vida es amanecer y anochecer con sus tranquilos y relajados quehaceres diarios, mañana, tarde y noche y al día siguiente comenzar otra vez. 

Yo tengo esquinas y las escribiría con z porque son tan escabrosas, variadas y llenas de sorpresas, mi vida entera sin esperarlo se ha dado la vuelta más de una vez y hay que comenzar por decisión propia,  por decisión de los demás y los motivos son la mayoría de las veces  por falta de aire, de tranquilidad, de confianza, de seguridad y por exceso de actividad, inquietud, curiosidad o simplemente hay nubes más allá de la oscuridad.

Ahora, de pronto aparece alguien que se escribe con una sencilla s de serenidad y me doy cuenta de que llego a mis esquinas con el alma tranquila, segura, haciendo que mi vida sea como las demás; un círculo perfecto. Una vida redonda llena de flores en las ventanas y de felicidad. Mañana, tarde y noche y otra vez a comenzar.

A Sergio. 

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Blanca Quesada

German

Nieve (primera parte) https://wp.me/scDIqM-nieve

Él no se dio cuenta de que yo, Nieves, recogí la taza. Él con la boca abierta, pasmado, me miró, lo vi mientras me  levantaba de la mesita, donde me interrogaron de forma informal,  Él vio mis muslos, mi pelo rojo recogido en un moño alto y admiró, como siempre, mis incontables pecas. 

Germán decía que mis ojos eran de un azul imposible y yo siempre me reí, ahora sabía que lo que me parecía imposible había sucedido. Dios me había castigado.

No le había cambiado el pañal y me justificaba, intentando callar mi conciencia, diciéndome que despertarlo era molestarlo pero sabía que asearlo bien, tenerlo seco y realizar los cambios de postura en la cama evitaba las dolorosas escaras o pústulas que olían a cloaca, tan odiosas para ellos, para todos.  Ya nunca más podría hacer nada. Don Jaime había muerto solo y por mi culpa.

Germán me había preguntado si no estaba harta de este trabajo tan duro y yo le contesté

—Estoy harta de mi marido y de los chicos que dan mucho trabajo y no me gusta planchar, ahora a mi marido le ha dado por apuntarse al golf, dice que así conseguirá más clientes.

—Imaginación no le falta a Rosales, ya se le veía desde la escuela a mi compañero de pupitre, Andrés Rosales, “el que la sigue la consigue” decía ¡tú ya lo sabes! mucho tiempo estuvo detrás de ti y mira: casada  con él y con dos hombres. 

—Calzoncillos para lavar por triplicado tengo ahora. —le contesté.

Germán aquella noche estaba hablador y yo también. Mi hermana me había entregado una carta que saqué del bolsillo y le leí.

—Mira la respuesta de mi hermana a una pregunta que le hice hace un año:

Me preguntaste una vez por qué me fui a vivir con él. Nieves, hermana, esta es mi respuesta: 

“Me besó con toda su alma, me amó con todo su ser y lo sé. 

Nadie me dijo tantas palabras bellas, ni me besó con tanta devoción, nadie me amó hasta abrazarme el corazón.  

Me amó y lo amé”

—Qué bonito y que buena respuesta, qué lista es tu familia, sobretodo  tus hijos, con sus carreras ya terminadas. Eso es porque salieron a ti ¡Anda que no hay cubo que te recoja la baba! — me dijo. Nos reímos a carcajadas. — Cállate que vamos a despertar a los que están dormidos. Don Jaime está enfermo, lo voy a dejar descansar en la habitación 303.

—Buenas noches Nieves ¡hasta mañana bonita!

—Buenas noches Germán.

Escuchó que los pasos de él regresaban

— ¿Se te olvido algo? 

—Sí, una pregunta ¿y a ti quién te ha abrazado así? 

—A mí, a mí así me abraza el mar Germán, el mar.

Los dos estaban de pie, solos en la sala de enfermería, en el office.

Se acercó a mí y me dio dos besos frescos y llenos de esa lentitud dulce que me encantó, la suavidad lenta escarpaba mi cuerpo, sentí como me elevaba.

