Casas

Ante la puerta, el viejo felpudo pelado y lleno de hilitos que se iban deshaciendo, rezaba: ¡Bienvenidos!

Al entrar por primera vez en el apartamento, junto al propietario que explicaba lo bueno que sería vivir allí, Marta percibió un extraño olor, una mezcla de desinfectante y polvo rancio. Mientras el propietario seguía enumerando elogios, como estar dentro del bloque de apartamentos y no tener ventanas que miraran a la calle, sino sólo al patio y poder así disfrutar del silencio, sin el estrés del ruido del tráfico, Marta pensaba que sí, todo estaba tranquilo, pero tal vez demasiado silencioso y además ¿qué sentido tenía ese pasillo tan largo? Por supuesto todo tenía una respuesta lógica, “Ya verá cuando usted tenga hijos y haga mal tiempo, cómo disfrutarán correteando por el pasillo” dijo el propietario. Marta ya estaba pensando en el vecino de abajo, en cómo disfrutaría él con las correrías de sus hijos. El propietario seguía indicando los cuartos. Casi al final del pasillo había una habitación con las paredes pintadas de color rojo púrpura y una raya enorme de pintura negra. Algo que a Marta le pareció bastante inquietante. Por eso preguntó al propietario si había alguna razón para ese color de paredes. Respondió que sí, que las había pintado de rojo después de que su padre se ahorcara en el sótano. Aún más inquietante. Finalizada la visita al piso Marta se despidió y dijo que hablaría con su marido y tomarían una decisión.

Otra casa con muerto. Tenía recuerdos de casas con muertos. Se acordó de la tía Francisca. Se acordó del cuerpo del marido de su tía en la cama, esperando a la empresa funeraria y de cuando solía pasar unos días en esa pequeña casa de dos plantas, en la planta baja estaba la cocina y por una escalera estrecha y empinada se subía a la primera planta donde había un dormitorio y un cuarto de baño. La casa prácticamente consistía sólo en lo esencial. La tía de Marta trabajaba de camarera y portera de una adinerada familia milanesa que pasaba las vacaciones en su villa en un pequeño pueblo del lago de Como. Marta pasaba la mayor parte del tiempo en el balcón de la habitación, desde donde podía ver el lago. Siempre que se quedaba allí, oía la voz del difunto marido de su tía contándole su vida. Todo esto no la asustaba, sus abuelos le habían enseñado que las casas son como esponjas, lo absorben todo y luego lo devuelven a las personas que viven en ellas, y que los espíritus de quienes las habitaban allí permanecen. En efecto, incluso en casa de sus abuelos había visto muertos en sus camas, e incluso allí había oído sus voces hablándole. Entonces, hablaría con su marido, le contaría lo del ahorcado en el sótano y de las paredes rojas, intentaría convencerle para que compraran esa casa porque, además de que le gustaba mucho, tenía curiosidad por oír lo que el difunto le diría.

Raffaella Bolletti

La vieja llave

Tengo muy claro por qué estoy aquí, tumbado en esta especie de cama, intentando conciliar el sueño. Mis pensamientos me lo impiden; el día ha transcurrido como cualquier otro, nada nuevo, nada diferente. Le sigo dando vueltas una y otra vez en mi cabeza, como si fuese una película… Iba conduciendo el coche por esa avenida arbolada; era el coche de mi padre y lo había tomado sin que él lo supiera. Estábamos solos Pablo y yo, cantábamos a todo pulmón. De repente el coche derrapó y chocó con violencia contra un árbol. Yo no me hice mucho daño, solo me rompí el brazo derecho. Pablo, en cambio, se golpeó con la cabeza en el parabrisas rompiéndose también el hombro; estuvo en coma durante tres meses. No sobrevivió. Yo no tenía el carné de conducir. Mis padres me habían puesto la cabeza como un bombo con eso de sacarme el carné, pero yo no quería gastar tiempo en una autoescuela, ya sabía cómo conducir un coche, lo había aprendido con mi amigo Pablo.

Me explicaron que cuando alguien comete un delito y la justicia actúa, el culpable es condenado, y cumplirá su pena encerrado en algún sitio. Entonces me entregaron los documentos oficiales de la Policía Judicial y del Juez relativos a mi crimen, comunicándome que a tenor de lo que establecía el Código Procesal Penal “Quien cause culpablemente la muerte de una persona en violación de las normas de tráfico será condenado a una pena de prisión de dos a siete años», me iban a encerrar en esta celda, en esta vieja cárcel. Para mí se cerró el cielo y empezó la oscuridad. Recuerdo que el carcelero recorría los pasillos para comprobar si en las pequeñas celdas todo estaba tranquilo. El silencio total sólo se interrumpía por el sonido metálico y algo lúgubre de esas grandes llaves de hierro, que colgaban de su cinturón golpeándose entre sí. Un sonido que nunca olvidaré. Cumplí mi condena de cinco años de cárcel, y el día que salí el carcelero vino a saludarme y me dijo “Te deseo que atesores esta mala experiencia y, para que no la olvides, te regalo esta vieja llave un poco oxidada. Es la de tu celda.”

Ahora tengo 45 años y soy funcionario de prisiones. Las puertas de las celdas ya no se abren con llaves de hierro, sino con dispositivos electrónicos, pero siempre llevo conmigo la vieja llave oxidada, colgando de mi cinturón. Hay muchas llaves en la vida de cada ser humano, cada uno tiene la suya. La mía no es una llave de música o de literatura, la mía es una vieja llave de hierro.

Raffaella Bolletti

La Carta

Lady with her Maid holding a Letter – Johannes Vermeer

Todo había empezado desde que Jorge se había marchado, de repente, quién sabe dónde, sin ninguna explicación. Inés había perdido una parte importante de sí misma, le parecía que algo había muerto en su corazón, algo había dejado de existir. Le parecía que las vidas de los demás seguían fluyendo con normalidad mientras que ella se sentía como si viviera en una extraña realidad. Ni siquiera salía de su casa.

La última carta llegó puntualmente a las once de la mañana de aquel 3 de diciembre de 2021, exactamente como las cartas anteriores. Su hermana se la entregó mientras Inés estaba sentada en la silla, cerca del viejo escritorio que había pertenecido a su abuela. Había abierto el cajón y sacado el manojo de sobres, atados con una banda elástica, que parecía estar esperándola. Por supuesto ya conocía bien lo que iba a pasar. Desde hacía casi dos años recibía una carta cada 15 días. Manuscritas y todas iguales. Ninguno de los sobres llevaba matasellos. En la parte superior derecha estaba la fecha, en el lado izquierdo estaba “Queridísima Inés” y una firma ilegible en la parte final de la página. No había texto, solo un gran espacio en blanco.

