Alicia en el país de las pesadilla

Maddalena penitente Georges de la Tour

 Escribir sobre el dolor no es tarea fácil. No lo es cuando se ha de escribir acerca del dolor propio. Mucho menos cuando se trata del dolor ajeno. Penetrar en ese mundo oscuro, lleno de obstáculos aparentemente insalvables no es una   tarea sencilla. Las pérdidas, los desengaños, agrietan los corazones aniquilando, a veces para siempre, los deseos de vivir o cualquier atisbo de esperanza y ¿qué es la vida sin esperanza? ¿cuál podría ser la fórmula que alentaría a sobrevivir en un mundo sin horizontes? 

Me lo pregunto cada día que me encuentro con mi convecina: a su decir, la esposa casquivana.  Tanto ella como su marido se pasaron media vida poniéndose mutuamente los cuernos, pero ella ha asumido ahora el peso de todas las culpas. Su nombre es Alicia, y yo para mis adentros la llamo Alicia en el País de las pesadillas. 

Hoy me la volví a encontrar. Cabizbaja. Pensativa, como últimamente. 

Desde que a su pareja se lo llevó la peste, prácticamente no habla con nadie. Algunos dicen que ha perdido la cabeza, pero yo creo que es que simplemente ha recubierto su corazón con una especie de mortaja. En su casa, con la mirada ojerosa y perdida, sosteniendo entre sus dedos esa calavera que encontró no sé dónde y a la que ahora le ha dado por llevar a todas partes, se pasa las horas suspirando y si le preguntas cómo se encuentra se te queda mirando con una mirada vacía que lo dice todo sin necesidad de palabras. 

En la noche, cuando cree que nadie la escucha, la siento sollozar desconsoladamente y así permanece hasta ser vencida por el cansancio. Su vida se resume en una eterna pesadilla en la que no se advierte diferencia alguna entre el sueño y la vigilia.

No importa ya que su hombre fuera bueno o fuera malo. La muerte no redime a los vivos. Tan sólo a los muertos.  Está convencida de que así espiará eso que ella llama «sus pecados», y no le teme a la muerte porque a su manera de ver, ya está en el infierno.

 Escribir sobre el dolor no es tarea fácil. No lo es cuando se ha de escribir acerca del dolor propio. Mucho menos cuando se trata del dolor ajeno. Penetrar en ese mundo oscuro, lleno de obstáculos aparentemente insalvables no es una   tarea sencilla. Las pérdidas, los desengaños, agrietan los corazones aniquilando, a veces para siempre, los deseos de vivir o cualquier atisbo de esperanza y ¿qué es la vida sin esperanza? ¿cuál podría ser la fórmula que alentaría a sobrevivir en un mundo sin horizontes? 

Me lo pregunto cada día que me encuentro con mi convecina: a su decir, la esposa casquivana.  Tanto ella como su marido se pasaron media vida poniéndose mutuamente los cuernos, pero ella ha asumido ahora el peso de todas las culpas. Su nombre es Alicia, y yo para mis adentros la llamo Alicia en el País de las pesadillas. 

Hoy me la volví a encontrar. Cabizbaja. Pensativa, como últimamente. 

Desde que a su pareja se lo llevó la peste, prácticamente no habla con nadie. Algunos dicen que ha perdido la cabeza, pero yo creo que es que simplemente ha recubierto su corazón con una especie de mortaja. En su casa, con la mirada ojerosa y perdida, sosteniendo entre sus dedos esa calavera que encontró no sé dónde y a la que ahora le ha dado por llevar a todas partes, se pasa las horas suspirando y si le preguntas cómo se encuentra se te queda mirando con una mirada vacía que lo dice todo sin necesidad de palabras. 

En la noche, cuando cree que nadie la escucha, la siento sollozar desconsoladamente y así permanece hasta ser vencida por el cansancio. Su vida se resume en una eterna pesadilla en la que no se advierte diferencia alguna entre el sueño y la vigilia.

No importa ya que su hombre fuera bueno o fuera malo. La muerte no redime a los vivos. Tan sólo a los muertos.  Está convencida de que así espiará eso que ella llama «sus pecados», y no le teme a la muerte porque a su manera de ver, ya está en el infierno.