Mi mirada buscaba sus ojos y mis pechos crecían. German estaba frente a mí y acarició mi cabeza y se enredó en mi pelo rojo mientras sus ojos sonreían y me beso una, dos y mil veces, bajando por el cuello hasta mis hombros, el que más me había dolido durante el día era el derecho, pensé. El dolor ya no estaba.  

Había soñado tantas veces con esto, sentí cómo él se acercó a mi cadera despacio y llego hasta mis nalgas y mientras saboreaba mi espacio más secreto, acariciaba mi pecho pequeño para la palma de su mano con un pezón grande y erguido, sentí de pronto un cuerpo que no era el mío, era más alta, más guapa y él me miraba sin cansarse. De la mesa pasamos al suelo, resbalamos y no dejamos de besarnos. Él me abrazaba con fuerza, me sentía segura, sentía que jamás me caería y destrozamos para siempre la amistad de más de veinte años sobre una blanca sábana de hospital, suavemente colocada en un suelo frío que se agradecía en aquel verano tan recio donde a pesar de todo corría el agua. Sentí entonces la serenidad de mi alma mientras inhalaba el frescor del rocío de la mañana.

Después descubrí a don Jaime, como lo llamé siempre, a las ocho, un  agosto  cualquiera porque este año se me olvidó, ya él no cumpliría ninguno más. No dejo de llorar, me siento tan culpable, mala, fría y dura en algunos momentos y en otro  frágil como una hoja arrastrada por el viento. 

Había ocurrido por mi culpa, estaba ausente.  La noche anterior fue una ola de seis metros que atravesó el océano completo y me dejo una estela infinita.

Sentí como si yo le hubiese clavado el bisturí, sentí que no podía caminar, no podía dejar de llorar por él y por mí, por mi vida entera. Pese a todos mis esfuerzos, los días habían sido mañana, tarde y noche y de nuevo, otra vez, lo mismo, mañana tarde y noche, la vida se había convertido en días iguales en los que olvidar era un propósito, hasta ayer.

Había muerto, la muerte de él, la muerte de don Jaime también acercó mi muerte; la certeza de que la única ocasión de vivir es ahora. Don Jaime, mi anciano preferido había muerto mientras yo aproveché un momento lleno de besos, un solo ahora de los millones que contiene una vida. Me levanté y me  fui con la taza en mi mano a recoger el tiempo.

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Blanca Quesada

Nieve

Su nombre es nieve, se forma cuando la temperatura es menor de cero grados y el vapor de la atmosfera comienza a caer en forma de pequeños cristales de hielo. Su nombre es como ella, cae lentamente, de forma suave como una hoja, pero en este caso es un cristal transparente con una forma matemática precisa. Diría que a mí amiga Nieves, su característica más evidente es estar en las nubes como su nombre y como la nieve cae hasta llenar el jardín. Ella aterriza en la realidad, primero se transforma en suaves montañitas de algodón y poco a poco se convierten en el más duro hielo. Lo que era blando y suave se convierte en algo duro y frío, después llega el agua que corre libre y se mezcla con la tierra y se hunde hasta llegar al fondo, hasta ahuecar la piedra y entonces hueles el fango.

Ella es como su nombre indica es agua congelada que cuando toca la tierra se convierte en polvo blando y blanco; su voz rezuma dulzura, cuando habla es la flor más suave acariciando tu piel, la voz de una madre que arrulla a su niño recién nacido. 

Mecida por la brisa llega como agua que se desmadejaba plácidamente en su lago. Mi querida Nieves era Nieve.

Podría decirse que ella puede estar en estado gaseoso, líquido o sólido, en algunos momentos parece ligera como el agua que corre por un río, en estado de sublimación como el perfume de una rosa o en el estado más duro posible, pienso que es debido a su ánimo; variable como el viento.

Aquella noche la taza cayó al vacío sin ninguna sustancia. Se levantó despacio con ella en la mano, no se había roto, estaba entera, como ella.

Mi Nieves había nacido en un pueblo seco y caliente, en Orsola, Lanzarote, un pueblo donde el horizonte es el Atlántico, lleno de calima seis veces al año. El nombre de esta mujer procede de las ganas que tenían sus padres de sentir el frío que produce la nieve y de su fruto: el agua, el agua que sirve para regar los campos. 