La primera llegó el 3 de enero de 2020. ¿Una provocación? ¿Un admirador secreto, demasiado tímido? ¿Un amenazador, alguien tratando de volverla loca? No. Inés estaba segura de que conocía al no-escritor anónimo.

Esta vez Inés, antes de poner la carta en el cajón, decidió escribir alguna respuesta “¿Pero a quién vas a escribir, Inés?” Le dijo una voz en su cerebro. “No me hagas preguntas, por favor, déjame en paz, pues no es un asunto tuyo”. Y suponiendo que las cartas procediesen de su amado, Inés empezó así:

Madrid, 18 de diciembre de 2021

Queridísima Ines,

intenté escribirte muchas veces, sin conseguirlo. Quizás por vergüenza.

Me fui como un ladrón, dejándote así, sin explicación alguna. La verdad es que otra persona me robó el corazón, y me convenció para que huyera. No puedo pretender tu perdón, solo sería feliz si tu pudieras empezar de nuevo una nueva vida sin mi presencia. Atesora los maravillosos días que pasamos juntos y borra la tristeza, si quieres enfadarte con alguien hazlo conmigo, incluso insúltame si quieres.

Jorge

Puso la carta en el sobre, escribió la dirección y el día siguiente, entregó el sobre cerrado a su hermana para que lo llevara a la oficina de correos para el envío.

Unos quince días después, llegó otra carta. Al abrir el sobre Ines por fin se dio cuenta de lo que iba pasando desde mucho tiempo. Su incapacidad para aceptar la realidad, el hecho de que Jorge se hubiera ido se había convertido en una neurosis que la había llevado a intentar escribirse cartas a sí misma haciéndose pasar por Jorge. Ahora, por fin, se había dado cuenta de que el pasado no se podía cambiar. Tenía que reanudar su vida pensando en el futuro. No más cartas. Sólo mensajes de Whatsapp.

Raffaella Bolletti

Ladrón

SALVADOR DALÍ (1904-1989) – La persistencia de la memoria (1931)

“Papá, trata de no distraerte”, dice Felipe. “He encontrado algo que te puede interesar y quisiera interpretarlo para ti como si fuera en actor.” Y así, sentado en su sillón favorito, Javier escucha a su hijo, que empieza a leer:

“La vida nunca fue fácil para mí. Nunca he sido completamente feliz. Mis padres me procrearon sin amor y yo nací bajo una mala suerte. No he podido estudiar porque se necesitaba la ayuda de todos los componentes de la familia para que la actividad de mi padre, el cultivo y el manejo de la viña, pudiera seguir funcionando. Mi hermano menor se hizo sacerdote, no por vocación, sino para poder estudiar.

Todos decían que era un hombre guapo. No sé. La verdad es que nunca me he fijado en esas cosas, aunque probablemente esto me ayudó a tener algunas novias muy hermosas. Las mismas que al enterarse de que no estaba rico y no poseía mi propia casa, me dejaban por otro. Aun sabiendo que la verdadera riqueza no se encuentra en el dinero, el echo de estar solo me causó una depresión. Un día encontré a Lucia y fue amor a primera vista. Nos casamos unos meses después de conocernos. A ella no le importaba compartir la casa con mis padres. De nuestra unión nacieron dos hijos Juan y Felipe. Al morir mi padre yo no fue a la altura de seguir los viñedos, y todo se fue al infierno. En el pueblo se sabía que, puesto que lo había perdido todo, necesitaba ganar algo para vivir y los vecinos me ofrecían pequeños trabajos.

En el centro del pueblo había una pequeña tienda, de esas que venden cualquier cosa, desde alimentos hasta juguetes y ropa. Es allí que compraba lo poco que mi familia y yo necesitábamos. El dueño, Pablo, cuando yo no tenía ni un duro, se fiaba de mí y me hacía crédito.

Un día frío de enero, fui a hacer la compra, y mientras Pablo preparaba la cuenta de cuánto tenía que pagar, hice algo que no debería; tomé dos paquetes de mantequilla artesanal, que en aquellos tiempos era considerada como un bien de lujo cuyo precio estaba por las nubes, y los escondí en los bolsillos de los pantalones. Por supuesto, Pablo se había dado cuenta de lo sucedido y en vez de enfadarse conmigo, me invitó a sentarme un momento y hablar. Me ofreció un vaso de vino tinto y una silla casi pegada a la estufa, que estaba encendida por el gran frío. Es evidente que, con el calor de la estufa, la mantequilla comenzó a derretirse y yo intentaba levantarme para irme, pero Pablo me obligaba a sentarme de nuevo. Por fin la mantequilla se derritió por completo entre mis piernas dejando una gran mancha grasienta en los pantalones. Sólo en este momento Pablo me permitió salir. La vergüenza me persiguió durante mucho tiempo”.

Bien, dijo Felipe, ¿te acuerdas papá? Son cosas que escribiste hace décadas.

¡Ay, Felipe!, le contesté, solo ahora me acuerdo, y solo porque me lo leíste. Ese pobre chico era un ladrón insignificante. Había robado para su familia. Yo conozco a uno muy poderoso. Es un ladrón que te roba la memoria, escondiendo tus recuerdos detrás de una puerta que no puedes abrir. Es un ladrón silencioso y astuto, que ataca cuando menos te los esperas y que te deja algo que parece sólo una larga página blanca, donde no hay ni un solo recuerdo. Ese ladrón se llama tiempo.

Raffaella Bolletti

El árbol exclusivo

Domingo. Otro día completamente vacío. Ya sé que me sentiré demasiado mal puesto que no tengo, o no quiero hacer nada. Han transcurrido tres semanas desde que me encerraron aquí, en esta habitación. ¿Por qué estoy aquí? Tal vez porque la vida me parece una enorme confusión, llena de amenazas, pandemias, cambios climáticos, guerras. Mejor estar encerrado. Vale, pero después se apodera de mí la inquietud por el tiempo que pasa, que se va sin que yo reaccione.

Quizás tendría que salir al jardín. Pero no, mejor que no. El miedo al monstruo desconocido que está afuera me aplasta.

Soy escritor, tendría que volver a escribir. Pero no, no quiero escribir.

Quisiera dormir mucho para evitar la angustia de la realidad. Pero no, mejor que no. No puedo dormir, el sueño me da miedo y luego tendría que despertarme. No, mejor que permanezca despierto. Tomo otro café, ya he tomado tres. Mejor que me enfrente a otro día, muy fatigoso, complicado, pero real. Por lo contrario, dormir es escapar de la realidad o, mejor dicho, encontrarme en algo no real, incluso una pesadilla.

