Barcarola

Rubens Santoro Veduta dalla Giudecca verso la chiesa di Santa Maria della Salute

El agua oscura del canal brillaba como un diamante negro, el paquete oblongo y cuidadosamente atado pasó suavemente por la borda y sin el menor ruido fue como tragado por un monstruo lagunar. La góndola se alejó rápidamente y desapareció en el laberinto de los pequeños canales.

Mattia hacía brillar la madera y las guarniciones de su góndola, cantando en voz baja la Barcarola que entonaría por la tarde para los turistas embarcados en las góndolas de su grupo. Un sol gris apenas traspasaba la ligera niebla y bañaba los palacios y las casas del Campo con una luz tamizada como para pintar una acuarela. Venecia en invierno era un encanto, lejos de las multitudes invasoras, de los colores agresivos y de los ruidos incoherentes, volvía a encontrar su belleza tranquila, su eterna dulzura de vivir.

Mattia estrenaba su primera góndola. Lo había soñado desde el día en que su padre, gondolero también, le había hecho subir delante de él sobre la popa de su góndola y le había puesto en mano el largo remo que, apoyado mágicamente sobre la forcola, daba a esta barca asimétrica y larga 11 metros una agilidad insospechada. El aprendizaje había sido largo, la escuela, la pasantía, y finalmente el interminable período como sustituto de su padre le había permitido comprar la suya, su góndola. Y ahora la tenía ahí, delante, hermosa como una dama negra con su dolfin gris y sus fregi dorados y resplandecientes.

Otra góndola sin decoración y poco cuidada rozó entonces su embarcación como para ofrecer un contraste llamativo. Mattia observó que los asientos reservados para los pasajeros estaban cubiertos por una lona. Estaba mal atada y se podía vislumbrar un extraño objeto empaquetado que podría tener la forma de un cuerpo humano. Mattia despegó las amarras, saltó sobre su góndola y se puso a seguir al otro barco que conducía un extraño personaje: un gondolero vestido de negro que llevaba una máscara Bauta tradicional y un tricornio inquietante.

Cuando la vio huir por los pequeños canales se lanzó en su persecución, una persecución a la James Bond, pero en góndola. El remo revoloteaba en la forcola, aceleraba, frenaba; la góndola giraba de un canal a otro rozando los muros, y luego salía de nuevo a toda velocidad como si tuviera un verdadero motor. A lo lejos oía a sus compañeros que cantaban la Barcarola, rápidamente, como si quisieran acelerar el ritmo del remo.

De repente desembocó al gran canal cerca del Rialto, y hubo un trueno de aplausos para acogerlo.

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Jean Claude Fonder

Barcarola

Navarra Gerolamo, Gondole sul Canal Grande

Soy Milagros. Perdí a mis padres a la edad de 4 años, y desde entonces he estado viviendo en un monasterio de monjas. Me han adoptado y acogido bajo su protección. Cada fin de semana una familia me lleva a su casa para que pase unos días con ellos. Poco a poco me he acostumbrado a la vida de los adultos. Estos esposos, Raimunda y Álvaro, no tienen hijos, me tratan bien, son personas adineradas y me regalan ropa agradable, siempre de color azul, y zapatos. Yo me llevo bien con ellos. Lo único que no me gusta es que, como tengo sobrepeso, no me dejan comer mucho. Pero voy a desobedecer, vale la pena arriesgarse para comer algo más. Por ejemplo, ahora se han ido a la cama y yo me he atrevido a entrar en el comedor azul en el que antes estábamos reunidos. En la mesa solo hay un plato casi vacío, un trocito de pan y un vaso, me conformo y con tranquilidad voy a terminar lo que queda. Pero esta especie de helado cuarto donde todo es azul me parece irreal. ¿Por qué les gustará tanto este color? A mí me pone triste, todo me parece frío, como una tumba. El aire huele a humedad. Una vez le pregunté a Raimunda <Si me porto bien, quizás algún día. pueda vivir con vosotros ¿verdad?> Ahora lo tengo claro. A pesar de que Raimunda lo tiene todo lindo y ordenado, realmente no me apetece estar aquí, tengo que calentar mi corazón que se va enfriando, apagando mis emociones. Las mesas en el comedor del monasterio no tienen manteles y los platos tienen astillas, pero en el aire hay aromas que me hacen sentir en casa, como el olor a comida recién hecha y el sol al entrar por las ventanas crea un ambiente agradable. Seguiré viviendo con las monjas.

