Body Guard

Desde cuando había enviudado, Ángela, mi vecina de casa en el pueblo, empezó a recoger gatos perdidos. Primero fue un cachorro extraviado delgado y sin cola. Después una gatita embarazada que parió tres gatitos y, poco a poco, la familia felina se convirtió en colonia.
Los gatos vivían bastante aislados en el huerto de Ángela. Difícilmente se podían ver ni se podía uno acercar, tampoco acariciar. Lástima, porque a mí los gatos me han gustado siempre mucho.
Una mañana de principios de verano llegó él. Un joven gato de pelo negro brillante como un trozo de regaliz, ojos amarillos y bigotes impresionantes. Una pantera en miniatura. Desde el principio, demostró ser tierno y cariñoso. Se dejó abrazar y acariciar. Para Ángela fue amor a primera vista. Ni que decir tiene que yo también quedé fascinada por su encanto.
Negro, así lo bautizó Ángela, no se mezclaba con el resto de los gatos del huerto. Le gustaba estar cerca de Ángela y de mí.
Cada mañana, cuando oía abrirse mi ventana venía corriendo. Se dejaba besar, acariciar, después daba una vuelta por todo mi cuarto… Parecía inspeccionar que todo estuviera en orden. Después se iba ronroneando especialmente contento.
Lo mismo lo hacía por la noche aunque yo regresara muy tarde. Aparecía no sé por donde, hacía su inspección y se iba trotando feliz fagocitado por la oscuridad de la noche…


Iris Menegoz

La calle de los santos equivocados

Confieso que, en el inmenso mundo del arte, desde siempre fui partidaria de las «Anunciaciones». Especialmente de la figura de la Virgen. Siempre joven, sorprendida, asustada, obediente, pero nunca feliz. Como si supiera que aquel anuncio le iba a traer, antes o después, un sufrimiento.

Cuando vi por primera vez la «Annunciazione» de Lorenzo Lotto (1527), me pareció un poco rara. La pintura tenía una atmósfera anómala, misteriosa. Como si la historia que nos han contado desde hace siglos se estuviera desarrollando de manera diferente.
Antes de empezar esta historia, considero imprescindible ilustrar la escena donde se desarrolla.
Un cuarto oscuro, sencillo, un reclinatorio y un taburete de madera, una ménsula con algunos libros y una vela. Se vislumbra una cama entrecubierta por un baldaquín. El cuarto es muy largo y la puerta abierta termina en un arco desde donde se observa un jardín y un cielo azul y rosa. En primer plano, una joven preciosa con un traje estupendo rojo carmín y una bufanda azul de seda que le tapa en parte la cabeza y los hombros. A la izquierda, el Arcángel Gabriel con la melena rubia, un traje de seda azul, la piel blanca, los ojos grandes y un lirio blanco en la mano. En resumidas cuentas, un Arcángel precioso, un poco gordito, pero precioso. La única particularidad que lo distinguía de los clásicos Arcángeles eran las alas. En lugar de las comunes plumas suaves de miles de colores, tenía dos «cosas» grises y oblongas, más propias de un insecto raro que de un Arcángel de ese nivel.
—¡Que susto, hombre! —gritó la joven volviéndose con un sobresalto del reclinatorio donde estaba rezando.
En el mismo momento, también Micifuz, el tranquilo gordo gato de casa, se puso a correr con el pelo erizado, asustado por aquella presencia inesperada y un poco inquietante.
—Soy un ángel, o más bien un Arcángel, el Arcángel Gabriel —respondió él.
¡Ave, María Virgen! (ave es como decir hola, pero un poco más antiguo). Estoy aquí para anunciarte que tendrás un hijo.
—¿Otro? —dijo ella con voz asustada. — Para empezar, no me llamo María si no Raquel; segundo, no soy virgen porque tengo un marido, y por último, tengo tres hijos, tres varones terribles y ni hablar de engendrar otro. En mi modesta opinión, señor Arcángel Gabriel, usted se está equivocando.
—¡Dios personalmente me ha enviado aquí a Nazaret! —insistió él. — ¿Estamos en Nazaret verdad?
—Sí, señor Gabriel, —respondió Raquel.
—¿Esta es la Calle de los Santos Equivocados?
—¡Sí señor Gabriel! —asintió ella.
—¿Estamos en el número 12? —preguntó él con voz un poco temblorosa.
—Me temo que no, señor Gabriel. Este es el número 21. Pero conozco una joven que se llama María, mujer del carpintero que vive en el numero 12 —anunció Raquel un poco divertida.
De repente, encima del gran arco de la puerta, detrás de una nube blanca como la nata, se asomó la imponente figura de un viejo vestido de rojo carmín, con larga barba y melena de plata. Con un brazo tendido y amenazador emitió un grito tremendo como un trueno.
—¡GABRIEL! ¿qué diablos estás haciendo? ¡Pide perdón a la señora Raquel y concluye tu misión! Te estás volviendo viejo. Ya sabía yo que no tenía que confiar en ti. La próxima vez se lo pido a Miguel que es más joven y un poco más espabilado.
¡Los Arcángeles de hoy en día no son como los de antes!