Sergio Ruiz Afonso

El libro escondido

No me va avergüenza decirlo. En realidad, me apena. Y es que nunca he leído un libro. Quizá al que lea estás letras le escandalice, pero nací en una cultura absurda donde leer se considera un grave pecado. Tengo casi veinticinco años y hoy, por primera vez en mi vida, sostengo uno en mis manos. Estoy escondido en el granero. Si me descubren el castigo puede ser horrible. Por un lado, siento temor ante lo que pueda descubrir, por otro una curiosidad insaciable fruto de la represión a la que siempre he estado sometido.  No me lo dio nadie. En realidad, lo encontré cerca del bosque, dentro del tronco hueco de un viejo árbol caído. Quizá abandonado por alguien, quizá olvidado. Como un tesoro lo sostengo sobre mi regazo.  Acaricio la portada sin atreverme todavía a abrirlo alargando así un poco más el misterio. Dicen que la simple posesión de uno te puede llevar a volver loco y si además lo leyeras, incluso a perder la vista. Mi respiración comienza a volverse agitada y un creciente temblor en mis manos casi provoca que se me caiga al suelo. Elevo ansioso la vista y aguzo todo lo que puedo el oído. Toda precaución es poca ¡Quién sabe qué terrible destino aconteció a su anterior propietario! Venciendo todos mis temores intento leer la portada. Unos dibujos extraños se extienden a lo largo de la cubierta del mismo al igual que en todas las páginas que una a una voy ojeando. Me siento abatido y frustrado. No entiendo nada de lo que allí se dice.  Con resignación y rabia me lo meto debajo de la camisa y lo vuelvo a dejar donde estaba: bien escondido. De todas formas, no me rindo ¡Quién sabe! Quizá algún día, si alguien me enseñara a leer, pueda volver a intentarlo. No voy a negar que he pasado mucho miedo, pero al menos por esta vez nadie se ha enterado y, además, no he perdido la vista.

Sergio Ruiz Afonso

La casa desnuda

—La vida es incierta —pensé con tristeza mientras aparcaba mi viejo Renault 5 a un lado de la cerca— Nada es para siempre.

Hacía ya más de treinta años que había dejado atrás aquellas para mí tan queridas paredes y aun hoy parecía resonar en mis oídos las despreocupadas risas de antaño.

—Siempre soñando en volver —me decía apenado— y ahora que al fin he podido cumplir mi sueño es como si éste hubiera sido roto en pedazos.

Más allá del descuidado jardín se alzaba una casa que, aunque con visibles señales de abandono, no podía ocultar un pasado imponente. Las paredes desconchadas y descoloridas, seguían en pie, eso sí, pero ya no era el cálido hogar de los viejos tiempos. Los muros de la otrora magnífica mansión gritaban ahora la misma soledad y desarraigo que había tenido yo que sufrir durante tantos años de destierro. Sentía el corazón arrugado y dolido, y a pesar de que yo no tenía más de cincuenta años de edad, era como si éste súbitamente se hubiera convertido en el de un anciano.

La vista del edificio, lejos de confortarme, me apenaba. De golpe, toda aquella emoción contenida durante tanto tiempo se vino abajo como un castillo de naipes para quedar sepultada bajo una tupida cortina de desconsuelo. 

A pesar de todo, tuve el ánimo suficiente para extraer, del bolsillo de la chaqueta, la vieja llave que había estado atesorando durante tanto tiempo, e introduciéndola en la oxidada cerradura, me atreví a abrir la puerta.

Ésta, se dejó empujar de muy mala gana dejando constancia de su contrariedad pese a un chirriante quejido que dio testimonio del largo tiempo que había permanecido cerrada. El interior estaba bastante obscuro y apestaba a humedad y una vez que pude acomodar la vista, la escena que se descubrió a mis ojos era más que desoladora:

Todo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo. Grandes sábanas. a modo de sudario, cubrían por completo el reducido mobiliario: apenas un par de butacas, una mesa y algunas sillas.

Recordé que no siempre había sido así.

 Hubo un tiempo en que fastuosas alfombras cubrían las baldosas ahora completamente desnudas y por donde hoy tan solo se arrastraban sombras inquietantes, entonces se esparcía la luz de las elegantes lámparas de cristal de las que mi madre tanto se preocupaba para que estuvieran constantemente encendidas. Magníficos muebles de caoba y coquetos sofás por entre los que correteaba entre risas perseguido por mi hermano Iván, ocupaban otrora los espacios ahora tan vacíos.

La guerra se lo había llevado todo. También a mi familia. Echaba de menos las recomendaciones de mi madre, las eventuales risas de mi severo padre y los juegos de mi hermano menor, Iván. Ahora todas ellas, formaban parte de las cosas irremediablemente perdidas.

 Miré con tristeza a mi alrededor. La excepción a aquel ambiente despersonalizado y gélido, eran los dos enormes cuadros que aún permanecían en su lugar, últimos vestigios de la antigua decoración, que colgaban muy separados el uno del otro y que constituían casi la única aportación de color a la pírrica decoración de la estancia. También aquellos habían formado parte de mi vida al igual que la casa y eran prácticamente las únicas posesiones que me quedaban ya de aquel remoto pasado, aparte de los recuerdos. Por eso había evitado desprenderme de ellos casi con el mismo empeño que con el que había defendido la propiedad de aquellas recias paredes que hasta ese mismo momento había seguido considerando mi verdadero hogar.

