
All articles filed in Tapañol 28-9-22 El miedo

Miedo

Estoy celebrando mi 80 cumpleaños, nunca pensé que llegaría hasta aquí. A orillas de un mar fantástico, respiro el olor a sal que tanto me gusta, con toda mi familia: marido, hijos, nietos y mi mejor amiga que me cogió de la mano el primer día de escuela mientras lloraba. También nos acompañan los dos perros que adoro por todo el amor que solo ellos saben dar.
¿Realmente estoy bien? He recibido regalos, flores, buenos deseos; me siento feliz, pero de repente siento una punzada, un escalofrío, ¿es miedo? Pienso que me quedan pocos años, me gustaría hacer muchas cosas, la vita me gusta.
Miro a mi esposo y trato de recordar cómo fue cuando nos casamos hace 56 anos y lo enamorados que estábamos.
También miro a mi amiga, era muy hermosa y sobre todo transgresora, ¡cómo nos divertíamos juntas! Ahora es vegetariana, ecologista, metódica, en fin, perfecta, pero ya no es ella.
Lo más triste es que a mis hijos les están empezando a salir mechones blancos, me pare e imposible que envejezcan también.
Todo a mi alrededor ha cambiado, pero dentro de mí siempre siento lo mismo.
Finjo ser feliz para no defraudar a los que amo, pero la sensación de miedo no desaparece, la siento por todo mi cuerpo.
La fiesta se acaba, ha sido como quería, gracias a mi familia. Me pregunto: «¿qué me deparará el futuro? Vamos, tal vez todavía puede pasarme algo bueno.
Mi esposo me toma de la mano y siempre siento el mismo calor, mi nieta de 6 años me abraza y pienso que si llego hasta los 90 la veré crecer también.
Leda Negri

La maldita herencia del murciélago chino

—¡Por fin! —dijo Gabriela, tirándose sobre el asiento del coche. Se cubrió los ojos con las manos: le dolían de una forma rara, como si dos agujas los traspasaran.
Sintió la sospecha otra vez: no podía ser. No, no podía ser.
Acababa de pasar una hora charlando con su amiga Patricia, tomando un helado, algo que debía ser agradable, pero… esa cefalea que le taladraba la cabeza le parecía demasiado para ser un simple resfriado, ese dolor agudo que desde el cuello se deslizaba hacia los hombros y la espalda… La sospecha se hizo temor.
Encendió el coche, salió del aparcamiento del centro y se dirigió hacia casa.
Ahora el miedo le revolvía el estómago. Así que esa maldita herencia del murciélago chino, que con sus metamorfosis a lo largo de más de dos años había angustiado y encerrado el mundo, ¿ahora le tocaba a ella? Y si fuera así…
— Patricia, hoy —pensó — y ayer la comida con Pablo y Manuela. Y el otro día mi prima Francisca, Pedro y Gabriel. ¿A cuántas personas podría haberle transmitido la maldición del murciélago?
Pero sobre todo a su padre, tan viejo y ya magullado por otras enfermedades.
Cuando era niña, a Gabriela le daban terror los murciélagos, sus alas babosas y asquerosas: creía que se le podían pegar al pelo, o a la cara. Una noche de verano –tendría siete, ocho años- por la ventana de su habitación había entrado un murciélago, había dado varias vueltas sobre su cama y luego se había escapado, quizás después de una decena de segundos, que a ella le habían parecido horas. Gabriela había empezado a chillar, a llorar, pero el abrazo de su padre, la placidez de su voz la habían sosegado, le habían quitado los prejuicios sobre el murceguillo. Papá le había acariciado el pelo y la niña se había dormido.
Gabriela aparcó el coche el garaje. — Es sólo un golpe de frío— se dijo. Pero los dolores serpeaban por todo el cuerpo. Entró en casa, vio en el espejo su cara pálida de miedo o quizás de indisposición.
Se midió la fiebre: tenía casi 38.
La garganta se cerró, las manos empezaron a temblar.
El tampón resultó positivo y ella se transformó en un murciélago.
Silvia Zanetto

