Jueves gordo

En los años cincuenta, en Milán existía, no sé si aún existe, un día de carnaval especialmente dedicado a los niños. Se llamaba «Giovedì grasso». El aviso de la inminente llegada del carnaval se ponía en el escaparate de «All’Onestà». Yo, niña de seis/siete años que vivía cerca de esa mágica tienda, pasaba horas mirando encantada la muñeca disfrazada de… princesa… reina… hada. Soñaba con aquel vestido largo, hinchado, azul con encajes blancos, pero sobre todo quería la peluca de bucles rubios que encima tenía una coronita de diamantes resplandecientes. Desde los cinco hasta los diez años, viví un momento de «gran fealdad». Potenciaba mi autoestima negativa mi querida madre, que en paz descanse. Me cortaba el pelo casi como un varón y, por fuera poco, en el centro de la cabeza me ponía una horrorosa horquilla donde clavaba una espantosa cinta blanca. ¡Fueron años en que mi amor propio alcanzó el nivel más bajo! Cuando llegaba el carnaval yo, con mi gran maripos anémica encima de la cabeza, frente aquel escaparate, soñaba con convertirme, aunque solo fuera por un día, en aquella preciosa princesa rubia. Llegaba el «jueves gordo». En la esquina de la gran vía de Corso Buenos Aires, yo miraba a los niños que paseaban lanzando papelitos picados. Regresaba a casa con un nudo en la garganta. Nunca lloré frente a mis padres. ¡Aquellos fueron años realmente duros!.

Iris Menegoz

El carnaval del rebelde

Al enterarse de que el Carnaval de Venecia iba a empezar, pensó que sería una ocasión perfecta para él. ¿Era o no era el genio del disfraz? Entonces, a pesar de que tenía que cumplir su condena por haber sido un rebelde, aunque le costara mucho, estaba tan ansioso por divertirse, que dejando de lado su orgullo, pidió y obtuvo un permiso temporal para alejarse y asistir a esa fiesta elegante. Llegó a tiempo. El día había amanecido despejado y los canales reflejaban la luz del sol. Se puso su primer disfraz, un largo traje negro y una máscara blanca de nariz larga y decorada, que sólo dejaba ver sus ojos, y empezó a pasear por las calles en ese silencio típico de la ausencia de tráfico. La Fiesta Veneciana con la procesión de góndolas que había recorrido el Gran Canal había terminado, mientras continuaban los grandes bailes y los desfiles de los maravillosos disfraces de época. En el escenario de la Plaza de San Marcos se habían reunido miles de personas ocultas tras las máscaras, esperando el Vuelo del Ángel desde el campanario de la Iglesia, que se terminaría posándose en la plaza. Se puso su segundo disfraz, un lujoso traje de dama de época. Nadie le hizo caso. Subió al campanario y actuando como ángel empezó su descenso. Nada más tocar el suelo en medio de la muchedumbre que aplaudía alegre se quitó rápidamente el disfraz utilizado para el vuelo y se fue. El Carnaval, ese, solo había sido una diversión. Ya era tiempo de volver a su sitio, inmóvil, en el Parque de El Retiro en Madrid.

Raffaella Bolletti

Carnaval

Cuando Valentina recibió la invitación de Valeria para ir al Carnaval de Colonia pensó contestar que no quería ir,  porque estaba triste y deprimida desde que Marcos la había dejado por una de sus mejores amigas, Alejandra. Pero sabía que Valeria non aceptaría un no como respuesta y finalmente aceptó. Cuando llegaron a Colonia tuvieron que elegir un disfraz porque en Carnaval a Colonia se disfrazan todos, no solo los niños. Eligió un disfraz de madrastra de Blancanieves de acuerdo con su estado de ánimo, que no era muy bueno y mientras paseaban por la calles de Colonia admirando el paso de los carros de Carnaval, sintió una voz que decía: si la madrastra de Blancanieves hubiera sido tan hermosa el cuento habría terminado en manera distinta porque Blancanieves no podía ser menos hermosa que la madrastra, se dio vuelta y vio a un Arlequín con dos maravillosos ojos azules y una sonrisa luminosa. Entonces pensó que había hecho bien en venir y que el hecho que Marcos la hubiera dejado no era una desgracia.

Gloria Rolfo

El carnaval de Barranquilla

¡Quién lo vive es quién lo goza!

…así decía el cartel de la entrada de la ciudad de Barranquilla; había mucha gente alrededor, las calles estaban abarrotadas y en el aire se podía percibir una atmósfera de carnaval de alegría y un olor a buñuelos con nata; todo el mundo se saludaba tirándose serpentinas con sus máscaras de papel maché hechas a mano.

