
All articles filed in Tapañol 15-6-22 LA CÓLERA

Cólera

Rosa estaba hojeando el álbum de foto familiar, encontró una foto de su hija Sara cuando tenía 15 años, era muy hermosa, ojos oscuros con pestañas largas, nariz pequeña, mejillas llenas con piel brillante, cuerpo tonificado de gimnasta; en ese tiempo asistía al bachillerato lingüístico y era una de las mejores alumnas de la escuela. Todo parecía perfecto, quizás demasiado.
Una vez volvió del gimnasio donde hacía ejercicio cada tarde, se veía muy deprimida, sus compañeras le habían dicho varias veces que estaba subiendo de peso y que nunca podría ganar una competición. En efecto su cuerpo estaba cambiando, estaba volviéndose más maduro, estaba floreciendo, como es normal a esa edad, sus amigas solo tenían envidia, pero ella ahora se veía gorda, por lo que decidió ponerse a dieta.
Este fue el comienzo de un desastre, ella comía muy poco, adelgazaba rápido, dejó la gimnasia artística y se incorporó a un gimnasio de fitness donde hacía sesiones extenuantes, su cara estaba irreconocible, su cuerpo cada vez más esquelético, su hermoso pelo ahora desgastado, las reglas se detuvieron, la situación era muy grave. Ella fue visitada por médicos y psicólogos, pero rechazó su tratamiento, tenía una visión distorsionada de sí misma, su peso estaba ahora en el límite más bajo. Fue declarada anoréxica sin esperanza.
En familia estaban desesperados, un día en el almuerzo estaban sentados alrededor de la mesa y Sara una vez más se negó a tocar la comida que su madre le había preparado con todo lo que le gustaba. El padre, a pesar de sufrir terriblemente, siempre se había controlado para tranquilizar a la familia. Aquel día fue tomado por una ira incontenible, tomó el mantel con todo lo que había arriba y lo arrojó contra la pared, luego corrió hacia su habitación desde donde todos escucharon a ese hombre tan bueno y paciente sollozando desesperado.
Sara se puso de pie y temblando, con las pocas fuerzas que le quedaban, recogió todo y el mismo día dijo a sus padres que aceptaría ser atendida.
Fue un camino largo y difícil, pero logró curarse por completo.
Rosa, con las lágrimas en los ojos por esos dramáticos recuerdos, sacó una foto de Sara radiante el día de su graduación y pensó en lo mucho que amaba a su esposo y en la inmensa gratitud que sentía por él que con ese arrebato de cólera y lágrimas había logrado penetrar en el corazón de su hija.
Leda Negri

La coinquilina

Ya no la soporto.
Nunca me imaginé, cuando contesté al anuncio, que la convivencia sería tan difícil. Parecía una buena ocasión: el alquiler barato, la habitación cerca de la universidad… Además, todavía no conocía a nadie en la ciudad y contaba con que Lidia, la coinquilina, y yo haríamos buenas migas.
Ella está adormecida, como siempre. Se acuesta y se duerme en un santiamén, luego duerme toda la noche de un tirón y por la mañana se despierta fresca como una rosa.
Aprieto el cuchillo con tanta fuerza que me duelen las manos, pero la cólera vuelve vigorosos mis brazos gráciles.
Ella sigue durmiendo como un angelito, sonríe en los sueños, mueve la boca como si paladeara algo delicioso.
Pero yo la voy a matar, a Lidia. Por sus muñequitas, por sus cortinas de florecitas, porque no le cuesta ningún esfuerzo dormirse. Porque no puedo aguantar esta habitación nauseabunda de niña, donde no hay nada mío, aparte de mi cama de sábanas oscuras y algún que otro par de vaqueros y camisetas negras.
Sin despertar, Lidia se mueve un poquito en su cama, rodeada de peluches de colores tiernos: conejitos, ositos, gatitos. -Mmmmhhh, sí… sí…- murmura. Porque sí, habla en sueños, también, pero nada de sexo como se podría imaginar por sus gemidos: sueña con pasteles y pastelitos porque, además de dormir, le encanta comer.
Por eso voy a clavarle el cuchillo en el pecho, para volver rojo ese color rosa empalagoso de sus sábanas.
De repente, Lidia se da la vuelta en la cama y empieza con lo que yo no puedo soportar. Porque, además de todo, Lidia ronca: ronca como un cerdo. Cuando me parece que consigo conciliar el sueño, después de que me han dado las tantas dando vueltas en la cama, ella empieza a roncar, roncar y roncar, cada vez más fuerte. Yo me desvelo y me quedo mirando el techo hasta que suene el despertador, pensando en una solución. Pero ahora ya la tengo. Si solo Lidia despertara… Porque si no pudiera gozar del miedo en su mirada sosa, mi venganza sería incompleta.
Repentinamente, los ojos azulados de Lidia se abren de par en par.
Todo mi cuerpo tiembla de rabia y el cuchillo me agota las manos.
La voy a matar, a Lidia, y por fin ella también lo sabe
Silvia Zanetto

