
Escribir sobre el dolor no es tarea fácil. No lo es cuando se ha de escribir acerca del dolor propio. Mucho menos cuando se trata del dolor ajeno. Penetrar en ese mundo oscuro, lleno de obstáculos aparentemente insalvables no es una tarea sencilla. Las pérdidas, los desengaños, agrietan los corazones aniquilando, a veces para siempre, los deseos de vivir o cualquier atisbo de esperanza y ¿qué es la vida sin esperanza? ¿cuál podría ser la fórmula que alentaría a sobrevivir en un mundo sin horizontes?
Me lo pregunto cada día que me encuentro con mi convecina: a su decir, la esposa casquivana. Tanto ella como su marido se pasaron media vida poniéndose mutuamente los cuernos, pero ella ha asumido ahora el peso de todas las culpas. Su nombre es Alicia, y yo para mis adentros la llamo Alicia en el País de las pesadillas.
Hoy me la volví a encontrar. Cabizbaja. Pensativa, como últimamente.
Desde que a su pareja se lo llevó la peste, prácticamente no habla con nadie. Algunos dicen que ha perdido la cabeza, pero yo creo que es que simplemente ha recubierto su corazón con una especie de mortaja. En su casa, con la mirada ojerosa y perdida, sosteniendo entre sus dedos esa calavera que encontró no sé dónde y a la que ahora le ha dado por llevar a todas partes, se pasa las horas suspirando y si le preguntas cómo se encuentra se te queda mirando con una mirada vacía que lo dice todo sin necesidad de palabras.
En la noche, cuando cree que nadie la escucha, la siento sollozar desconsoladamente y así permanece hasta ser vencida por el cansancio. Su vida se resume en una eterna pesadilla en la que no se advierte diferencia alguna entre el sueño y la vigilia.
No importa ya que su hombre fuera bueno o fuera malo. La muerte no redime a los vivos. Tan sólo a los muertos. Está convencida de que así espiará eso que ella llama «sus pecados», y no le teme a la muerte porque a su manera de ver, ya está en el infierno.
Escribir sobre el dolor no es tarea fácil. No lo es cuando se ha de escribir acerca del dolor propio. Mucho menos cuando se trata del dolor ajeno. Penetrar en ese mundo oscuro, lleno de obstáculos aparentemente insalvables no es una tarea sencilla. Las pérdidas, los desengaños, agrietan los corazones aniquilando, a veces para siempre, los deseos de vivir o cualquier atisbo de esperanza y ¿qué es la vida sin esperanza? ¿cuál podría ser la fórmula que alentaría a sobrevivir en un mundo sin horizontes?
Me lo pregunto cada día que me encuentro con mi convecina: a su decir, la esposa casquivana. Tanto ella como su marido se pasaron media vida poniéndose mutuamente los cuernos, pero ella ha asumido ahora el peso de todas las culpas. Su nombre es Alicia, y yo para mis adentros la llamo Alicia en el País de las pesadillas.
Hoy me la volví a encontrar. Cabizbaja. Pensativa, como últimamente.
Desde que a su pareja se lo llevó la peste, prácticamente no habla con nadie. Algunos dicen que ha perdido la cabeza, pero yo creo que es que simplemente ha recubierto su corazón con una especie de mortaja. En su casa, con la mirada ojerosa y perdida, sosteniendo entre sus dedos esa calavera que encontró no sé dónde y a la que ahora le ha dado por llevar a todas partes, se pasa las horas suspirando y si le preguntas cómo se encuentra se te queda mirando con una mirada vacía que lo dice todo sin necesidad de palabras.
En la noche, cuando cree que nadie la escucha, la siento sollozar desconsoladamente y así permanece hasta ser vencida por el cansancio. Su vida se resume en una eterna pesadilla en la que no se advierte diferencia alguna entre el sueño y la vigilia.
No importa ya que su hombre fuera bueno o fuera malo. La muerte no redime a los vivos. Tan sólo a los muertos. Está convencida de que así espiará eso que ella llama «sus pecados», y no le teme a la muerte porque a su manera de ver, ya está en el infierno.