La reina de la fiesta iba a ser elegida pronto, era jueves, el “Mardi Gras” nacional; todos estaban impacientes, alegres y un poco borrachos. Los hombres, impulsados por sus instintos sexuales primarios, marcando paquete, trataban de frotarse contra las chicas, con su aliento que apestaba a cerveza ácida por unos cuantos tragos de más. Era temporada de desfiles, bailes de máscaras y recepciones, era tradicionalmente el «clou» de las fiestas de invierno, el punto culminante del debut en sociedad de las jóvenes, que perderían su virginidad por la noche.

El “Cumbiódromo” estaba alistado para los desfiles de las carrozas, el escenario saturado de la creatividad y del sabor de los barranquilleros, grandes anfitriones de la alegría en el mundo.

El tema del carnaval era la selva y el animal elegido la serpiente.

Cuando la señorita apareció por la boca de una anaconda del gran carro, decorado con el bosque tropical, estaba tendida en el suelo, con una daga en su vientre y un chorrito de sangre brotando.

Lo único que se quedó eran las cintas policiales amarillas y negras de la escena del crimen, una música de marcha fúnebre flotaba en el aire entre los escombros de los carruajes.

Luigi Chiesa

Blanc moussî

Esa mañana era la de la laetare, el cuarto domingo de la cuaresma. Cuando me vi en el espejo, tuve un movimiento de retroceso. El personaje que veía daba miedo.

Todo vestido de blanco, una capa y una capucha también blanca, una máscara anónima, asexual, una cara neutra de color carne con una larga nariz roja como si fuera una zanahoria, unos hermosos labios rojos entreabiertos como para un beso de pin up y dos ojos como dos pequeños agujeros ovalados vacíos de toda vida. Empecé a gruñir como un perro y a agitar un racimo de vejigas de cerdo hinchadas y amenazadoras, era un blanc moussî, lo que significa vestido de blanco en lengua valona.

— ¡Papi, papi, ayuda! — gritó mi hija mientras se volvía hacia la puerta del dormitorio, — hay un monje malvado blanco que quiere golpearme.

Tenía razón, una leyenda quería que en el siglo XV, un príncipe abad del principado de Stavelot-Malmedy, prohibiera la participación de los religiosos en las celebraciones carnavalescas. La población contestataria quiso recordar la presencia de los monjes durante las festividades y así nacieron hacia 1502 los Blancs Moussîs. Más allá de la apariencia, también tienen carácter. Son irreverentes, satíricos y entretenidos. Sus objetivos son hacer participar a los espectadores, engendrar en ellos una reacción, en suma, integrarlos en la fiesta. Para lograrlo, son provocadores. Todos los medios son buenos: están rodeados de pescadores que usan arenques como cebo, de pegadores de carteles satíricos, de porteadores de escobas de manga larga y de tijeras de madera para agarrar tus piernas y de carros con cañones sopladores de confeti.

— ¡No tengas miedo, soy yo, tu papá! — digo quitándome la máscara.

La niña se lanzó llorando entre mis brazos. 

Entonces, almacené mi disfraz de blanc moussî para siempre.

Jean Claude Fonder

Basura

El antifaz negro no me gusta, pero es necesario.

La peluca, en cambio, oscura con mechones violeta, es de lo más femenino, solo tengo que desgreñar los cabellos. Me ensucio el rostro con el maquillaje: matices de gris, morado, violeta. Pintalabios negro, esmalte negro en las uñas, guantes de red, pero rotos, también negros. Pantalones y camiseta oscuros, bien ajustados. Finalmente me enfundo en una bolsa de residuos color plomizo, ya muy estropeada, y mi disfraz de “Saco de Basura” es perfecto. Nadie me va a reconocer, solo tú.

Oculto en mi bolso nuevo todo lo que tengo que llevarme, y salgo a la calle rebosante de gente disfrazada lanzando confeti, entre la música disonante de los carros de Carnaval, las caras espeluznantes de los muñecos de cartón piedra. Gritos de niños, carcajadas, rostros enmascarados en el alegre estrépito de la fiesta. 

Un payaso con la cara pintada de blanco intenta asustarme. Es falso como el alborozo que inunda la ciudad, como todas estas personas que necesitan disfrazarse de algo diferente para encontrar un simulacro de felicidad.

Yo sola soy real, auténtica en mi dolor de pacotilla, en mi rencor de basura. Solo tú me vas a reconocer, porque eres tú el que me ha tirado a la basura como un trapo sucio. Y yo también te voy a reconocer, porque tú no necesitas un disfraz para ser falso. No tendrás el tiempo para un saludo o una sonrisa hipócrita, porque yo sacaré lo que tengo en el bolso nada más verte: nadie se enterará del golpe, con todo ese ruido, nadie hará caso a una chica disfrazada de saco de basura en medio de ese gentío de máscaras borrachas de alegría, nadie se dará cuenta de tu cuerpo pisoteado por la muchedumbre inconsciente, como si fueras un saco de basura.

Silvia Zanetto