Efectivamente todo empezó aquella noche en que las ramas de los árboles del jardín se chocaban entre sí, bajo la furia del viento, golpeando la ventana. Parecían llamarme. A pesar del miedo, me asomé y escuché. El viento traía voces diferentes. Algunas pertenecían a animales, otras a niños y una, aunque no podía estar seguro, pertenecía a … ¡¿un árbol!? “Tienes que buscarme, soy el árbol exclusivo” Pregunté: “¿qué quieres decir con el árbol exclusivo?”. “Tú mismo te darás cuenta al encontrarlo y entonces comprenderás”.

No sé por qué, pero a pesar del miedo, por fin conseguí salir y me adentré en la reserva natural que costeaba la playa. El viento se había detenido y todo estaba silencioso, de no ser por el leve ruido de las olas. La luna estaba creciendo, al horizonte, salía del mar, roja, sangrienta, parecía el sol, palideciendo a medida que se elevaba en el cielo. Mientras tanto, ni rastro del árbol exclusivo. De pronto, al mirar hacia el estanque donde solían nadar las nutrias, vi a una joven con un largo vestido blanco que se sumergía lentamente, el agua acariciando suavemente sus piernas, sus muslos. La joven avanzaba. El agua era como un abrazo alrededor de su pecho, llegando a su cuello. Empieza a nadar, pero algo pasa. Se sumerge y no reaparece. Yo que no nado, yo que me ahogo, me quedé paralizado, sin hacer nada. Por fin salió a la superficie. “¿Qué haces aquí a esta hora?”. “Estoy buscando un árbol”. “Vamos entonces, te ayudaré, sé de qué estás hablando”. Después de un largo camino en la reserva me señaló un árbol con varios agujeros, donde se escondían murciélagos, bichos y distintos animalitos. Todos parecían felices. Decidí quedarme allí yo también, al amparo del árbol exclusivo, que se había convertido en mi madriguera. Antes de que pudiera agradecérselo, la chica se había ido. Permanecí en el hueco del árbol unos días; sorprendentemente allí el miedo había desaparecido. Pero, puesto que me estaban buscando, por fin me encontraron y me trajeron aquí, en esta habitación donde a veces lloro y a veces río y donde la mitad de mi cerebro está aplastada por el miedo a vivir y la otra está fuera, buscando emociones.

Raffaella Bolletti

El libro

Amalia llegó hasta el nacimiento del río siguiendo el viejo sendero que ya nadie frecuentaba, y se sentó sobre una roca plana. Había pensado que subir hasta allí la ayudaría a mantener a raya los nervios. Parecía no ser así. Al morir su marido, después del entierro, había vaciado los armarios de las prendas de él y había encontrado, bien escondido en un cajón, un pequeño libro. El mismo que ahora estaba en su bolso y que, dentro de poco, dejaría de existir. Cerró los ojos y repasó los últimos años, aguardando la calma. Tenía 27 años cuando conoció a Pedro, un hombre que le llevaba 10 años, del que se había enamorado y cuyos ojos negros y profundos penetraban su alma. Cada dos días Pedro le entregaba un pequeño poema de amor dedicado a ella cuchicheándole: “Eres mi musa inspiradora. Son de puño y letra para ti.” Ella guardaba las hojas en una carpeta roja. Acabaron casándose un nublado día de noviembre. Pero después de unos pocos años la falta de intereses comunes y la insatisfacción fueron la causa de un total aburrimiento. Ya no era tiempo de poesía. Compartían la cama por simple costumbre. Del matrimonio no nacieron hijos. Pedro se había dado a la bebida, a menudo estaba borracho y la vida conyugal se volvió pronto en una pelotera diaria. Hasta que un ataque de corazón acabó con su existencia.

Amalia dejó los recuerdos y abrió los ojos. El imprevisto descubrimiento del libro había empañado la tristeza y el dolor desatando su cólera. El libro era una colección de poemas cortos, los mismos que él le había dedicado, pero escritos por un verdadero poeta. Pedro sólo hizo un gran esfuerzo en copiarlos. ¡Ay, Amalia, qué tonta!, ¡qué pobre ilusa! Sufría ataques de rabia sólo con leer el nombre de él al final de los poemas.

Arrancó las páginas del libro y las que estaban en la carpeta, y las redujo a trocitos con los que formó pequeñas bolas. Tiró la primera al agua, con mucha fuerza como si la bolita fuera muy pesada. Una a una las arrojó al río, acompañando cada una de una palabrota diferente. La última le pareció muy ligera como si a medida que la corriente arrastraba las bolitas se llevara también un poco de su cólera.

Recorrió el sendero cuesta abajo, feliz y tranquila.

Raffaella Bolletti

Una historia de amor

Salvador Dalí et Gala, una historia de amor infinita

Fragmentos al revés

Isabel:

Viernes. 23 horas y 5 minutos. Subo las escaleras, llego a una puerta cerrada y me detengo. ¿Qué hago aquí? De pronto el corazón se me acelera. Soy consciente de que nuestra historia terminó hace unos años. Pero me doy cuenta de que he venido porque en este momento necesito que me hables de nuestro pasado, de tus pecados y de los míos, necesito que tus manos reconozcan mi piel, mi olor. Me pregunto si te acuerdas de los dos pequeños lunares en mi nalga izquierda que te encantaban. Quiero verte. Los recuerdos me aplastan. Quiero hablarte. Mis ojos, todavía brillantes, están rodeados de pequeñas arrugas; me he cortado el pelo que ya no es negro, sino teñido para esconder las canas. Toco el timbre, te llamo y no me contestas. La puerta sigue cerrada.

Jueves. Me estás asfixiando. El fuego de la pasión se va apagando. No nos volvimos a ver. Cada uno por su camino.

Miércoles por la madrugada. Bajo las escaleras. He salido de tu casa. El pelo largo y suelto parece hablar de libertad. He olvidado las llaves del coche bajo tu cama, tengo que volver. Abres la puerta y corremos a tu cuarto, amándonos otra vez. Las llaves permanecen bajo la cama.

Martes. Un amigo en común nos presenta. Empezamos a salir juntos. Hasta que una noche te despides de mí con un beso en la boca. Nuestra historia acaba de empezar.

Un día cualquiera. Ni siquiera sé quién eres, pero siempre que te encuentro me late el corazón muy rápido. Cada vez que no doy contigo estoy perdida.

Álvaro:

Viernes. 23 horas y 5 minutos. Alguien ha tocado el timbre. Eres tú, de eso no me cabe la menor duda. Siempre tocabas el timbre de esta manera. Te escucho decir mi nombre. No quiero que te enteres de que estoy en casa. Me enamoré de ti de una manera tan loca que perdí la razón. Pero ahora no quiero caer en tus manos otra vez. No quiero volver a sentirme para siempre un prisionero tuyo. Tú, que fuiste una mantis religiosa, una criatura fascinante y peligrosa de ojos verdes.