El libro

Amalia llegó hasta el nacimiento del río siguiendo el viejo sendero que ya nadie frecuentaba, y se sentó sobre una roca plana. Había pensado que subir hasta allí la ayudaría a mantener a raya los nervios. Parecía no ser así. Al morir su marido, después del entierro, había vaciado los armarios de las prendas de él y había encontrado, bien escondido en un cajón, un pequeño libro. El mismo que ahora estaba en su bolso y que, dentro de poco, dejaría de existir. Cerró los ojos y repasó los últimos años, aguardando la calma. Tenía 27 años cuando conoció a Pedro, un hombre que le llevaba 10 años, del que se había enamorado y cuyos ojos negros y profundos penetraban su alma. Cada dos días Pedro le entregaba un pequeño poema de amor dedicado a ella cuchicheándole: “Eres mi musa inspiradora. Son de puño y letra para ti.” Ella guardaba las hojas en una carpeta roja. Acabaron casándose un nublado día de noviembre. Pero después de unos pocos años la falta de intereses comunes y la insatisfacción fueron la causa de un total aburrimiento. Ya no era tiempo de poesía. Compartían la cama por simple costumbre. Del matrimonio no nacieron hijos. Pedro se había dado a la bebida, a menudo estaba borracho y la vida conyugal se volvió pronto en una pelotera diaria. Hasta que un ataque de corazón acabó con su existencia.
Amalia dejó los recuerdos y abrió los ojos. El imprevisto descubrimiento del libro había empañado la tristeza y el dolor desatando su cólera. El libro era una colección de poemas cortos, los mismos que él le había dedicado, pero escritos por un verdadero poeta. Pedro sólo hizo un gran esfuerzo en copiarlos. ¡Ay, Amalia, qué tonta!, ¡qué pobre ilusa! Sufría ataques de rabia sólo con leer el nombre de él al final de los poemas.
Arrancó las páginas del libro y las que estaban en la carpeta, y las redujo a trocitos con los que formó pequeñas bolas. Tiró la primera al agua, con mucha fuerza como si la bolita fuera muy pesada. Una a una las arrojó al río, acompañando cada una de una palabrota diferente. La última le pareció muy ligera como si a medida que la corriente arrastraba las bolitas se llevara también un poco de su cólera.
Recorrió el sendero cuesta abajo, feliz y tranquila.
Raffaella Bolletti