Es una sencilla auxiliar de enfermería con turno de noche, un turno elegido voluntariamente, en el geriátrico más antiguo que tiene la isla. El nocturno es el más descansado, los ancianos están bien atendidos. Durante el día no se para, pero por las noches este lugar es un remanso de paz, descansa allí de su marido y de los dos hijos, a los que tiene que atender.  “Calzoncillos blancos por triplicado “ lo peor que le podía suceder le paso a nievitas; decía mi madre.  En este centro estaban los viejos más ricos, los conocidos señoritos de siempre y ella sabía cómo tratarlos, su sonrisa suave y su voz serena los convencía y a ella hacía realmente lo que tenía que hacer sin demasiado esfuerzo hasta que amaneció don Jaime con un bisturí clavado en la carótida, ella lo había encontrado, se sintió culpable, no había hecho los cambios posturales como era debido, no le había ofrecido la lechita de la noche. No había hecho su trabajo, o al menos, no lo había hecho bien, no lo había hecho como otras veces. 

Entonces agarro su pelo y se hizo el moño alto de Nieves salió del baño  con los ojos rojos y le contesto al Sargento Mendoza,  lo mismo que se había dicho a sí misma y a mí llorando como un cristal roto.

— Tranquila, la noche ha sido muy tranquila, he apuntado todo lo que se ha hecho porque así se me ha ordenado y he llevado los protocolos como el doctor ha indicado, yo he trasladado a don Jaime a la habitación trescientos tres ya que se me comunicó por escrito que ”había que aislarlo” y lo hice como siempre en la misma habitación de siempre, al lado de la sala de reuniones y del office. 

Yo me pase la noche despierta y el de mantenimiento, Germán, vino a preguntarme si había alguna gota suelta, que le habían avisado las chicas del turno de la tarde que había una avería, estuvo mirando el cuarto de baño donde lavamos a los enfermos encamados primero y después fue a los baños generales de la planta y no vio que se perdiera agua por ningún sitio. Él se fue como a los cuarenta minutos y yo me puse a hacer la ronda.

Y está mañana se me fue el alma al suelo cuando vi a don Jaime con ese bisturí en el lado izquierdo del cuello ¡Terrible, terrible!

— Estamos acostumbrados a que fallezcan ancianos en este centro, es lo normal, pero de esta forma es desolador y desconcertante, le dijo doctor Morín al sargento Francisco Mendoza.

— Entonces anoche estuvieron por aquí, la auxiliar de enfermería y el responsable del mantenimiento del edificio además de los residentes.

— Saben quién fue el último en ver a Don Jaime. 

— Yo creo que fue Nieves, dijo el doctor, ella hizo el traslado del paciente.

— Si, así es; yo fui la que hice el traslado y los cambios posturales, lo habíamos puesto en esa habitación porque estaba enfermo con alguna bacteria o virus, es lo que siempre se hace para evitar males mayores, por ejemplo, se contagie el compañero de habitación y el personal sanitario, ya sabe, se tiene que evitar enfermen los residentes y nosotros mismos; por lo que tomamos más precauciones de lo habitual. 

Nieves se levantó despacio, el borde inferior de su falda recorrió la pequeña mesa donde pocos momentos antes se había servido el café y la falda empujo suavemente el plato y entonces el plato hizo que la taza vaciará su contenido y todo rodó hasta el suelo, ella siguió caminando hasta la puerta, no miró atrás, salió del geriátrico de la zona antigua, en aquel momento Nieves salió de su propia vida, esa mañana nos dimos cuenta todos. Nos enteramos al día siguiente.

…continua https://wp.me/pcDIqM-t0

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Blanca Quesada

El Río

Tenía quince años cuando mi amiga Sara me confeso que le gustaba Víctor. Él siempre me pareció interesante, pero quien no parece interesante cuando se sienta a tu lado y no sabes si está o no, ¡cualquiera comienza a estar intrigado!, no te mira, no dice nada ¿escucha o no? era un autista sin serlo, un sospechoso de algo. Lo dejábamos estar allí, a nuestro lado, era uno más. 

Mi amiga, la admiradora secreta de Víctor, era una mujer que disfrutaba del leve movimiento de las alas de una mariposa y por ello pensé, en aquel momento, que supo comprender la fragancia del clavel más raro.