El árbol exclusivo

Domingo. Otro día completamente vacío. Ya sé que me sentiré demasiado mal puesto que no tengo, o no quiero hacer nada. Han transcurrido tres semanas desde que me encerraron aquí, en esta habitación. ¿Por qué estoy aquí? Tal vez porque la vida me parece una enorme confusión, llena de amenazas, pandemias, cambios climáticos, guerras. Mejor estar encerrado. Vale, pero después se apodera de mí la inquietud por el tiempo que pasa, que se va sin que yo reaccione.
Quizás tendría que salir al jardín. Pero no, mejor que no. El miedo al monstruo desconocido que está afuera me aplasta.
Soy escritor, tendría que volver a escribir. Pero no, no quiero escribir.
Quisiera dormir mucho para evitar la angustia de la realidad. Pero no, mejor que no. No puedo dormir, el sueño me da miedo y luego tendría que despertarme. No, mejor que permanezca despierto. Tomo otro café, ya he tomado tres. Mejor que me enfrente a otro día, muy fatigoso, complicado, pero real. Por lo contrario, dormir es escapar de la realidad o, mejor dicho, encontrarme en algo no real, incluso una pesadilla.
Efectivamente todo empezó aquella noche en que las ramas de los árboles del jardín se chocaban entre sí, bajo la furia del viento, golpeando la ventana. Parecían llamarme. A pesar del miedo, me asomé y escuché. El viento traía voces diferentes. Algunas pertenecían a animales, otras a niños y una, aunque no podía estar seguro, pertenecía a … ¡¿un árbol!? “Tienes que buscarme, soy el árbol exclusivo” Pregunté: “¿qué quieres decir con el árbol exclusivo?”. “Tú mismo te darás cuenta al encontrarlo y entonces comprenderás”.
No sé por qué, pero a pesar del miedo, por fin conseguí salir y me adentré en la reserva natural que costeaba la playa. El viento se había detenido y todo estaba silencioso, de no ser por el leve ruido de las olas. La luna estaba creciendo, al horizonte, salía del mar, roja, sangrienta, parecía el sol, palideciendo a medida que se elevaba en el cielo. Mientras tanto, ni rastro del árbol exclusivo. De pronto, al mirar hacia el estanque donde solían nadar las nutrias, vi a una joven con un largo vestido blanco que se sumergía lentamente, el agua acariciando suavemente sus piernas, sus muslos. La joven avanzaba. El agua era como un abrazo alrededor de su pecho, llegando a su cuello. Empieza a nadar, pero algo pasa. Se sumerge y no reaparece. Yo que no nado, yo que me ahogo, me quedé paralizado, sin hacer nada. Por fin salió a la superficie. “¿Qué haces aquí a esta hora?”. “Estoy buscando un árbol”. “Vamos entonces, te ayudaré, sé de qué estás hablando”. Después de un largo camino en la reserva me señaló un árbol con varios agujeros, donde se escondían murciélagos, bichos y distintos animalitos. Todos parecían felices. Decidí quedarme allí yo también, al amparo del árbol exclusivo, que se había convertido en mi madriguera. Antes de que pudiera agradecérselo, la chica se había ido. Permanecí en el hueco del árbol unos días; sorprendentemente allí el miedo había desaparecido. Pero, puesto que me estaban buscando, por fin me encontraron y me trajeron aquí, en esta habitación donde a veces lloro y a veces río y donde la mitad de mi cerebro está aplastada por el miedo a vivir y la otra está fuera, buscando emociones.
Raffaella Bolletti