Jueves. Me alejo de ti, sin hablarte, sin explicarme. Soy emocionalmente dependiente. ¡Demasiado! Aún sigo soñando contigo, atrapado a tu cuerpo, pero dentro de una pesadilla. Quiero olvidarte.

Miércoles por la noche. Te vas, bajando de prisa las escaleras y de pronto vuelves para recuperar tus llaves. Terminamos otra vez en mi cama. Te quiero.

Martes. Gracias a un amigo, por fin te conozco. Quiero besarte y me atrevo a hacerlo. Siento el fuego en tus labios.

Un día cualquiera. Como todas las mañanas doy contigo y cada vez me imagino empezando una historia de amor

Raffaella Bolletti

Guerra y Paz

Ya habían pasado algunos meses desde el día en el que comunicaron que comenzaría el combate. También aseguraron que ahora se disponía de armas muy eficaces para enfrentarse a la guerra que, por supuesto iba a ser difícil y larga. La lucha empezó casi como un desafío contra un enemigo sí conocido, pero engañoso y traicionero, difícilmente dispuesto a negociar, y que además no tenía prisa. Así fue como empezó el entrenamiento para hacer frente a la nueva situación y se recibió la dosis apropiada y diaria de armas y municiones. Después de una larga lucha, pareció verse un rayo de luz. El enemigo se retiraba. En realidad, se había escondido para multiplicarse con velocidad y volver a aparecer fortalecido. Aquel día después de tanto andar de aquí para allá, igual que todas las tardes, desde hacía unas semanas, pasando por la puerta en la que había un cartel que decía “Por favor, guarden silencio”, entré en esa habitación que también se había convertido en la mía, me senté en una de las dos sillas y permanecí allí toda la tarde, toda la noche, atrapada, ausente, mirando al hombre en la cama. Parecía dormir, pero yo sabía que seguía luchando en una batalla que claramente había perdido. A ese hombre se lo tragaban las sombras. Entonces le dije : <<A veces la vida te sirve un fruto amargo. En esta habitación hay dos cuerpos, el tuyo y el mío, dos olvidos.>>

Al final la paz parecía haber llegado, llevando consigo un silencio aterrador. Después de tanto ruido en mi cabeza, durante un largo tiempo, mis pensamientos apresurados, mis demonios internos, a pesar del silencio, todavía estaban presentes. Caminé descalza por el campo, gozando de la suavidad de la hierba mojada. Por fin me senté en el césped mirando al cielo. Pero esta era una paz feroz y no podía evitar chocar contra ella. ¿Puede la paz ser feroz? Claro que sí, por tener recuerdos que arañan el alma como uñas puntiagudas, pintadas de rojo, como la sangre que fluye por las venas.

A veces, especialmente, cuando el mundo que me rodea está tranquilo y en paz, me doy cuenta de que yo no lo estoy, ya que ahora es conmigo misma con quien necesito hablar.

Raffaella Bolletti

El despertar

Soñaba con estar de vacaciones. En el sueño era justo como es. Las vacaciones de verano, esas, en la casa de campo de sus abuelos. Felipe conocía bien los hábitos del abuelo y el último día de agosto, que era también el último día de vacaciones, tenía que acompañarlo a buscar setas. Se había levantado muy temprano y todo estaba tan oscuro que a Felipe le parecía que estaba vendado. De vez en cuando una ráfaga de viento producía silbidos inquietantes. A pesar de llevar una chaqueta y un gorro impermeable, la humedad parecía penetrar por la piel. Ni rastro de hongos, ni siquiera venenosos. La cesta de mimbre estaba vacía. Cansado de mirar al suelo miró hacia arriba y se detuvo. ¡Qué raro! Veía todo del revés. Los hongos colgaban de las copas de los arboles como las estalactitas en una cueva. Llamó al abuelo y éste le pidió que se bajara los pantalones. Se había puesto la ropa interior al revés. Nada de brujería, sólo había intentado…para traer buena suerte. El abuelo le echó un rapapolvo, diciéndole que la brujería de los calzoncillos al revés había llevado a otra brujería, la de las setas al revés. ¿Y ahora qué? ¡Vaya, el despertador! El sueño, o mejor dicho la pesadilla, se termina y el despertar comienza. Felipe sabe que tiene que levantarse, pero su cuerpo opone resistencia y sus ojos permanecen cerrados. De hecho, ¿por qué levantarse? Todavía está de vacaciones. Ah sí, el abuelo, los hongos, ¡nada de ropa al revés por favor! El despertar no puede esperar.

Raffaella Bolletti

Un buen matrimonio

Tras vagar por antiguos senderos, en el mismo bosque en el que paseaba con su abuelo, acompañada por un viento fuerte, frio, bajando de un cielo plomizo, Mariana descansa sentada al pie de un haya. Descansa y piensa en los años, cuando, de niña, solía pasar las vacaciones de verano en la casa de campo y sabía que el último día de agosto, que era también el último día de vacaciones, tendría que saludar sus amigos y regresar a la ciudad. Hoy es una mañana de principios de septiembre. El sol parece no estar dispuesto a levantarse. Sí, es una mañana de un día nublado y frío. Por fin la lluvia empieza a caer. A Mariana le parece oír unas voces llegando desde lejos; quizás sean la lluvia y el viento mezclando sus lenguajes misteriosos e intangibles o quizás sean las gotas al caer sobre las hojas, penetrando dentro de sus pensamientos, metiéndose en su cabeza, o tal vez es su alma, la que creyó haber dejado atrás con su dolor, que ahora la alcanza, a través de estas gotas. El ruido de la lluvia no cubre el eco de unos pasos aproximándose. Mariana se asusta. Se esconde entre ramas enredadas y hojas mojadas precipitando en un vértigo sin fin. Un hombre mojado, delgado, alto va acercándose. ¿Quién eres tú? O ¿Qué eres? Se pregunta Mariana. El hombre, camina entre la lluvia y los relámpagos. Le sonríe y Mariana lo reconoce. La misma capa negra en invierno y en verano. Es él. Es Quique, uno de sus viejos compañeros de juego. Se acuerda que era parco en palabras, mejor dicho ninguna. Pero ahora sus ojos…como los de ningún otro. Parecían ecos de lluvia, una luz clara en un rostro blanquísimo, pálido, austero. Este hombre, Quique, la lleva a un sendero que une el bosque a una pradera, a una granja. Esta noche, bajo esta lluvia helada, en esta granja con la puerta que Quique ha abierto para ella, Mariana quiere dejar el pasado atrás. Quiere amar y ser amada. Y tal vez mañana volver los dos a ser niños, jugar saltando en los charcos de agua, besándose bajo la lluvia. 