En uno, se mostraba un paisaje bucólico en el que un grupo de jóvenes bailaban despreocupados en lo que aparentaba una apacible tarde de verano; por el lado derecho de la pintura, un reluciente rayo de sol se colaba a través del tupido dosel del bosque e iluminaba como si se tratara de un improvisado escenario el ir y venir de un par de cordiales ardillas, a las que se les otorgaba en aquella obra la categoría de coprotagonistas. En el otro, un viejo retrato familiar legado de mis desaparecidos progenitores, él mismo junto a su hermano, aparecía jugando a los pies de su madre, ajeno al trabajo del retratista, mientras sus padres, cogidos de la mano, parecían amorosamente extasiados en el fruto de su matrimonio.

Las dos obras, me hablaban de cosas agradables: de la salud, y de la feliz despreocupación de los seres que se saben protegidos y queridos. Justo lo contrario de mi situación actual: la de un hombre solitario y triste.

Me sentía como un niño al que se había roto su juguete preferido. Sólo que esta vez no se trataba de un simple juguete, se trataba de una parte muy importante de mi pasado

Creo que la vida es como una casa a la que poco a poco vamos rellenando de objetos y recuerdos. Pero cuando nos marchamos, los objetos también se desvanecen con nosotros para no dejar rastro, como si nunca hubieran existido, y entonces tan sólo queda el cuerpo desnudo, desprovisto del aliento vital, al igual que vacía y fría había quedado aquella mansión desde hacía tanto tiempo abandonada.

Nada del pasado se puede remediar. Todos estamos condenados a ver pasar nuestra infancia, nuestra adolescencia, a nuestros seres queridos, sin poder más allá que verter alguna lágrima. 

El viejo hogar era vivo ejemplo de esa futilidad. Me hacía sentir débil y efímero. Antes de volver sobre mis pasos, constaté con tristeza que de aquellas risas de la niñez ya tan sólo quedaba el silencio y la frialdad impresa en las ajadas paredes de aquella casa ahora tan muerta y desnuda.

Comprendí que en la vida no hay otra misión más que la de seguir, pese a quien pese, hacia adelante. Lo importante está en el presente que es lo único sobre lo que podemos actuar. No quería perder el tiempo relamiendo las viejas heridas.

Cabizbajo, volví a cerrar la puerta y deposité nuevamente la llave en mi bolsillo. Fue ese el preciso momento en el que sentí que definitivamente había quedado desatado el nudo que me ataba al pasado.

Subí al coche y arranqué sin volver la vista. Fue la última vez que visité mi antigua casa.

Sergio Ruiz Afonso

Una situación complicada

¡No daba crédito a lo que me estaba sucediendo! ¡Un oficial de la Guardia Urbana como yo! ¡Tirado en medio de la vía pública cómo un indigente cualquiera! Era una situación harto bochornosa y no puedo negar que estaba indignado. ¡No poder entrar en mi propia casa! La situación era del todo absurda además de estúpida.


El problema había surgido al ponerme la chaqueta. Por alguna razón: (tenía prisa) no me detuve a mirar la que elegía y ¡Claro! Escogí la prenda equivocada. Justo cuando estaba cerrando recordé con pavor que era en la otra, la que colgaba del perchero, donde tenía la llave. Demasiado tarde porque ya había cerrado la puerta y en la casa no había nadie. Puertas y ventanas cerradas.  Ningún vecino al que recurrir (Por lo visto todos estaban de vacaciones) Todo cerrado a cal y canto.   Entonces vi cómo se acercaba un taxi que paró unos metros antes de llegar a mí. Unos mozalbetes ruidosos y maleducados se bajaron del vehículo y, dando voces y risotadas, avanzaron en la dirección en la que me encontraba. Impulsado por mi condición de agente del orden, me encaré hacia ellos decidido a darles un escarmiento ¡Y entonces reparé en que tampoco tenía los pantalones puestos! De cintura para arriba era un imponente oficial con impecable chaqueta blanca rematado con un salacot del mismo color. De cintura para abajo un pobre infeliz en calzoncillos. Pronto advirtieron también ellos mi ridícula facha y lejos de amilanarse, empezaron a mofarse y tirarme cosas. Diluida toda mi autoridad miré a mi alrededor con desesperación. Arañé la puerta intentando traspasarla. No tenía lugar donde esconderme. Corrí hacía la puerta del edificio del al lado que en ese momento estaba abierta y sin pensármelo dos veces me colé en su interior.