El miedo está al final del camino

La noche sería larga y el camino también. Intentaba resistir al sueño. El brillo de los faros de los coches que se me cruzaban me mantenía despierto. Conducía un viejo Pontiac americano largo como un barco, o mejor dicho se conducía a sí mismo, había embragado el control automático de la velocidad en el máximo permitido, 70 millas por hora.
No podía dejar de pensar en Elizabeth, Dios mío, qué hermosa estaba esa noche. Su melena de pelo negro rodeaba un rostro hermoso con unos trazos muy finos que se iluminaban con una sonrisa insoportable. Casi no se notaba su largo vestido rojo, que ocultaba lo menos posible sus generosos pechos y descubría sus interminables piernas con dos largas ranuras que se detenían sobre el pubis. Imaginaba que seducida, ella le saltaba al cuello, anudaba sus piernas alrededor de su cintura y que ningún obstáculo impedía el acceso a su pequeña gruta húmeda de deseo.
De repente vio a lo lejos dos faros que se encontraban demasiado a la derecha. Frenó incierto, la automática se desenganchó, pero no sabía qué hacer. Detenerse no podía, en este lugar no había cinta de parada de emergencia. Era un vehículo en sentido contrario, lo veía ahora y llegaba a toda velocidad, por el lado izquierdo. Se inclinó hacia el carril de la derecha, pero el otro lo hizo también.
«Horror, me va espolonear», no pude evitar pensar en mi deseo desenfrenado por Isabel y el choque ocurrió, terrible, no recuerdo nada más.
Cuando me desperté, busqué a mi alrededor los dispositivos de la clínica, las botellas para la infusión, el monitor de control cardíaco, nada. Estaba en mi cama, mi esposa entró.
— Llegaste temprano, bebiste demasiado. ¡Qué idea también ir al cumpleaños de tus colaboradores! Un día acabará mal.
Jean Claude Fonder

