Era Ella

Maddalena penitente Georges de la Tour

 

 Impresionante y enigmática la postura de su mirada, mientras a mi alrededor había más cuadros para visitar, yo estaba frente a ella pasmado, meditabundo, tratando de comprender por qué aquel lienzo era tan inspirador aunque lleno de dilemas, porque al mirar su escondido rostro me parecía ver a mi adorada madre cuando, de niño, por las noches me ayudaba con mi tarea escolar y, cuando deslizaba mis ojos hacia abajo creía ver a una hechicera que acariciaba mi cabeza; eh ahí comenzó mi cuerpo a temblar, cada vez el zoom de mi círculo visual se enfocaba solo en ella y las blasfemias rondaban en mi lengua, mas mis dientes como una celda de piedra las retenían para no prorratear adjetivos nefastos hacia ella. 

Seguían las preguntas calcinando mi esquema cerebral pensando si los libros eran tan solo un detalle o eran toda su vida escrita en fragmentos o en prosa, también parecía un juramento o una despedida terrenal porque cuando me percaté de la cruz y la soga lista para ejercer el papel de verdugo me incitaba más. Será que estaba demasiado cansada o la luz de la noche suavizaba sus ansias y se enfocaba solo en algo espiritual, aún con el pero y el por qué como puntos de inicio,  continuó y al final seguía oscureciendo mis enigmáticas respuestas. 

Sinceramente se veía una mujer refinada, elegante y, aunque no veía directamente su mirada, algo me decía que su tristeza se reflejaba con una sola palabra que hasta ahora no he podido descifrar. No sé cuánto tiempo estuve frente a ella, solo escuchaba el sonido de mi respiración; las incógnitas dentro de mí seguían atrapadas haciendo juicio sin razonar, cuando de pronto los altavoces resuenan en mis oídos y una melodiosa voz agradece la visita y anuncia que el Museo de Louvre cerrará en breves minutos invitando a todos a salir. 

En el transcurso de mi salida parecía estar acompañando a un funeral, nunca había caminado tan lento, sentía que mi espalda cargaba tanta irresponsabilidad por dudar de algo que no me competía, porque yo solo debía admirar la belleza del cuadro y no juzgar qué cosa o quién era la que estaba dentro. 

En fin, me fui de París sabiendo que había estado en una balanza emocional porque cuando subí a la cima de la Torre Eiffel pensé tocar las estrellas, estaba rebosante mi alegría, pero dentro del museo sucumbí en un huracán de dilemas. No sé en qué pensó Georges de La Tour pero el milagro de aquel cuadro en mí funcionó porque me volví más consciente y menos invasor de las acciones de los demás.

Luis Alberto Prado

Magdalena penitente

Maddalena penitente Georges de la Tour

 ¡Ay! Calavera que reposas en mi regazo. Estoy segura de que puedes oírme, aunque no te hable. Sé que entiendes mi sufrimiento. Como ves estoy aquí, sentada en la penumbra de un cuarto semivacío, descalza, esperando a que llegue un nuevo día. Estoy cansada, pero no consigo dormir, tengo que reflexionar sobre mí misma. ¿Quién soy? O bien ¿Quién dice la gente que soy? Soy Magdalena, pues sí, soy pecadora. El paso de las horas se va convirtiendo en una penitencia. El aire huele a tristeza. ¿Estoy mirando la llama? Parece que sí, pero no, estoy mirando al vacío. Mi mano izquierda tiene que prestar apoyo y descanso a mi cabeza que parece haberse transformado en un peñasco pesado. La llama de la lámpara de aceite ilumina los objetos que están sobre la mesa, dos tomos, el látigo con el que tendría que azotarme y una cruz. También mi pierna izquierda está bajo la luz, mientras que la pierna derecha está en la oscuridad. Igual que mis pensamientos. La mitad son oscuros, son una sombra que me envuelve y que me pregunta si es correcto lo que dice la gente, si es verdad que he pecado mucho. Soy Magdalena, pues sí, soy pecadora. Mis pecados no desaparecerán. Siempre me acompañarán. La otra mitad reflejan una parte diferente de mi vida, la que dediqué a ese hombre. Cambié mi vida. Me encomendé a él. Y hoy que ya no está, hoy me doy cuenta de que también mi vida se va apagando, como se apagará la llama de la lámpara. ¡Ay! Calavera ¿Quién fuiste en vida? ¿Fuiste una mujer o fuiste un hombre? Seguro que fuiste pecador, como todos lo somos. Ahora lo entiendo, eres el reflejo de mí misma. Esta calavera soy yo.  ¡Ay! Calavera. Mi futuro es esto.

Raffaella Bolletti

Maria de Magdala

 Me llamo María, María de Magdala, pero todos me llaman Magdalena siempre añadiendo un adjetivo: penitente, arrepentida. Los pintores y escultores más famosos del mundo me representaron siempre y solo en el instante de más dolor.