Raffaella Bolletti

Un buen matrimonio

Llevaba una vida frugal, no tenía pretensiones y se confortaba con poco. José era un hombre tranquilo, un campesino feliz. Nadie le daba órdenes. Su familia eran sus animales, cerdos, ovejas, gallinas y conejos. Era feliz y se sentía libre. Los sábados por la tarde, después de trabajar en su campo y cuidar de sus animales, le gustaba tocar el acordeón. En el pueblo donde vivía no había salas de baile. A veces se organizaban pequeñas fiestas en la finca de un vecino o, durante el verano, en el bosque.

Aquella noche de septiembre, el destino le tendió una emboscada. Algo cambiaría. Carlota apareció en su vida. Una mujer hermosa y atractiva que le bailaba el agua a José con tantos cumplidos, “Qué bien tocas el acordeón! Y qué músculos”, a los que, evidentemente, no estaba acostumbrado, así que se quedó confundido y encantado a la vez.

Empezaron a salir y al cabo de un par de semanas Carlota consiguió convencer a José de que se casara con ella. Después de la ceremonia hubo una gran fiesta en el pueblo, con música y bailes. Cuatro meses y medio más tarde la esposa dio a luz a una niña. José, poco convencido de la regularidad del evento, pidió con delicadeza una explicación a su mujer.

Carlota convenció a su marido con esta respuesta: “Mira José, cuatro meses y medio de día más cuatro meses y medio de noche son nueve meses. ¿Es que no sabes contar?

Y vivieron felices y comieron perdices

Raffaella Bolletti

Un sábado de otoño

Es un sábado de otoño. Hay gente paseando y también hay gente en la terraza de la cafetería de enfrente, tal vez tomando chocolate caliente o una taza de té aprovechando el día soleado y los maravillosos colores otoñales que empiezan a teñir las hojas de los árboles. ¿Y yo? Aquí, trabajando en esta tienda, con Inés, atendiendo a los clientes, aconsejando colores, recomendando aquel producto, aquella cinta o pasamanería que realmente van buscando o que necesitan. Al igual que todos los sábados, desde hace unas semanas se presenta en la tienda este hombre, este tipo que parece un galán envejecido. Es casi como si tuviera una obligación de comparecencia periódica ante mí. Siempre hace lo mismo, empieza a dar un vistazo, compra algunos lazos de diferentes colores para su mujer, luego me pregunta por mi salud y por fin me cuenta hechos de su aburrida vida de casado, intentando seducirme con su cálida y aterciopelada voz. Conoce mi nombre por habérselo preguntado a Inés. Hoy ha comprado cintas de diferentes tonos de rojo. Me mira a los ojos y me dice “Rojo, el color de la pasión, la que me persigue al mirarte. Ven conmigo ahora mismo y deja que envuelva en las cintas rojas tu cuerpo, que solo puedo imaginar bajo este vestido negro que llevas puesto. No te vas a arrepentir”. Yo no digo nada, me da la lata, pero tengo que aguantarme, sonreír y ser amable. Ahora le mantengo abierta la puerta para que salga rápido y me deje en paz. Su amigo lo espera afuera, cruzando la mirada de Inés desde el escaparate. Lo sé, los dos se han vuelto amantes, a pesar de la diferencia de edad, y cada sábado se van a la casa de campo de él. ¿Y yo? Cerraré la tienda y me quedaré un rato en la cafetería dejándome llevar por la belleza de las hojas amarillas.

Raffaella Bolletti

¡Que nadie duerma!

Felipe siempre estaba un poco cascarrabias al despertar en la mitad de la noche, en la cama donde dormía solo. Lo sabía, no iba a recobrar el sueño. Así que primero solía tomar un café corto y luego salía de casa y echaba a andar sin darse cuenta de hacia dónde iba. Desde hacía una semana se había mudado a la ciudad tras ganar las oposiciones obteniendo el cargo de Registrador Municipal. Su relación amorosa se había roto definitivamente. Había dejado todo eso atrás. Ahora era el momento de cambiar. Parecía una noche cualquiera, de un martes cualquiera, parecía…Se sentía un desconocido en busca de la mirada de alguien, de otro desconocido como él, perdido en un Madrid todavía dormido. Caminaba por las calles vacías a las tres de la noche mirando con indiferencia los coches aparcados, los edificios, los escaparates oscuros, dando vueltas sin ningún propósito. Llegó a los Jardines del Templo de Debod. Le gustaba ese lugar, se podía admirar todo Madrid. Parecía una noche cualquiera, parecía… Todo estaba tranquilo. La luna había salido y luego se había ido. El cielo estaba lleno de estrellas más brillantes que nunca. De repente apareció una sombra, una chica de piel muy blanca, pelo rojo, largo y rizado, con un aspecto atlético y atractivo y enormes ojos azules que parecían un espejo vacío que no reflejaba nada. La sombra nítida de su ex-novia. Se acercó y susurró a Felipe: <Adivina mi nombre, antes de que amanezca, grítalo al cielo y volveré para pasar contigo muchas noches>. Entonces desapareció con rapidez. Extrañado y atraído por la misteriosa chica, Felipe empezó a hablar consigo mismo <¡Que nadie duerma!¡Que nadie duerma!> Sin casi darse cuenta, preguntó a las estrellas cuál podría ser el nombre de la chica. Las estrellas guardaron silencio. Conforme pasaban los minutos, Felipe se iba poniendo inquieto y nervioso. Fue entonces que el perfil de una media luna volvió a aparecer y Felipe comprendió, gritó al cielo <Selene, tu nombre es Selene>. La mujer apareció de la nada, se acercó. Ahora sus ojos reflejaban felicidad. Se fueron a la casa de Felipe. La que parecía una noche cualquiera se había convertido en una noche inolvidable.  Ahora las estrellas podían ponerse. Él había triunfado.