La clave

— Lo siento —me espetó sin apenas pestañear. Sus ojos miopes fijos en los míos— No existen alternativas.
— ¿Ninguna? — le interrogué sin apenas mostrar emoción.
— Nada. —me respondió negando con la cabeza para enfatizar aún más sus palabras.
— Intente arreglar sus asuntos pendientes —me exhortó con tono grave— Viva.
Así terminó la breve conversación. Le estreché con vigor su mano tendida a la vez que me incorporaba. El doctor me siguió con la mirada todavía un rato más. Antes de salir le miré nuevamente a los ojos sin pronunciar palabra. Luego, cerré tras de mí la puerta de su despacho.
El mundo no era ya el mismo que veinte minutos antes, que fue lo que duró la consulta. Ciertamente es que no había habido mucho más que decir. Solamente aquella escueta aunque, para cualquiera, devastadora noticia. No sentía temor. Sólo silencio y aceptación, quizá también algo de vacío, ante lo implacable de la sentencia: cáncer, tal y como esperaba.
Mientras me dirigía hasta el ascensor me dediqué a sopesar los pros y los contras de mi nueva circunstancia: “Es mucho más tiempo del que han dispuesto otros.” —razoné en primer lugar para quedar a continuación ensimismado. “Y tampoco es para tanto.” —concluí después de la breve pausa, a la vez que, en un casi imperceptible gesto, me encogía de hombros.
El elevador abrió sus puertas en la planta baja y saliendo del mismo sin decir palabra, me deslicé entre la gente que transitaba por los pasillos del hospital como si fuera un fantasma. Ellos me ignoraban a mí, y yo, enfrascado en mis pensamientos más profundos, también a ellos.
Como un autómata, salí a la calle y una vez en el exterior respiré tan hondo como pude. “Ahora eres tú el protagonista.” -me dije mientras apretaba los labios.
Nadie sabía nada de mí. Para el mundo yo era otro mortal más. Con sus pequeñas preocupaciones cotidianas, como todos. Un vendedor de lotería le decía en aquel momento a su cliente que lo miraba con cierta resignación:
— Lo siento, no habido suerte. Siga intentándolo.
Y yo pensé: “que sabrá este lo que es tener o no suerte”
Supongo que cuando uno fantasea en la distancia sobre su propia muerte puede incluso imaginarse enfrentándola con un comportamiento romántico, teatral, casi heroico. Pero cuando sabe que es justo a la vuelta de la esquina donde de seguro le está esperando la de la guadaña, sus pensamientos y reacciones son más prosaicos. Mucho menos grato de observar. Puede ser que este fuera mi caso, pero muy lejano de mi más que masticado propósito: el encarar aquellos instantes finales sin perder ni un ápice de dignidad. Incluso con elegancia. Tal era mi deseo. Al fin y al cabo, y como decía Sófocles: la muerte no es el más grande de los males; aún peor es querer morir y no poder hacerlo.
Había recreado esta escena infinidad de veces. En todas ellas la reacción ante la noticia había sido muy diferente. En algunas, me había puesto a llorar; en otras, había pensado incluso en el suicidio. Tampoco me hubiera parecido una reacción muy incongruente la decisión de no prolongar un dolor inútil. Pero no era ese en absoluto mi estilo. Para un nihilista como yo, el no disfrutar de lo único que en principio tenía constancia de que existiera, me parecía como mínimo absurdo. Ahora me encontraba ante lo que parecía la versión definitiva de un drama interior y la conclusión era que por sorprendente que fuera, no me sentía en absoluto asustado. En realidad, tal situación me parecía hasta interesante. Mi tiempo estaba decidido: a lo sumo un año y ello en el mejor de los casos, según se me había explicado.
Desde mucho atrás había descubierto con cierta desazón aquel bulto sospechoso, pero desde un primer momento había optado por la estrategia de ignorarlo por completo y más adelante, a mantenerlo en secreto el mayor tiempo que fuera posible. No me podía quejar. No me debía quejar. Después de una buena vida me había alcanzado el tiempo de la cosecha. De recoger lo sembrado. Únicamente temía al dolor. Pero para eso sí que existían remedios.
La brisa acarició con suavidad mi rostro. Y no lo digo como una metáfora. Literalmente sentí como si su mano invisible me acariciara con cariño. Ahora que estaba a punto de perder la vida me sentía como nunca parte de ella. Por primera vez, observé el mundo con una cierta sensación de alivio. También con algo de nostalgia. El cielo de un delicado azul pintado de nubes, el despreocupado ir y venir de los transeúntes en medio del otrora molesto bullicio hacia el cual me sentía ahora indulgente, la elegancia de algunos edificios, el encanto de aquella fuente que día y noche me refrescaba el oído con su musical cadencia… El más nimio detalle llamaba mi atención. Todo se había vuelto importante. En poco tiempo formaría parte del recuerdo de algunos. Luego me extinguiría para siempre.
“Como tantos.” —continué para mis adentros. Una sonrisa se dibujó en mis labios. Saludé amigablemente a un perrito que se acercó a olisquearme y sin perder aquella sonrisa, dispuesto a seguir a rajatabla las indicaciones del médico, me adentré en las que suponía iban a ser las últimas páginas del diario de mi vida. Sabía cuál debía de ser mi camino. La clave estaba en disfrutar del momento,
Viva —me había recomendado con vehemencia mi médico
Y sin perder una pizca de aplomo, salí a la vida.
Sin miedo.
Sergio Ruiz Afonso
Salir del tiempo