Raffaella Bolletti

Venecia en invierno

Antonietta Brandeis (Austrian painter) 1848 – 1926 Palazzo Albrizzi,

Su ausencia me destroza, me sigue por la calle, como si fuera el ruido de pasos enemigos que se acercan y me asustan. 

Desde hace horas estoy caminando sola por los barrios de una Venecia que los turistas no conocen, buscando mis recuerdos e intentando alejarme de ellos.

Pero su ausencia por fin me alcanza, me agarra las piernas, las quiebra y me hace caer derrotada sobre los peldaños de un puente.

Yo creía que solo podría sufrir así por un hombre: sé que el amor tiene bastante vigor como para partirme el corazón y dejarme sin fuerzas. En cambio, ahora es la ausencia de Lucía la que me derrumba y me deja agotada, sin aliento.

Lo sé: habría tenido que llamarla otra vez. 

Si hubiera sido un hombre, lo habría llamado, olvidándome del orgullo y de todo.

El agua del canal es turbia, grisácea, debe de ser fría… por un momento me imagino como sería dejarme caer hasta el fondo. 

Hay días en los que los canales de Venecia reflejan los colores alegres de las casas, en un juego de imágenes que hacen aparecer una segunda ciudad igual aunque opuesta a la de verdad. Pero hoy no: hoy una niebla húmeda y pálida cubre la ciudad, impregnada de ese olor a podrido que siempre me deslumbra y al mismo tiempo  me repugna.

No me acuerdo exactamente las palabras que dije a Lucía, cuando me llamó: sólo me acuerdo que fue muy difícil encontrarlas al principio, y aun más difícil controlarlas después.

Hay un barco en el canal, parece abandonado a su destino, como yo. Dos señoras ancianas charlan y se cogen del brazo: hablan de sus nietos, de la compra y de pequeñeces: dos amigas, como éramos Lucía y yo.

De repente, desde una ventana entreabierta sale una música, azucarada y melancólica como un perro perdido, me agarra la garganta y me obliga a parar mi caminata sin rumbo.  Dos voces femeninas que gorjean juntas, soltándose y entrelazándose armónicamente como nuestras voces intercambiando secretos. Teníamos diecisiete años: era el tercer año del bachillerato, y vinimos de viaje escolar justo aquí.

Mi corazón se había quebrado por Mauricio en mil pedazos de vidrio, y yo tenía cortes en las manos por intentar arreglarlo. 

En cambio, Lucía paseaba por la orilla cogida del brazo de Gabriel, tan tranquilos que parecían un matrimonio de ancianos.

Las dos habíamos descubierto el amor, pero de una manera muy diferente. Eso no nos alejó, sino que nos unió todavía más y nos hizo más amigas. No sentía ninguna envidia por ellos, por el afecto sosegado que demostraban, mientras que yo me moría para obtener una sonrisa, una mirada de Mauricio, regalada como una limosna…

Había aprendido a amar con desesperación y la tranquilidad de un cariño seguro no me interesaba.

Lucía y yo éramos tan amigas que nunca un chico – o un hombre – podría separarnos. Claro, nos gustaban tipos diferentes, pero entonces estábamos convencidas de que nuestra amistad era más fuerte que el amor, más fuerte que todo.

Lo sé: tendría que haberla llamado otra vez. 

Tendría que haber esperado unas horas, dejar que nos calmáramos las dos y luego haberla llamado otra vez. Pero no lo hice.