Raffaella Bolletti

El tiempo aprieta

El momento había llegado. Tenía que dar su discurso sobre los detalles. Así que pasó por alto su indecisión y empezó. <Amigos aquí reunidos, vengo en representación de nuestra comunidad y quisiera destacar que el camino va ser largo y duro. Hay muchos kilómetros por recorrer, nunca hemos marchado y nadado tan lejos. La cita está fijada para el lunes 21 de junio, a las 3 de la madrugada, pero supongo que eso ya lo sabéis. Lo que aún tengo que comunicaros es la ubicación del sitio. Sólo os informo de que vamos a otro círculo. Entonces cuanto antes nos pongamos en camino, mejor.> En fila india, ordenadamente empezaron el recorrido que los llevaría a destino. Marcharon siguiendo el Círculo Ártico, cruzando el océano Glacial donde encontraron pocos bloques de hielo en los que descansar. Llegaron a la llanura de Salisbury, al círculo de piedra de Siempre que tenía que salir de viaje, la pesadilla volvía a repetirse, era la imagen de un hombre aplastado entre dos enormes relojes; el “tiempo aprieta” parecía decirle. Ese miércoles, unos minutos después de despegar, sentado en su asiento, Pablo cerró los ojos intentando descansar un poco, consciente del hecho que le resultaba difícil dormirse. Lo sabía, su insomnio era perfecto para hablar en silencio con los recuerdos. Así que se vio a sí mismo en la cocina de la casa de campo de sus abuelos. Allí, el niño Pablo intentaba terminar los deberes antes de que comenzara el nuevo año lectivo. Las matemáticas no le gustaban. No, esta asignatura no era para él. Siempre perdía mucho tiempo resolviendo problemas absurdos que no le importaban. En cambio le gustaba observar aquel reloj que desde hacía años cumplía con su trabajo, día tras día. Se imaginaba las agujas como dos piernas, una más larga que la otra, que se movían sin interrupción. La más larga trataba, a veces, de dar saltos hacia adelante, como para ganar la carrera, poniendo en dificultad la corta que no podía ir más rápido. Él lo miraba fijo e imaginaba hablar con ese objeto pidiéndole que redujera su velocidad, de manera que pudiera terminar con sus tareas antes de que regresara la abuela, que siempre le regañaba por perder el tiempo. Había pensado en retroceder las manecillas, engañando así a la abuela, pero el reloj estaba colgado en la parte superior de la pared, demasiado alto para que Pablo lo pudiera alcanzar. Cuando volvió a abrir los ojos era de noche. Se asomó a la ventanilla del avión y observó el cielo negro y estrellado. Se encontraba suspendido en el aire, sobre el océano. Pablo, el adulto, el ejecutivo de una importante sociedad, tenía que viajar mucho y siempre era un trabajo a contrarreloj, a expensas de su vida matrimonial. Le parecía ser la manecilla corta del reloj de la abuela, siempre en movimiento, siempre tratando de perseguir el tiempo. El tiempo era una verdadera obsesión, quizás fuera culpa de la abuela. A veces se preguntaba donde se había quedado ese niño que ya no estaba. La imagen del hombre entre dos relojes volvió entonces a aparecer. Aquel hombre  era él. Pero ahora Pablo había llegado a un compromiso. En el reloj a su izquierda las manecillas corrían hacia atrás como para ralentizar un poco el tiempo, mientras que en el otro, a su derecha, las manecillas corrían hacia adelante con el tiempo pasando a toda velocidad. Había aceptado que no hay armas para enfrentarse con el tiempo, no se puede parar. Tiene una ventaja, es más listo, no piensa, no espera, es implacable y simplemente se va. Volvió a cerrar los ojos y por fin se quedó dormido.

Raffaella Bolletti

Recordar, contemplar y encontrarse a sí mismo


“….Y cuando el viento 
oigo crujir entre el ramaje, yo ese 
infinito silencio ....”
Giacomo Leopardi

Aquella mañana subió al coche, llegó a donde había decidido, aparcó, bajó y empezó a caminar hacia el bosque. Se sentó apoyando las espaldas en el tronco de un árbol y, mirando a lo lejos, se quedó pensando en los muchos años que veraneaba en Las Marcas. Esta región a la que se conoce sobretodo por sus playas largas de arena fina, en realidad es una tierra para descubrir por la pluralidad de paisajes, por la variedad de bellezas naturales y artísticas. La naturaleza y la mano del hombre se mezclan aquí en los bosques históricos, en los santuarios, en los castillos, en las abadías. Allí sentada, mientras le parecía oler la brisa marina, recordó los extensos campos de lavanda o de ginestras, las colinas donde se cultivan los diferentes viñedos, la intensidad del olor penetrante de las trufas negras de Acqualagna y de las zonas de los Montes Sibilinos. Allí mismo estaba ahora a los piés de los montes. Bueno sí, los fascinantes Sibilinos conocidos desde la Edad Media en toda Europa como reinos de demonios, nigromantes y hadas. Si se habla de los Montes Sibilinos se habla de leyendas, de magia y de cuentos antiguos.  Los Montes deben su nombre a la leyenda de la Sibila – la profetisa de la mitología clásica – que se escondió aquí en una gruta, conocida como la Gruta de las Hadas, cuando fue exiliada del inframundo. Otra leyenda que está relacionada con los Sibilinos es la de Pilato, según la cual el cuerpo muerto del prefecto romano fue arrastrado a las aguas del “demoniaco” lago, situado en uno de los valles más elevados del Monte Vettore.  Más abajo podía divisar la ciudad de Ascoli, una ciudad que ella había aprendido a conocer y apreciar, y que se reveló un lugar riquísimo de preciosos detalles: los restos romanos, los testimonios del románico y del gótico son indelebles en la que se ha definido la ciudad de las cien torres. El centro histórico debe su aspecto tan armónico y compacto al travertino local, material principal en todas las construcciones. Cada año Ascoli vuelve a vivir la magia del pasado, entre carreras a caballo y desfiles en trajes de época, proponiendo elocuentes recuerdos de hechos históricos, como la famosa Quintana, que se desarrollan en el centro de la ciudad antigua. La Pinacoteca, rica en obras de Carlo Crivelli, Tiziano, Guido Reni, la Galleria Civica d’Arte Contemporanea, El Museo Arqueológico Nacional, la Cartiera Papale y el Teatro Romano. Y Piazza del Popolo que es el salón y lugar de encuentro de la ciudad, conocido también por albergar el histórico Caffè Meletti. Sí, así es, fue allí en este Café que, hace muchos años, encontró la aceituna rellena y frita “all’ ascolana”, enamorandose de la que es la “tierna” de Ascoli, considerada la mejor aceituna de mesa. Desde que veraneba en San Benedetto del Tronto, por la mañana le gustaba dar largos paseos en bicicleta hasta llegar al muelle norte, donde atracaban los barcos pesqueros. O bien, llegando al muelle sur donde se encuentra el MAM, Museo de Arte en el Mar, un museo permanente al aire libre que cuenta con 145 obras de arte,  esculturas y  murales. En cambio su habitual paseo diario por la tarde se dirigía hacia el sur andando por una playa casi desierta de 5 km. A la izquierda el mar y a la derecha la reserva natural de La Sentina. El silencio de la naturaleza que la rodeaba se interrumpía sólo por el sonido de las olas y de los animalitos de la reserva. En este tramo de playa sólo se encontraba alguien practicando el kitesurfing, deslizándose entre las olas, o algunas parejas nudistas tomando el sol. En la arena, arrastrados por el mar, troncos de arboles, de formas diferentes y  curiosas, parecían descansar. Este paseo la llevaba a la desembocadura del río Tronto que marca la frontera entre Las Marcas y la región de Abruzos. De allí, de vuelta hacia su casa pasaba por dentro de la reserva, un ecosistema de gran valor formado por un conjunto homogéneo de zona terrestre, fluvial y lacustre creado a partir de los sedimentos dejados por la actividad del río Tronto. La reserva natural cuenta con pequeños lagos y ríos, especies vegetales endémicas y además es un punto de parada para las aves migratorias. Un verdadero laberinto de senderos escondidos entre arboles, arbustos, plantas de regaliz, cabañas para observar las aves y disfrutar de la visión de la avifauna de los humedales que hay detrás de las dunas. A pesar del miedo a las serpientes -sin duda algunas vivían en la reserva-, y aunque los sonidos más mínimos la alertaran, el  lugar capturaba su interés. Con un poco de suerte y paciencia logró ver el fratino, un pequeño pájaro que se alimenta y anida en la playa, unas grullas comunes, el aguilucho lagunero, la nutrias, y algunos simpaticos herizos, sus favoridos. Le gustaba pensar que se parecía a ellos. Aparentemente espinosos, pero en realidad reservados y tiernos. La reserva es también un refugio para murciélagos. Contrariamente a la mayoría de las personas, ella no tenía miedo o a los murciélagos, estos mamíferos voladores con potentes alas, que se alimentan con insectos, polillas, moscas, y sobretodo con mosquitos. Nunca se imaginaría que años atràs los mismos animalitos, que ya tenían que cargar con creencias injustas, se considerarían siniestros murciélagos causantes de una pandemia. Apoyada al árbol el tiempo parecía haberse parado…ya era el momento de volver a casa. Su apartamento contaba con tres terrazas, dos daban al mar, al este, y una a la montaña al oeste, y sólo lo separaba de la playa el hermoso jardín de un pequeño chalet. En las terrazas albergaban dos animalitos. Uno era precisamente un pequeño murciélago, de cuerpo diminuto, que solía llegar cada tarde. Cerraba sus grandes alas, y agarrandose al tejado de la terraza, se quedaba allí, tranquilo colgado cabeza abajo. Ella lo consideraba una especie de amuleto de buena suerte. El otro, que frecuentaba las paredes de las terrazas, de preferencia las al este, era un gecko, un animalito nocturno, que parece una lagartija normal, pero que en realidad es una especie de pequeño alienígena con superpoderes, capaz de desafiar la gravedad. Se lo veía trepar por superficies lisas como el cristal esmerilado e incluso correr por los techos sin caerse. Ambos la acompañaban en su lectura nocturna durante los veranos. Pero ya llevaba dos años sin su amuleto, el murciélago había desaparecido. Aquella tarde, al regresar de su paseo se sentó en la terraza que daba al mar, y tomando un aperitivo pensó que sí eso era:  “…naufragar en este mar me es dulce” (G. Leopardi).