Demasiado deprisa.

 
En ese preciso momento se estaba celebrando una reunión de comuneros que se quedaron boquiabiertos ante mi irrupción de tal guisa. Avergonzado, continué mi carrera hasta el ascensor y preso de los nervios, pulsé una planta cualquiera. Pero la cabina en lugar de subir, empezó a caer a una velocidad endiablada y justo cuando ya estaba esperando para darme el gran trompazo… 

¡Me desperté!

 Para mí alivio constaté que tan sólo estaba soñando. 


Fue una experiencia horrible. 


Nunca volveré a abusar de comidas demasiado copiosas a la hora de la cena.

Sergio Ruiz Afonso

Vacaciones en la bola negra 

Verano de aplastante calor. Calor insufrible. Mortal de necesidad.

Cielo de un límpido y apocalíptico azul. Carente siquiera de la más insignificante nube.

Innumerables perlas de sudor ejecutando una enloquecedora carrera cuesta abajo por la epidermis de los indefensos cuerpos; todas, pugnando por llegar la primera sin que ninguna conozca cual ha de ser en realidad su premio: el simple disfrute de un instante de frescor antes de tener que desvanecerse.

Ligeras ropas de verano mimetizadas con la auténtica piel por causa de la humedad hasta el punto de semejarse a una segunda epidermis.

Trozos de tela húmeda que cubren y se adhieren al cuerpo de tal forma que convierten, cualquier movimiento, en algo mucho más molesto que una simple incomodidad: un refinado suplicio.

El pensamiento aprisionado por el inminente peligro de combustión.

Ninguna otra idea en la que pensar más que en la omnipresente: 

Y, sobre ésta, como en una noria, girando todas las conversaciones de aquél día.

— ¡Vaya calor que hace hoy!  —exclama uno.

— ¡No recuerdo un día de calor como éste en muchos —enfatiza otro.

— El termómetro de mi casa —metiendo baza un tercero— llegó ayer a alcanzar casi los cuarenta y cinco 

— ¡Como que al vecino del piso de arriba, ese señor que se jubiló el mes pasado, -apuntaba el enterado de turno- se lo tuvieron que llevar al hospital en una ambulancia!

Y como sintiendo la necesidad de ampliar aún más la importancia del suceso, añadía:

— Lo llevaban con el oxígeno puesto y todo. —para terminar, bajando un tanto la voz, con tono grave— No sé si habrá llegado vivo.

Y todos sacudían la cabeza en señal de impotencia o resignación y quedaban en un casi silencio interrumpido únicamente por suspiros de ahogo y resoplidos. 

Mientras tanto, el sol no aflojaba.

Sergio cavilaba que, comparándose con días como aquel, en el infierno debía de ser primavera.

Probaba pensar en algo fresco, ya fuera un polo de fresa o una suave brisa marina, y, cada vez que lo intentaba, o bien el polo de fresa se le derretía en sus pensamientos o el incipiente Alisio era empujado hacia otra parte del mundo por un despiadado simún proveniente del maldito desierto. Cada intentona era como una charca expuesta al implacable sol sahariano. Tan pronto aparecía se transformaban en algo así como un líquido burbujeante, para casi al instante quedar reducida a la nada.

Aun así, pudo, entre la galopante vaporización de sus reflexiones, abrir una diminuta brecha y acordarse de que tenía que escribir una carta; al principio fue una idea bastante difusa, muy perdida entre la agobiante realidad de aquel mortificante calor que todo lo abarcaba.

Sin embargo, ésta, poco a poco, comenzó a destacar como un anuncio luminoso. Cada vez más sugestivo. Cada vez más espectacular y rutilante.

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¡TIENES QUE ESCRIBIR UNA CARTA!

¡ESCRIBA UNA CARTA Y RECIBA CINCO!

¡ ESCRIBA CARTAS Y GANE UN MARAVILLOSO JUEGO DE LÁPICES DE COLORES PARA SUS HIJOS!

Aquella inconsciente y martilleante publicidad no le atraía. No tenía ganas de hacerlo y no porque no lo deseara (escribir una carta era una de las grandes metas de su vida) sino porque la terrible situación de apatía en la que estaba inmerso le hacía ver aquella posibilidad como un algo demasiado distante, una posibilidad lejana que quizá algún día, en un remoto futuro, llegaría a realizarse; debía escribir una carta pero no sabía cuándo llevaría tal tarea a la práctica; NADIE SABÍA CUANDO y ni tan siquiera conocía si, llegado el momento, estaría preparado para ello.