 Parecían distintos pero eran iguales. Se fueron escapando poco a poco pero los dos tenían mentiras familiares que ocultar, enfermedades heredadas, que no quieres nombrar. Él había escrito una historia de viajes y ella una historia de muñecas.

Después de treinta años encontré a Víctor. Me dijo que Sara, su mujer, mi amiga había muerto,  entonces supe que él  había ganado la guerra y ella se había dejado matar. Si,  lo sé, con certeza porque  me contó lo que él le decía a ella, pero jamás dijo lo que ella contestaba.

 Me comentó alguna vez que sentía que no existía para los demás y yo siempre tuve la sensación de él que se escondía para que lo buscaran.

Ahora sé de qué era sospechoso; de ausencia. Cuando fuimos jóvenes él estaba aprendiendo  del grupo a ser agradable, a tener el gesto adecuado, a imitar para poder representar lo que es  correcto en cada momento pero no siente, no se conoce porque no existe.

¿Silencioso o sigiloso, sensible o extremadamente crítico, discreto o asumiendo protocolos?

No tiene alma, la vida ocurre ajena ¿el dolor del otro le consume o es el placer de no ser él quien tiene ese dolor? 

Aquella mujer sufría de amor, él estaba en otro sitio, no podía entender como un hombre tan maravilloso estaba tan lejos.  No,  él nunca estuvo. Nunca la amo, la uso.

 Los seres humanos somos los leones de la selva y las ratas de la ciudad, sabemos adaptarnos. Ellos como nosotros recorremos el rio, el mismo rio.

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Blanca Quesada

Mayo

Siempre había pensado que uno debe habitar los recuerdos como si cada uno de ellos fuera una casa, una casa que puedes recorrer cada vez que deseas y en donde puedes cambiar los muebles, las alfombras y hasta las tazas y sus colores pero, en este caso ella recorrió  ese trocito de tiempo, paso a paso y sin mover nada. Hoy el recuerdo que la mantenía entretenida no podía cambiar, ese momento de su vida fue perfecto. Hoy el verbo pasado se quedó suspendido por un segundo en su piel, aquel momento lo repetiría con todos sus detalles, sin mover un ápice, ni siquiera aquel viento que la despeinó, sí, ese instante lleno de mar, volvería a ser igual. 

El sur tenía sol y playas con arena dorada. Ella había nacido allí y Jean había llegado con sus padres cuando tenía cinco años. Aquella mañana resulto poco apacible, el viento se sentó delante de su casa, igual que él, Jean que lo hacía cada día para ir juntos al instituto, esa mañana, él se había retrasado como las pequeñas garzas blancas, rezagadas en su recorrido hacía África. Estaba apoyada en la pared de la iglesia, esperándolo, la falda alborotada por el viento enseñaba sus muslos morenos, se desabrochó los dos botones superiores de la camisa, la brisa, aunque fuerte, era cálida, y lucia el sol, mientras se quitaba el pelo de la cara vio cómo había alguien mirándola, era él, había llegado. Aquel sol de mayo prendió, era la respuesta a un estímulo. Se acercó a Jean como lo había hecho siempre y se sentó en el muro blanco, ya el viento había enseñado sus muslos, por lo tanto, él, cómplice,  le guiño un ojo, lo vio como nunca antes ¡sus ojos eran de color caramelo! sintió su mirada. Unos ojos visitando a otros ojos, el instante tan solo duró una eternidad dentro de un segundo. Él toco su mano suavemente y comenzó la acuarela que nunca descolgó.

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Blanca Quesada

La tarde y el azul infinito

Hopper, Edward

La tarde estaba llena de gente, el café tenía el mar azul al fondo, quieto, en calma, eran las cinco de la tarde. Las mesas estaban llenas. Una pareja con sus mejores galas, ella mirando a lo lejos, buscando ese barquito que estará en algún lugar y él con la mirada perdida explicándose el horizonte. En otra mesa había dos marineros, encantados por estar llenos de tiempo y compartiendo el espacio; ocupando la vida. Ellos hablaban de mí, lo sé, ellos siempre miran el vestido y el maquillaje alegre, de circo, con el único que mi hermano me puede ver.  Él estaba sentado en una mesa, el payaso vestido de blanco, silencioso, preparándose para actuar, quizás, ¿quién lo sabe? él era el payaso y lo único que le interesaba era sentarse en el azul infinito y yo lo esperaba de pie en la tarde, llena de gente donde él nunca estuvo. 