Nací en una casa pobre en las afueras de la ciudad. Más que una casa era una cueva oscura. Un infierno en verano, una nevera en invierno. ¿Cuántos éramos en familia? ¡Una muchedumbre! Un gran plato y muchas cucharas. Cuando tenía 13 años, mi padre me dijo:

— ¡Te estás haciendo mayor! —En un instante me encontré siendo la sirvienta en el palacio del “dueño” de la ciudad. Desafortunadamente también el señor de la casa, sus hijos y sus amigos se dieron cuenta de que me estaba haciendo grande.

A los dieciocho años era una mujer muy guapa y, ya que no me faltaban admiradores, decidí trabajar por mi cuenta. Dejé el palacio y conseguí una casita. Mis negocios progresaban. Después pocos meses contraté a una joven. Se llamaba Sara. Era dulce y sabia y en poco tiempo se convirtió en mi mejor amiga. 

Sara siempre hablaba de un joven hombre que ella llamaba “mi Santo”, que iba predicando por el país rodeado por una multitud de seguidores. Me pedía siempre con mayor insistencia que me uniera a ella para escuchar las palabras de su Santo.

— Habla a los pobres —me decía — habla de justicia, de equidad, de amor, de perdón, palabras que nadie nunca antes se había atrevido a pronunciar —. Así que un día, solo por curiosidad, fui con ella al campo donde predicaba y, cruzando con esfuerzo la muchedumbre que lo rodeaba, nos acercamos y lo vi de frente.

Era un hombre muy hermoso. Pelo negro, sedoso un poco ondulado, Ojos negros y piel color ámbar. (Un judío de Palestina nunca podría tener ojos azules y pelo rubio). Una luz mágica e inexplicable se irradiaba de su figura. Me acerqué. Me reconoció. Sabía de mí y de mi vida. Me puso una mano en la frente y me sonrió.

Me enamoré de pronto como solo ocurre una vez en la vida. Desde aquel fatídico encuentro mi vida sufrió un cambio profundo. Todo lo que pertenecía a mi pasado desapareció en poco tiempo, Sara y yo nos fundimos con la muchedumbre, cada vez más numerosa, para escuchar las palabras visionarias, idealistas, revolucionarias de aquel hombre.

Confieso que no siempre entendía sus discursos, pero me daba cuenta de que su constante condena a los ricos y los poderosos, tarde o temprano habría tenido consecuencias negativas para él.

¡Vámonos! – yo le decía – alejémonos del mundo, donde nadie nos juzgue, donde nadie nos diga que hacemos mal!

Él me miraba como se mira a un niño y, sonriendo ante mi ingenuidad, me respondía:

— ¡Tengo que estar a la altura de la misión que mi Padre Celeste me confió, a cualquier precio!

Yo me quedaba callada. También tenía ideas confusas sobre el Padre Celeste. Antes de conocerlo me habían dicho que su padre era un carpintero de Nazaret. Yo le creía siempre sin hacer inútiles preguntas dejando que mi miedo creciera.  

La venganza no llegó tarde con su furor bestial. 

A los pies de aquella malvada y sangrienta cruz, su madre y yo, locas de dolor, lloramos a mares.

Así me convertí en la Magdalena penitente, arrepentida. Penitente, arrepentida y enfadada porque ni mi amor, ni el Padre Celeste, fueron capaces de salvar la vida del hombre al que amaba.

Iris Menegoz

Alicia en el país de las pesadilla

Maddalena penitente Georges de la Tour

 Escribir sobre el dolor no es tarea fácil. No lo es cuando se ha de escribir acerca del dolor propio. Mucho menos cuando se trata del dolor ajeno. Penetrar en ese mundo oscuro, lleno de obstáculos aparentemente insalvables no es una   tarea sencilla. Las pérdidas, los desengaños, agrietan los corazones aniquilando, a veces para siempre, los deseos de vivir o cualquier atisbo de esperanza y ¿qué es la vida sin esperanza? ¿cuál podría ser la fórmula que alentaría a sobrevivir en un mundo sin horizontes? 

Me lo pregunto cada día que me encuentro con mi convecina: a su decir, la esposa casquivana.  Tanto ella como su marido se pasaron media vida poniéndose mutuamente los cuernos, pero ella ha asumido ahora el peso de todas las culpas. Su nombre es Alicia, y yo para mis adentros la llamo Alicia en el País de las pesadillas. 

Hoy me la volví a encontrar. Cabizbaja. Pensativa, como últimamente. 