Como un autómata cogió papel y garabateó algo con un bolígrafo:

El esfuerzo intelectual fue tan grande que le volvieron a fundir los plomos mentales. Aún pudo todavía dibujar algunos jeroglíficos

que, después de todo, quizá significaran algo porque a partir de entonces quedó como hipnotizado. Definitivamente atascado; primero, contemplando aquellas figuras de traducción imposible; luego, más allá del papel mismo y aún más allá de la mesa y de la casa que a ésta contenía; cada vez más lejano en un mundo de fuego, un mundo de millones de grados de temperatura en el que todo se consumía y sobre el que giraban todas las cosas, las personas y sus pensamientos.

Hirviente y absorto.

Cuando se recobró de aquella especie de embelesamiento, tenía las cejas chamuscadas y de las puntas de sus dedos se escapaban débiles hilillos de humo.

Abrió los ojos, y, sorprendido, pegó un respingo.

Una cara, casi pegada a la suya, lo miraba con apariencia amistosa. Le sonreía y le hacía señas, para él incomprensibles, con gestos exagerados. Daba la impresión de ser un turista queriéndose hacer entender en un país extranjero, y aunque algo estrafalario en el vestir (llevaba unas alegres bermudas de grandes y llamativas flores, aunque ya algo descoloridas, y una desvarada camisa en la que todavía se podía leer el lema “Hawai”) no daba la impresión de ser un loco peligroso. 

Pudiera ser que más bien se tratara de algún retrasado mental.

—Parece como querer decirnos algo con las manos –dijo el señor de apariencia estrafalaria dirigiéndose a los otros.

Había más gente allí.

Sergio les observaba boquiabierto. ¿De dónde había salido aquella pandilla?

Hacía un momento no estaban y, además, no sólo no les conocía, sino que tampoco les entendía.

Uno de ellos se le acercó hasta casi pegar también su cara contra la suya y acompañó en gestos esperpénticos al primero. Así permanecieron un largo rato: contemplándole y gesticulando hasta parecer cansarse, luego perdieron el interés en hacerse entender y se sentaron a ver la televisión, no sin antes obsequiarle con unas palmaditas en el hombro.

Sergio les siguió con la vista, y durante un tiempo los observó en silencio. Finalmente, también él perdió todo interés por ellos y terminó por dejarse engullir por sus propios pensamientos.

La habitación se había ido quedando paulatinamente a obscuras y cuando quiso encender la luz advirtió que no era sólo su mente lo que se había fundido; por lo visto el apagón era general. No había fluido eléctrico, por lo que parecía, en toda la ciudad.

Por un momento pareció quedar desconcertado, más al instante, reaccionando, se dejó caer nuevamente en su sillón para intentar analizar lo acaecido fríamente.

Justo a tiempo, porque apenas un segundo después de sentarse, todo quedó inmerso en una creciente oscuridad.

El caso era que al parecer había sido engullido por una especie de bola negra de la que desconocía su extensión y sustancia; una masa densa en la que no se distinguía los contornos y en donde cualquier intento de movimiento se iba convirtiendo en una misión imposible. Intentó agudizar el oído por si conseguía escuchar algo, pero en aquella obscuridad también el sonido había desaparecido.

Con cierta dificultad consiguió extender sus manos ante sí con el propósito de tocar algo que le resultara familiar: el borde de un mueble, una pared; tan sólo consiguió constatar que aquella negrura en torno suyo era ahora absoluta, pegajosa e impenetrable.

Sentía algo similar al hambre y pensó en desplazarse hasta el frigorífico.

Caviló perplejo:

¿Cómo había que hacer para desplazarse?

¡QUE NO CUNDA EL PÁNICO!

En ese momento se dio cuenta de que se había quedado sin el sentido de la orientación por lo que, temiendo perderse, prefirió permanecer sentado.

Luego, perdió también la noción del tiempo y pensó:

Probó a concentrarse en una idea trivial a fin de recuperar la serenidad; si deseaba dominar la situación, ésta era lo último que debía abandonarle.

Paco Peco, poco pico, insultaba como un loco a su tío Federico…

Poco a poco, fue perdiendo la sensibilidad de todos sus sentidos.

Por último, ya ni tan siquiera podía distinguir si todavía respiraba (llegó a plantearse la posibilidad de que en realidad estuviera muerto), si tenía o no los ojos abiertos; su situación en el espacio; la sensación de frío e incluso la de calor, que antes le había preocupado tanto.

Bostezó aburrido y una bocanada de nada le invadió sus cavidades internas absorbiéndole también el hambre y la sensación de estar sentado o de pié.

Podía ser que su corazón estuviera todavía palpitando, y sin embargo tampoco lo hubiera podido asegurar.

No sentía ni veía nada y finalmente ni siquiera pudo ya pensar.