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Blanca Quesada

Esos días

Por esos días había que estar en casa, ya lo sabía, lo saben todos, como lo de que desde que nacemos nos vamos a morir, pero no te lo puedes creer, como muchas veces nos pasa con la prensa, es una historia pero ¿porqué vas a creer y condicionar tu vida? Precisamente por eso hay que vivir ¿porqué te lo vas a creer? La mayoría de las veces son bulos, la prensa siempre exagera con tal de vender el tiempo, ese tiempo que respaldan a esos políticos, siempre mentirosos, siempre mirando hacía las próximas elecciones, ¿Qué conviene más, ser atrevidos o cautos, hacer contra publicidad y utilizar a la prensa o que ellos inventen?

La honestidad se fue para siempre de todos y ahora yo conozco el precio. Yo no estaba cuando mi mujer daba a luz una maravillosa hija, yo no estaba y descubrí su nombre completo en un aeropuerto y a los dos días de nacer ¡tan solo tenías dos días de vida! ¿Cómo te lo vas a creer? Pero en las últimas páginas de la prensa. Dentro de un marco negro donde aparecía mi nombre. El nombre de su padre estaba ella.

Y eso ocurrió por querer contar la vida de los otros en vez de vivir la mía. La prensa esa que te roba el tiempo y  ahora te recuerda que estás vivo y otros muertos.

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Blanca Quesada

Selva

La selva que tenemos alrededor, que nos ama y abraza, la selva que nos conmueve y nos disculpa que crece a pesar del fuego y la ira, selva de recuerdos, sensaciones desaparecidas, sueños recorridos y dados por cumplidos, cuando de pronto un piélago de la tierra, un piélago en tu día hace la limpieza y comienza a brotar en otra rama, en otro puerto haciendo escalas en cada vida. 

Blanca Quesada

Duelo

En esta habitación siempre hay gente distinta y esperando. Caras nuevas que hablan, alguien contando su historia, verdadera o no, la historia que transcurre por sus venas, la historia de sus días.

Algunos escuchan con atención a los que hablan, otras con hastío miran el reloj, otras veces no se puede escuchar sino llorar, alguna que otra vez uno puede hasta reírse, se entablan conversaciones y se cuentan cosas.

 Y yo recuerdo aquellos días en los que iba al campo, un día de esos en que el verano te premia con un ligero viento fresco, una brisa que reconforta y aparece la sensación de respirar de verdad, el aire te recorre con su suave nube y tú sabes que estás vivo y ya el tiempo tiene otra medida. El ritmo adecuado para que crezcan las flores, la higuera, la uva, tiempo para recoger una cosecha completa, hay que esperar, todos esperamos a recoger la cosecha final.

Delante de esa habitación todos esperamos y él ve como sucede el tiempo para todos y prescribe si la cosecha será buena o no y hace su diagnóstico y sabe si hay que esperar o ayudar de alguna manera al tiempo para que la cosecha sea mejor, sea más fácil de recoger y se recoja en el momento adecuado.

En mi caso él me hace sentirme segura, me hace sentirme segura el que él recorra un poco de mi tiempo, son pocos minutos al mes, ¿cuántos duelos habrá tenido que recorrer? ¿Cuántos no han vuelto a regresar a por sus recetas, a su análisis anual? ¿Cuántas veces el duelo es el de una niña o el de un anciano? Nunca nos preguntamos por los duelos de aquellos a los que no tenemos que avisar cuando llegue la cosecha final. El médico se va a enterar solo cuando tú no vayas más y a la enfermera le pasará igual, ellos tienen un tiempo mínimo para los duelos. Nosotros una sala de espera llena de suspiros.

Pensándolo bien todos se enterarán cuando ya no te vean más y entonces comienza el duelo de cada cual. Y el silencio largo se queda entre dos palabras y duele.

Gracias por llenar mi espacio con tus tiempos. 

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Blanca Quesada