Él necesitó crear un país para no salir de él y así nunca más tuvo miedo al esfuerzo de vivir. En ese país nunca hubo problema, pero tampoco había nadie y enfermó.
Demasiada paz y después entro una nube negra, me dijo.
En silencio seguí escuchando.
Las personas sanas no suelen acordarse de visitar a los enfermos, me parece lo normal, es triste la habitación de un hospital. Poco puedes hacer y menos cuando el paciente, “nunca mejor dicho” no tiene ganas de hablar.
Todos nos ocupamos, estamos haciendo nuestras cosas, en nuestra vida, con gente sana.
Alguna persona entra y sale para cuidarte, pero la estancia sigue vacía y gigantesca. El mejor lugar para estar cuando realmente necesitas serenidad.
Todos tenemos miedo cuando fuimos niños, hicimos un esfuerzo enorme durante meses, pero tú eras el que sentía la soledad de levantar la cabeza, el esfuerzo de ponerte en pie, lo difícil que era entonces caminar, tan difícil como ahora para mí estar. Tan solo estar.
Intento explicarte desde tu mirada la mía, a ti, amigo, al que te pido ayuda.
Asentí con la cabeza mientras le dije que ya me había explicado lo que tenía que hacer. Sabía que éramos uno. Lo escucho atentamente. Sé que son importante sus palabras.
Aprendí todo con la dificultad propia de la vida y entonces no era un trabajo llegar a la adolescencia, terminar la carrera, llegar al despacho, caminar y hasta correr bajo el sol, eran etapas. La vida era sencilla, pero los escalones eran muy altos y los subí.
Ahora no puedo elevar mi alma, las nubes también son grises y la mayoría de las veces miro y veo un agujero, un pozo oscuro y profundo.
Estás tan lejos, Nada hay más terrorífico que poder caminar, poder hablar, pero no me salen las palabras, podría, pero es tan largo el camino.
En este momento me da miedo darme la vuelta en la cama porque algunas veces cuando me acerco al borde comienzo a ver un mundo aún más gris. Si, es el miedo a una mayor tristeza.
La tristeza más profunda que además nadie entiende.
La oscura fortaleza de la soledad y la ingravidez comenzó cuando me di cuenta que tenía que
seguir aquí, con el terror de estar vivo entre mis venas. Quisiera sacar el tiempo para no soportar el dolor que me causa vivir.
Gracias. Dijiste que me ayudarías, te expliqué como. Hazlo
Blanca Quesada

Miedo

Cuando Laura se despertó se encontró sumida en la oscuridad más profunda, no había ninguna diferencia si tenía los ojos abiertos o no, cuando probó a moverse se dio cuenta de que estaba atada y amordazada, momento en el que comprendió lo que era sentir miedo verdaderamente. El miedo que no te permite respirar bien y te hace temblar. Recordó que estaba volviendo a casa cuando un coche se puso de través obligándola a frenar y después no recordaba nada más. La habían raptado, un peligro siempre presente en ese rincón de África donde ejercía de médico. De repente se abrió la puerta y un hombre con la cara cubierta le dijo que lo siguiera.
Llegó a una habitación con un camastro donde estaba un hombre herido al que querían que curara. Si lo hacía, la dejarían libre. Vio que habían traído su maletín con sus instrumentos, diciendo que lo sujetaran porque iba a sufrir tomo el bisturí. Mientras sentía miedo de no conseguir hacerlo y que la infección se hubiera propagado en modo imparable, empezó a abrir la herida para extraer el proyectil. Consiguió extraerlo, limpió, desinfectó y vendó la herida. Ahora, les dijo, había que esperar y pidió agua limpia y tela para ponerle en la frente y favorecer así que bajase la fiebre. Le trajeron lo que había pedido y la dejaron con el herido que ella había reconocido como uno de los cabecillas de la guerrilla que había tenido un enfrentamiento con el ejército el día anterior.
Pasaron algunas horas en las que tuvo un miedo tremendo. Por suerte la fiebre bajó y cuando volvieron para ver como estaba lo encontraron despierto y le pidieron que les enseñara cómo tenían que curarle la herida y que la dejarían libre.
Algunas horas después la llevaron cerca de su casa. De esa terrible experiencia había aprendido como era el verdadero miedo, y sabía que desde ese momento las cosas que podían asustarla eran muy pocas.
Gloria Rolfo

Miedo

Vas por una calle sórdida, las escasas bombillas iluminan apenas el asfalto con baches, fango, hay basura por doquier… En el cruce, a lo lejos, ves figuras que se escurren entre los edificios, ¿estará alguien al acecho detrás de la esquina?
Te corre por las venas un estremecimiento, te enfría el estómago y entorpece tus manos. Pero no te rindas, tú eres más fuerte, ¡que no te congele el aliento! Siente fluir la vida por las narices, llénate de prana salvadora, extiende tus crispados miembros y endulza tu rostro.
Acuérdate de que eres cintura marrón de karate, además, llevas en el bolsillo el talismán que te dio el chamán. No podrán hacerte daño.
Maria Victoria Santoyo Abril