Ahora, que ni pensaba ni sentía, ni tenía sensación de tener o no cuerpo, formaba parte, sin conciencia de ello, de la negrura infinita, y no tendiendo otra cosa en la que poder entretenerse, se quedó profundamente dormido.

Sergio Ruiz Afonso

Los infelices

Tan ladrón es aquél que roba
como también aquél otro
al que no le importaría robar.

El autor 

El reloj de la espigada torre de la iglesia de San Justo daba las diez y la luna comenzaba a desperezar sobre las montañas cuando…

—¡Hemos ganado, Lucía, hemos ganado! —irrumpió Lucio en la cocina de su casa, boina en mano, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas y saltando de la alegría.

—¿El qué? ¿La lotería? —preguntó su esposa contagiada de aquella inesperada explosión de júbilo, mientras dejaba a un lado la loza que había estado lavando y se secaba las manos en el delantal.

—¡Qué va! ¡Algo todavía mucho mejor! —respondió exultante, mirándola fijamente a los ojos a la vez que  con sus rústicas manos sujetaba con fuerza por ambos hombros a Lucía y la zarandeaba víctima de los nervios. 

—¡Hemos ganado las elecciones! ¡Hemos ganado las elecciones! –No se cansaba de repetir sin atinar a decir otra cosa.

Resultaba que el Lucio, persona de hábitos sencillos y agricultor de cuna, se había presentado como candidato a la alcaldía del pueblo de San Justo, y a este hombre, que nunca había sido poseedor de mucho más de lo que cabe en un bolsillo, le parecía haber encontrado a la mismísima gallina de los huevos de oro.

 Con rápidas zancadas,  haciendo aspavientos con los brazos, fuera de sí, cruzaba de un lado al otro de la estancia.

—¿Te acuerdas de los dos burros que el año pasado dijimos que íbamos a comprar en cuanto pudiéramos? —con tono muy animado.

—¡No me digas que por fin podremos! —exclamó la emocionada mujer uniendo las manos a la altura del pecho como si rezara

—¡Que hablamos de burros! —lanzando risotadas y saltando de alegría— ¡Un tractor! ¿¡Que digo uno?! ¡Dos tractores! ¡Uno para nosotros y el otro pa´ (1) guardarlo por si se nos estropea el primero!

—¡Ay, Lucio, que vamos a ser ricos!  —palmoteó ella, más que feliz, sin poder contener su alegría. 

—¡Nos vamos a construir un chalé en el monte!¡En aquel bosquecillo de acacias donde nos dimos el primer beso! —le aseguró mientras arrojaba a un lado su gorra que fue a aterrizar de cualquier forma sobre la mesa. 

—Pero ¿No es ahora un espacio protegido?

—Bueno, pero eso ya se arreglará cuando esté en el ayuntamiento— dijo, bajando por momentos el tono, como quitándole importancia al detalle, para luego continuar nuevamente, gesticulando agitado en plena borrachera imaginativa: ¡Y también un apartamento! Digo ¡Un bungaló en la playa! ¡Y con piscina!

Lucia ya se levantaba ya se sentaba nerviosa. Se sentía como una gallina sin nidal.

Por un momento se sumió en sus pensamientos. Siempre se había sentido como el patito feo del pueblo. El que no se había hecho con más tierras, se había construido un nuevo granero o ido de vacaciones a la costa. Soñaba con la costa. Con una playa repleta de arena y sol frente a un mar inmenso. Lo más parecido al mar que había visto en su vida era una alberca. También le hacía ilusión ponerse un bikini. La excitaba eso de tomar el sol en bragas. Y también viajar en un descapotable de color rojo. Se daba cuenta de que hasta entonces había vivido como una infeliz. Pero a partir de ahora todo eso iba a cambiar. Ahora que su marido iba a ser alcalde, todos sus sueños iban a ser posibles.

 Miró a su esposo a los ojos.

—Pues, también yo, mañana mismo me voy al pueblo a comprar aquel conjunto tan caro que te comenté que había visto en la boutique del Ricardo –le confió   contagiada por su entusiasmo. Y como si se le hubiera ocurrido en ese momento, añadió:

—¡Vamos a poner la tele, para escuchar lo que dicen las noticias!

Con pasos apresurados, seguida muy de cerca por su más que excitado cónyuge, se dirigió hacia la misma y encendió el aparato que casi de inmediato comenzó a vomitar su contenido. 