Iris Menegoz

Dos Microrrelatos de Iris Menegoz

FIESTA

Cuando hacemos el amor tu tienes los ojos cerrados.
Tu boca apretada como cicatriz de una vieja herida
revela el hilo de tu aliento caliente.
Sólo tus manos grandes de arena seca reconocen a mi cuerpo.
¡Mírame por Dios! Mírame mi amor y será una fiesta.

OTRA MITAD

Ser dos.
Morir dos veces.
Sentir el dolor al cuadrado.
Ser dos. Y de repente ser uno.
Acostumbrarse a cerrar los ojos cuando en el espejo roto aparece un fragmento de tu cara.
Ser uno.
Fuimos dos.
Establecer contigo una paz inmensa, definitiva como la muerte.
Ser uno.
Una sombra pequeña en el espacio onírico de un sueño.


Iris Menegoz

Silvio

Llovía a cántaros aquella mañana de abril de 1954.
Silvio, aún no tenía quince años, cuando dejó su casa de camino a la estación de tren, a 1 kilómetro.
Alto, delgado, rubio, con ojos azules, inconscientemente guapo. Una mirada severa y grave ocultaba su cara adolescente.


Era su primer viaje, sus primeros pantalones largos. En su maleta de cartón, entre sus pocas cosas, dos chaquetas de algodón blanco, su uniforme de camarero.
A lo largo de la calle se acercaban hombres del pueblo que tomaban desde hacía años aquel tren hacia Venecia. Se marchaban en abril y volvían en octubre al acabar la temporada de los hoteles de lujo. Charlaban, chismeaban, difundiendo en el aire el olor de tabaco fuerte y del primer café con aguardiente. De manera afable, tomaron el pelo a Silvio, en parte para animarlo, en parte para hacer que se sintiera como uno de ellos.
En el tren había quien jugaba a las cartas, quien hablaba de la familia y de los campos dejados en el pueblo.
Silvio cerró los ojos fingiendo dormir. No tenía ganas de hablar. Había dejado su casa sin gran emoción, enredado por el ansia de encarar su primer desafío con la vida. Desde que un cáncer, dos años atrás le había robado a su madre, en su corazón no había sitio para otro dolor.
-!Duerme! -dijo el hombre sentado en frente de Silvio- !Qué suerte! No tiene miedo, no sabe lo que lo espera. ¡Dejémoslo dormir! Efectivamente, Silvio no sabía nada de lo que la vida le guardaba. Cuántos continentes, cuántas naciones, cuántas lenguas diferentes. Sobre todo, no podía imaginar que habría vuelto a aquel pueblito del Noreste sólo sesenta años después.


Relato breve, ganador del concurso literario del Día del libro  2019 (segundo premio) organizado por el Instituto Cervantes de Milán


Iris Menegoz