La cólera del General Bourakine

Caramba, —gritó, —con la cara roja de cólera mientras trataba de desatar el corsé inextricablemente apretado de Armande de Castelroux, la famosa cortesana, una amiga de Odette de Crecy, que sin duda conoceréis.
El General Bourakine, no es su verdadero nombre, por supuesto. Es un famoso general ruso, un Boyard que no se llevaba bien con el Zar, ahora exiliado en Francia y muy conocido por sus terribles rabietas. Había tomado una suite en la Posada del nudo gordiano.
Al final de la tarde, un carruaje barroco de colores pastel azul y blanco, con el nombre de Armande pintado de rosa, llegó al patio de la posada. El General, que seguía orgulloso de sus prestaciones y no quería de ninguna manera permanecer discreto, la esperaba en la escalinata del Auberge en un bonito albornoz verde botella con forrado de Astrakan negro. Sus botas de jinete brillaban como un espejo. Su bigote en forma de doble V sonreía ampliamente para dar la bienvenida a la hermosa Armande. Su cráneo ampliamente despoblado y sus patillas bien surtidas se apresuraron a abrir la puerta del coche a la gran cortesana. Una pierna delgada envuelta en seda inmaculada que terminaba en un zapatito rosa se deshizo divinamente de todas las enaguas que la ocultaban a las miradas indecentes del General. Armande puso el pie en el escalón y tomó la mano del oficial que le ayudó a descender magníficamente.
Bourakine dio un paso atrás ante la imponente cortesana vestida en los mismos colores que su carroza y coronada majestuosamente con un gran sombrero envuelto en gasas ligeramente violetas y cubierto de flores blancas postizas. Se sumergió en una amplia reverencia y terminó con la nariz en el ramo de lilas que ella sostenía contra su corpiño que era imponente. Embriagado por el poderoso perfume que emanaba de todo su cuerpo, se levantó penosamente, retomó su mano y subió casi tambaleándose por las escaleras del porche.

Apenas entró en su suite en la planta baja, llevó a Armande al dormitorio. Al lado de la cama sobre una mesita se había instalado el cubo de champán, su botella y dos flautas, un sobre rosa, todo adornado por un ramo de flores blancas. Armande, sin esperar, abrió el sobre, contó su contenido, tomó las flautas que le tendía el General, brindó rápidamente con él y comenzó a desvestirse.
Y allí estábamos, Bourakine eructaba su cólera ante los dobles cordones que Armande llevaba en la parte delantera para levantar mejor su pecho que ahora se veía a través de una fina capa de algodón transparente. Ella era realmente imponente con los pezones anchos que apuntaban a Bourakine como dos pistolas cargadas de peligro. Bourakine, cada vez más rojo, declinaba gritando cada vez más fuerte la larga lista de sus palabrotas más sofisticadas. Nada que hacer, este fuerte de disfrute era inexpugnable. De repente se levantó, acompañado de las pequeñas risas que Armande le otorgaba generosamente, se precipitó en su armario y volvió la espada al aire. Armande gritó, él se arrodilló ante ella, puso el arma cortante detrás de los cordones y de un solo golpe definitivo liberó un par de pechos desenfrenados que lo cargaron como lanceros arrastrando con ellos el cuerpo entero de Armande de Chatelroux.
— ¡Rusos! — Grita, —¡vienen los rusos!
Jean Claude Fonder

Las virtudes del padre Lucas

Era un sacerdote muy admirado por su paciencia y sabias disertaciones con las que, cada domingo, armado de la fe, encaramado en el decrépito púlpito de su iglesia, exhortaba, con voz segura, a seguir el camino del bien a sus humildes y temerosos feligreses. Hombre culto, pero humilde. De ademanes refinados. Hombre del que no se conocía falta alguna. Ejemplo de vida para muchos. Para algunos un santo.
Aquella soleada mañana de Pentecostés, ensimismado en su sermón que versaba sobre el ejercicio de la muy recomendada virtud de la resignación, no escuchó el imperceptible aviso, apenas audible, que le hubiera podido salvar del fatal desenlace. Fue un insignificante crujido, casi normal para aquella vetusta iglesia, que no detuvo su discurso.
En el justo momento en el que hacía especial hincapié en la virtud de la paciencia, el leve crujido dio paso al estruendo y en medio del mismo, mientras la carcomida atalaya se venía abajo, las plácidas maneras del padre Lucas se transformaron en gritos y ademanes de cólera incontrolable. Sucedió apenas un segundos antes de que una centenaria viga le aplastara la cabeza.