Las imágenes mostraban a un cierto número de personas riendo y saltando enardecidas sobre los grises baldosines de piedra de la plaza, algunas incluso encaramadas sin respeto sobre los antiquísimos bancos de arenisca tan primorosamente  labrados siglos atrás por hábiles artesanos. Plaza Mayor o de las Verduras, como popularmente se la conocía por su utilización en otras épocas como mercado, hoy se había convertido en lugar de bucólicos paseos, ferias y mercadillos domingueros. Esa noche había roto su decimonónica tranquilidad para convertirse en centro de celebración electoral, y a pesar del barullo, aún se podía escuchar con claridad la voz en off de una comentarista que decía:

—Como se puede observar hay un enorme júbilo entre los simpatizantes que se han acercado hasta la sede del partido desde la que, en breves momentos, nos van a confirmar la noticia.

La música tronaba y las banderas nacionales y del partido se agitaban al viento por doquier en medio de una generalizada algarabía.

La gente gritaba consignas, reía, se abrazaba…

Lucía y Lucio que estaban cogidos de las manos el uno del otro, sus corazones palpitantes, los rostros arrebolados por la emoción contenida y sus ojos, a punto de romper a llorar, clavados en la pequeña pantalla, de pronto, se quedaron totalmente paralizados.

—Pero… ¿No es ese el Aurelio? —interrogó la mujer con cara de sorpresa, señalando con el dedo a la persona que ahora se había adueñado por completo de la pantalla. 

Al Lucio se le había demudado de repente el semblante, y su otrora bronceada tez ahora se asemejaba más a la insana palidez de un cadáver, pero no hizo falta que respondiera. Fue el mismo Aurelio, protagonista absoluto en ese momento de la pequeña pantalla quien, más alegre que unas castañuelas, con voz ronca por la emoción, desde la ventana de la sede de su partido, confirmó la noticia:

—¡Amigos, hemos ganado! ¡El país ha ganado! ¡El partido Ochocentista ha ganado! —pregonó a los cuatro vientos, y a continuación y por lo bajini:

—¡Yo he ganado!

A la Lucía y al Lucio, que momentos antes se habían visto a las puertas del paraíso, se les vino abajo su mundo de ilusiones y entre incrédulos y atribulados se dejaron caer al unísono sobre el descolorido sofá de la salita de estar, aquel que se habían comprado poco después de casarse. Aquel mismo en el que se sentaban ante la televisión desde hacía ya quince años.

Desgraciadamente para ellos dos, el partido en el que militaba Lucio, era el Novecentista. Lucía lloraba de desilusión. Al Lucio le pareció que le iba a dar un infarto.

Para entonces, ya hacía rato que la cenital luz de la luna, ajena a las banales preocupaciones de los lugareños, se paseaba por las empedradas callejuelas de San Justo.

(1) Contracción de la preposición ´para´. Muy utilizada en el español coloquial y vulgar.

Sergio Ruiz Afonso

La clave

— Lo siento —me espetó sin apenas pestañear. Sus ojos miopes fijos en los míos— No existen alternativas.

— ¿Ninguna? — le interrogué sin apenas mostrar emoción.

— Nada. —me respondió negando con la cabeza para enfatizar aún más sus palabras.

— Intente arreglar sus asuntos pendientes —me exhortó con tono grave— Viva.

Así terminó la breve conversación. Le estreché con vigor su mano tendida a la vez que me incorporaba. El doctor me siguió con la mirada todavía un rato más. Antes de salir le miré nuevamente a los ojos sin pronunciar palabra. Luego, cerré tras de mí la puerta de su despacho.

El mundo no era ya el mismo que veinte minutos antes, que fue lo que duró la consulta. Ciertamente es que no había habido mucho más que decir. Solamente aquella escueta aunque, para cualquiera, devastadora noticia. No sentía temor. Sólo silencio y aceptación, quizá también algo de vacío, ante lo implacable de la sentencia: cáncer, tal y como esperaba. 

Mientras me dirigía hasta el ascensor me dediqué a sopesar los pros y los contras de mi nueva circunstancia: “Es mucho más tiempo del que han dispuesto otros.” —razoné en primer lugar para quedar a continuación ensimismado.  “Y tampoco es para tanto.” —concluí después de la breve pausa, a la vez que, en un casi imperceptible gesto, me encogía de hombros.

El elevador abrió sus puertas en la planta baja y saliendo del mismo sin decir palabra, me deslicé entre la gente que transitaba por los pasillos del hospital como si fuera un fantasma. Ellos me ignoraban a mí, y yo, enfrascado en mis pensamientos más profundos, también a ellos.

Como un autómata, salí a la calle y una vez en el exterior respiré tan hondo como pude. “Ahora eres tú el protagonista.” -me dije mientras apretaba los labios. 

Nadie sabía nada de mí. Para el mundo yo era otro mortal más. Con sus pequeñas preocupaciones cotidianas, como todos. Un vendedor de lotería le decía en aquel momento a su cliente que lo miraba con cierta resignación:

— Lo siento, no habido suerte. Siga intentándolo.