Raffaella Bolletti

Asamblea de los círculos

El momento había llegado. Tenía que dar su discurso sobre los detalles. Así que pasó por alto su indecisión y empezó. <Amigos aquí reunidos, vengo en representación de nuestra comunidad y quisiera destacar que el camino va ser largo y duro. Hay muchos kilómetros por recorrer, nunca hemos marchado y nadado tan lejos. La cita está fijada para el lunes 21 de junio, a las 3 de la madrugada, pero supongo que eso ya lo sabéis. Lo que aún tengo que comunicaros es la ubicación del sitio. Sólo os informo de que vamos a otro círculo. Entonces cuanto antes nos pongamos en camino, mejor.> En fila india, ordenadamente empezaron el recorrido que los llevaría a destino. Marcharon siguiendo el Círculo Ártico, cruzando el océano Glacial donde encontraron pocos bloques de hielo en los que descansar. Llegaron a la llanura de Salisbury, al círculo de piedra de Stonehenge construido hace miles de años. Los grupos procedentes de los otros 4 círculos terrestres ya estaban presentes, sentados en el suelo, en círculo, en silencio. También el grupo del Ártico tomó asiento. Esperaban el amanecer, con el sol atravesando el círculo megalítico e incidiendo perfectamente sobre la piedra talón. El aire estaba cargado de energía. Al llegar la luz los presentes se asombraron con la maravilla del rayo de sol entrando a través de los monolitos y advirtiendo de la llegada del verano. Cada círculo terrestre tenía varios representantes de su comunidad. Al terminar el momento mágico los jefes, los únicos que llevaban una larga capa blanca con capucha, se levantaron. El Jefe Mayor explicó que aquel lugar era simbólico, que allí se saludaba el invierno y se recibía una nueva temporada. Explicó también que el espectáculo que acababa de aparecer volvería a presentarse el 21 de junio del próximo año y que el rayo de sol podía entenderse como un mensajero de una vida que se reitera, en círculos que se arrastran, que se abren y se cierran. Terminó así su discurso <Gracias a todos por participar, regresemos a nuestros Círculos Terrestres, que ahora nos distancian y que podrían desaparecer al derretirse los glaciares, todo reduciéndose en un único círculo mayor sin diferencias atmosféricas. Pensémoslo bien y actuemos en consecuencia>. Los participantes se miraron unos a otros sin hacer comentarios y lentamente se fueron.

Raffaella Bolletti

Reflexiones

CLAUDE MONET (1840-1926) Ninfeas beues – Musée Marmottan

Era uno de esos días en los que lloraba como una Magdalena. Ya le había ocurrido varias veces. El dolor era el causante de todo, parecía sepultado, pero en realidad sólo estaba escondido en un lugar secreto, preparándose para morderla, listo para el ataque. Aquel atardecer, estaba sentada en el césped del jardín detrás de la granja, cerca del estanque. Había algo especial, algo tranquilizante en quedarse mirando a las ninfeas que flotaban sinuosamente en la superficie como en una danza. Pero el llanto la sorprendió otra vez. Se acercó un poco más al agua, inclinando el cuerpo, su largo pelo casi acariciando las flores mientras algunas lágrimas caían en el estanque. Miró al agua sin reconocer su propio reflejo, identificándose entonces con uno de esos sauces llorones plantados en la orilla. En el estanque también había manchas de colores como las nubes rosadas en el cielo medio nublado de ese atardecer. Desearía hundirse allí, mezclándose con los azules y los verdes desapareciendo de manera que nadie pudiera dar con ella. Por siempre jamás. De pronto se acordó de una expresión de un famoso poeta “Dale palabras al dolor. El dolor que no habla susurra al corazón oprimido y le dice que se rompa”. Pero ahora las palabras, sobraban en este lugar encantado, no las necesitaba. Sin embargo, las palabras llegan cuando quieren y de hecho alguien estaba hablando, o así le pareció a ella: <Mírame por favor. No llores y escucha. Por la tarde me hundo en esta agua sucia, pero al amanecer nazco sin impurezas para lucir mi mejor traje rosado, con hojas verdes y, puede que tú no lo sepas, pero también tengo piernas. Bueno, sólo una, pero larga y bonita, un tallo que se hunde en el barro del estanque y que me atrapa en el fondo. Aquí bloqueada, sin poder ir a ningún sitio. Tú no eres yo. Tú eres libre. >

Así que levantó la mirada. El sol poniente aparecía y desaparecía, jugando con los colores y las sombras. Quizás debería regresar a casa. ¡Pero aún no! Tenía que disfrutar de los colores. El agua y el cielo reflejándose uno en el otro. Y ella reflejándose en la ninfea, cortó el tallo que la bloqueaba y empezó a dar palabras a su dolor.