Decido volver atrás y alcanzar los barrios llenos de turistas con sus cámaras insaciables. Miro la laguna abrumada y me abandono a la profunda quietud del espacio que se extiende delante de mis ojos y a los recuerdos que flotan a mi alrededor.   

El agua en los canales está gris, fría como el hielo que alberga mi alma; la luz del día se desvanece hasta desaparecer.

Venecia en invierno es así: a veces te encadena, a veces te embruja.

Y aquí quiero perderme todavía un poco antes de volver, antes de que esta tarde húmeda y grisácea pueda borrar mi recuerdo más antiguo: Lucía y yo, cogidas del brazo, bisbiseando nuestros secretos por la Riva degli Schiavoni.

Silvia Zanetto

Aquella luz

Se tiró a la arena tibia, jadeando.

Ya estaba lejos: podía descansar. Sentía los granitos de arena en su mejilla, húmedos, punzantes. Le costó un esfuerzo descomunal mover el brazo derecho y arrastrar la mano para protegerse un poco la cara, pero el ademán se quedó a mitad, la mano torcida en una posición afectada.

Aquella luz.

Aquella gente.

Poco a poco su respiración se hizo más lenta, y Adela consiguió levantarse un poco. Se quitó la arena de la cara, el aire salobre le acarició la piel.

A lo mejor, había sido un sueño, una pesadilla.

O un espejismo.

Allí, en la playa, todo era igual que siempre: el rítmico meneo de las olas, la enérgica vitalidad de las gaviotas, la brisa suave que siempre la acompañaba en sus paseos matinales. Poco más allá, la casita donde desde hacía años veraneaba con su marido, las adelfas con sus flores rosadas y carmín. 

Aquella luz cegadora.

Aquella gente inmóvil, como hechizada.

Adela consiguió ponerse de pie. No estaba acostumbrada a correr tanto, ni tan rápido: había dejado de jadear, pero ahora sentía en las piernas un dolor sordo y continuo. 

Quizás Francisco ya estuviera en el jardín, cuidando de las plantas y esperándola. Mejor no decirle nada, la habría tomado por loca. O por tonta. 

— ¿Cómo ha sido tu paseo? —le preguntaría su marido como todas las mañanas.

— Muy tranquilo y agradable —le contestaría Adela como todas las mañanas.

Empezó a caminar pausadamente hacía la casita. Tenía que haber sido un sueño, un espejismo. Una broma de mal gusto de sus nervios afectados.

Aquella luz cada vez más intensa, cegadora, hipnotizadora.

Aquella gente inmóvil, cada uno sentado en su silla, sin decir una palabra, como hechizados.

No podía decírselo a Francisco: no era explicable, no era racional. No podía relatarlo a un hombre que solía interpretar cada cosa con una precisión lógica y matemática. 

No le diría nada, intentaría buscar una explicación por su cuenta o a lo mejor simplemente olvidarlo, volver a su vida como si nada. 

En fin, no había sido nada: Adela se había tapado los ojos con las manos, había huido sin ceder a la tentación de sentarse en una silla libre y dejarse hechizar, había corrido hasta agotarse y se había desmoronado en la playa. Y ahora volvía a la casita. Nada más.

Se preguntó si sabría ocultarle a Francisco el temblor de los labios, el rubor de la mejilla derecha rasgada por la arena, si sería capaz de esconder los ojos hinchados por las lágrimas… por que sí, ahora se daba cuenta de que estaba llorando. 

Se desplomó en la playa otra vez.

Aquella luz inesperada, repentina, cada vez más intensa y cegadora, aquella luz hipnotizadora que Adela había sabido evitar. 

Aquella gente, estatuas vivientes, cada uno sentado en su silla, mudos, con las miradas fijas hacia el intolerable fulgor al que se rendían, quietos y fríos, ya sin voluntad. 

Unas horas después, Francisco encontró a Adela tumbada en la playa, los ojos hinchados, la mejilla derecha ruborizada, rascada por la arena.

 

Silvia Zanetto