Y yo pensé: “que sabrá este lo que es tener o no suerte”

Supongo que cuando uno fantasea en la distancia sobre su propia muerte puede incluso imaginarse enfrentándola con un comportamiento romántico, teatral, casi heroico. Pero cuando sabe que es justo a la vuelta de la esquina donde de seguro le está esperando la de la guadaña, sus pensamientos y reacciones son más prosaicos. Mucho menos grato de observar. Puede ser que este fuera mi caso, pero muy lejano de mi más que masticado propósito: el encarar aquellos instantes finales sin perder ni un ápice de dignidad. Incluso con elegancia. Tal era mi deseo. Al fin y al cabo, y como decía Sófocles: la muerte no es el más grande de los males; aún peor es querer morir y no poder hacerlo.

Había recreado esta escena infinidad de veces. En todas ellas la reacción ante la noticia había sido muy diferente. En algunas, me había puesto a llorar; en otras, había pensado incluso en el suicidio. Tampoco me hubiera parecido una reacción muy incongruente la decisión de no prolongar un dolor inútil. Pero no era ese en absoluto mi estilo. Para un nihilista como yo, el no disfrutar de lo único que en principio tenía constancia de que existiera, me parecía como mínimo absurdo. Ahora me encontraba ante lo que parecía la versión definitiva de un drama interior y la conclusión era que por sorprendente que fuera, no me sentía en absoluto asustado. En realidad, tal situación me parecía hasta interesante. Mi tiempo estaba decidido: a lo sumo un año y ello en el mejor de los casos, según se me había explicado.

Desde mucho atrás había descubierto con cierta desazón aquel bulto sospechoso, pero desde un primer momento había optado por la estrategia de ignorarlo por completo y más adelante, a mantenerlo en secreto el mayor tiempo que fuera posible. No me podía quejar. No me debía quejar. Después de una buena vida me había alcanzado el tiempo de la cosecha. De recoger lo sembrado. Únicamente temía al dolor. Pero para eso sí que existían remedios.

La brisa acarició con suavidad mi rostro. Y no lo digo como una metáfora. Literalmente sentí como si su mano invisible me acariciara con cariño. Ahora que estaba a punto de perder la vida me sentía como nunca parte de ella. Por primera vez, observé el mundo con una cierta sensación de alivio. También con algo de nostalgia. El cielo de un delicado azul pintado de nubes, el despreocupado ir y venir de los transeúntes en medio del otrora molesto bullicio hacia el cual me sentía ahora indulgente, la elegancia de algunos edificios, el encanto de aquella fuente que día y noche me refrescaba el oído con su musical cadencia… El más nimio detalle llamaba mi atención. Todo se había vuelto importante. En poco tiempo formaría parte del recuerdo de algunos. Luego me extinguiría para siempre. 

“Como tantos.”  —continué para mis adentros. Una sonrisa se dibujó en mis labios. Saludé amigablemente a un perrito que se acercó a olisquearme y sin perder aquella sonrisa, dispuesto a seguir a rajatabla las indicaciones del médico, me adentré en las que suponía iban a ser las últimas páginas del diario de mi vida. Sabía cuál debía de ser mi camino. La clave estaba en disfrutar del momento,

Viva —me había recomendado con vehemencia mi médico

Y sin perder una pizca de aplomo, salí a la vida.

Sin miedo.

Sergio Ruiz Afonso

Las virtudes del padre Lucas

Era un sacerdote muy admirado por su paciencia y sabias disertaciones con las  que, cada domingo, armado de la fe, encaramado en el decrépito púlpito de su iglesia, exhortaba, con voz segura,  a seguir el camino del bien a sus humildes y temerosos feligreses. Hombre culto, pero humilde. De ademanes refinados. Hombre del que no se conocía falta alguna. Ejemplo de vida para muchos. Para algunos un santo.

Aquella soleada mañana de Pentecostés, ensimismado en su sermón que versaba sobre el ejercicio de la muy recomendada virtud de la resignación,  no escuchó el imperceptible aviso, apenas audible, que le hubiera podido salvar del fatal desenlace. Fue un insignificante crujido, casi normal para aquella vetusta iglesia, que no detuvo su discurso. 

En el justo momento en el que hacía especial hincapié en la virtud de la paciencia, el leve crujido dio paso al estruendo y en medio del mismo, mientras la carcomida atalaya se venía abajo, las plácidas maneras del padre Lucas se transformaron en gritos y ademanes de cólera incontrolable. Sucedió apenas un segundos antes de que una  centenaria viga le aplastara la cabeza.

Sergio Ruiz Afonso