Raffaella Bolletti

¡A la fuga!

Picasso – La muerte del torero, 1933

Fin de semana. Mañana va a ser domingo y se celebrará una gran fiesta, o por lo menos eso es lo que dice la voz traída por el viento, aquí en esta valla que comparto con otros compañeros de aventura. Estamos esperando desde hace unos días. La voz ha dicho que sólo elegirán a algunos de nosotros para participar en este evento y todos estamos ansiosos por conocer los nombres de los afortunados. Parece que una muchedumbre de personas asistirá aclamando, gritando con pasión y tirando flores. Parece que un hombre lucirá un traje de luz de color oro o plata, muy elegante, para recibirnos, y llevará una muleta de color rojo puesto que se cree que este color llama nuestra atención; de hecho, a mí me da igual. Habrá otros hombres llevando algo que llaman banderillas. No sé lo que son.

Un día más; de verdad espero ir de viaje a Las Ventas en Madrid. Por fin han decidido. Vamos a salir, yo y otros cinco compañeros. El viento sigue soplando muy fuerte, y me parece tan engañoso. Me trae esa voz que dice que tengo que tener cuidado. ¿Pero cuidado de qué? ¡Estoy tan animado! Es mi estreno en sociedad.

Gordito va ser el primero a salir al ruedo. La gente silba y grita un nombre. El espectáculo ha empezado. Ha transcurrido ya bastante tiempo, y Gordito aún no regresa. La gente repite un nombre, lo aclama una y otra vez. ¿Qué pasa?

Atrevido es mi nombre y realmente lo soy. En este momento estoy recibiendo palizas con sacos de arena, me duelen mucho, no entiendo por qué puesto que me estoy portando bien. Ahora van a abrir la puerta de toriles, me toca a mí salir al ruedo. La voz me persigue: <date prisa, date cuenta de que estás en peligro, no te hagas el héroe>. De pronto al entrar en la arena todo se hace evidente. ¡Qué estupidez pensar que fuera una fiesta! debo de estar completamente loco. Claro está que se trata de un espectáculo sangriento y cruel. Siento que se desvanece instantáneamente la alegre excitación causada por mi ingenuidad de joven novillo. Entonces sorprendiendo al público, que se queda callado, a los picadores y sobretodo al hombre del traje de luz, rompo el vallado y me doy a la fuga. Cruzo calles y avenidas corriendo sin saber para donde estoy yendo. Quisiera llegar a los recintos del campo y avisar a todos de lo que pasa en estas fiestas, quisiera retomar mi libertad y celebrar el peligro evitado, y sobretodo quisiera agradecer a la voz que me había llamado a la realidad. Un viento fuerte sigue soplando en la ciudad, pero ahora sólo trae voces gritando ¡Toro a la fuga!

Raffaella Bolletti

“El futuro” (2)

Primera parte https://wp.me/pcDIqM-rm

… un ruido repentino. El faro se apaga. Una ola inmensa estrellándose contra “El Futuro” nos hace resbalar y me caigo en el mar. Despierto. Descubro la amarga realidad: estoy en el suelo de mi habitación, me caí de la cama. El silencio es completo, la oscuridad me asusta. No hay ningún faro. Ni rastro de “El Futuro”. Andrés ya no está. Es entonces que todo se desmorona en un instante sin que yo pueda hacer nada. Sólo un sueño, un recuerdo detrás de un horizonte lejano, fuera de mi alcance, un viaje que nunca empezó. Quizá fuera mi alma que se paseaba por el mundo, quizá se tratara sólo de escapar de esta ciudad que parece apagada, en estado de queda. Sólo hay coches de policía circulando lentamente, un dron sobrevuela el barrio. Pero no, no quiero escaparme, no quiero marcharme, nunca tiraré la toalla. No me quedaré aquí mirando al horizonte para «ver un día un hilo de humo levantarse en extremo confín del mar». No soy Madama Butterfly, por supuesto. Así que, en un futuro no distante, ese viaje comenzará. Fue nuestro sueño, o tal vez fuera sólo el mío, porque los faros siempre me han fascinado, con su vaivén de luces que se encienden y luces que se apagan. Como en los altibajos de la vida, una mezcla de luz y oscuridad. ¿El faro del fin del mundo estará allá esperándome?

Raffaella Bolletti

“El futuro” (1)

Desperté bajo un rayo de sol que entraba por la ventana a través de la persiana bajada casi del todo. Andrés seguía durmiendo, tal vez se había olvidado de que teníamos una cita con la tripulación del velero “El Futuro”. El olor a café lo despertó al instante. Era un día muy especial y estaba bastante nerviosa. Después de un año muy pesado, Andrés y yo necesitábamos retomar nuestras vidas, alejándonos de toda pesadilla. En estos tiempos nada excepto el silencio del mar abierto podía ser la solución. Además, era la oportunidad perfecta para realizar un viejo sueño. Yo estaba llena de alegría y de esperanza. ¡Y de inquietud también! Zarpamos rumbo al sur con el propósito de cruzar el océano Atlántico. El cielo estaba despejado y el mar tranquilo.

La navegación seguía lenta en este lugar donde sólo existían agua y cielo, como si se disolvieran uno en otro. Pero los navegantes expertos lo saben bien, los riesgos merodean por los océanos, y los cambios son repentinos. Así que de pronto una tormenta nos sorprendió cerca de la costa argentina. El mar estaba a merced de un viento impetuoso y aterrador y el barco se alejaba cada vez más hacia un horizonte invisible en el que flotaba una neblina oscura. La brújula parecía enloquecida. Al pensar que habíamos perdido el rumbo y que estábamos navegando hacia el vacío, el miedo se apoderó de mí. Pensé que mi primer viaje por mar acabaría muy mal. Al cabo de un tiempo que me resultó interminable, poco a poco la costa argentina apareció a lo lejos. Un brillo intermitente estaba allá comunicándose con nosotros, regalándonos su mensaje de luz. Era un faro. El Faro del fin del Mundo. « Has visto Alicia, tu sueño va haciéndose realidad.» Me dije a mí misma. En aquel entonces, abrazando a Andrés…

…continuará https://wp.me/pcDIqM-tp

Raffaella Bolletti