Desde que a su pareja se lo llevó la peste, prácticamente no habla con nadie. Algunos dicen que ha perdido la cabeza, pero yo creo que es que simplemente ha recubierto su corazón con una especie de mortaja. En su casa, con la mirada ojerosa y perdida, sosteniendo entre sus dedos esa calavera que encontró no sé dónde y a la que ahora le ha dado por llevar a todas partes, se pasa las horas suspirando y si le preguntas cómo se encuentra se te queda mirando con una mirada vacía que lo dice todo sin necesidad de palabras. 

En la noche, cuando cree que nadie la escucha, la siento sollozar desconsoladamente y así permanece hasta ser vencida por el cansancio. Su vida se resume en una eterna pesadilla en la que no se advierte diferencia alguna entre el sueño y la vigilia.

No importa ya que su hombre fuera bueno o fuera malo. La muerte no redime a los vivos. Tan sólo a los muertos.  Está convencida de que así espiará eso que ella llama «sus pecados», y no le teme a la muerte porque a su manera de ver, ya está en el infierno.

 Escribir sobre el dolor no es tarea fácil. No lo es cuando se ha de escribir acerca del dolor propio. Mucho menos cuando se trata del dolor ajeno. Penetrar en ese mundo oscuro, lleno de obstáculos aparentemente insalvables no es una   tarea sencilla. Las pérdidas, los desengaños, agrietan los corazones aniquilando, a veces para siempre, los deseos de vivir o cualquier atisbo de esperanza y ¿qué es la vida sin esperanza? ¿cuál podría ser la fórmula que alentaría a sobrevivir en un mundo sin horizontes? 

Me lo pregunto cada día que me encuentro con mi convecina: a su decir, la esposa casquivana.  Tanto ella como su marido se pasaron media vida poniéndose mutuamente los cuernos, pero ella ha asumido ahora el peso de todas las culpas. Su nombre es Alicia, y yo para mis adentros la llamo Alicia en el País de las pesadillas. 

Hoy me la volví a encontrar. Cabizbaja. Pensativa, como últimamente. 

Desde que a su pareja se lo llevó la peste, prácticamente no habla con nadie. Algunos dicen que ha perdido la cabeza, pero yo creo que es que simplemente ha recubierto su corazón con una especie de mortaja. En su casa, con la mirada ojerosa y perdida, sosteniendo entre sus dedos esa calavera que encontró no sé dónde y a la que ahora le ha dado por llevar a todas partes, se pasa las horas suspirando y si le preguntas cómo se encuentra se te queda mirando con una mirada vacía que lo dice todo sin necesidad de palabras. 

En la noche, cuando cree que nadie la escucha, la siento sollozar desconsoladamente y así permanece hasta ser vencida por el cansancio. Su vida se resume en una eterna pesadilla en la que no se advierte diferencia alguna entre el sueño y la vigilia.

No importa ya que su hombre fuera bueno o fuera malo. La muerte no redime a los vivos. Tan sólo a los muertos.  Está convencida de que así espiará eso que ella llama «sus pecados», y no le teme a la muerte porque a su manera de ver, ya está en el infierno.

Sergio Ruiz Afonso

Vacio

Maddalena penitente Tiziano

 Un lepisma, un gusano, una lombriz, poca cosa. Así me sentí siempre: insignificante. La pesadilla se repetía.

Esos bichos que viven en lugares húmedos y oscuros como la angustia y el dolor punzante. La desesperación hizo que le diera la oportunidad a mi ser de sentir tantas veces como pudiera. Un garabato de vida. Te lo he dado todo.  No tengo más.  Mi alma es como de celofán.

Junto a la desesperanza la mirada perdida y rezagada en el ruego al cielo. Y me despierto añorando la paz en el corazón, deseando recuperar el amor que di. Y ahora, al final sin sueños que vivir, sin nada pendiente, tan solo la impotencia y la desolación enterrada en la mayor de las tristezas. Cállate, ni las lágrimas son buenas. Cállate mujer, no llores, me digo a mí misma, no grites, cada vez que nos acercamos a la verdad desalojamos al mundo de la muerte, del dolor, de la ira y colocamos números y letras. Es entonces cuando veo el insulto de la inteligencia ante el verbo penitente.

Culpable de lo que ocurre y de lo que no ocurre: porque si yo hubiera dicho o hecho, entonces aquello jamás hubiera ocurrido. Amamantando el padecimiento continuo, mirando con impotencia, gimiendo pececillos de plata. Hundidos en la congoja, en la desolación mientras las plagas siguen creciendo en el fondo del oscuro pozo negro.

Sin calma, sin consuelo, solo queda implorar al cielo.

Blanca Quesada

El pecado

Maddalena penitente Tiziano

 El cielo era gris. Magdalena se despertó con la cara roja, toda despeinada, el ceño fruncido. Su día sería como todos los demás. Se sentía tan sola desde la muerte de su marido. No trabajaba, no lo necesitaba. Su familia era rica, pero su marido la había llevado a Milán, y volver a Calabria le parecía una regresión.

Leía mucho, participaba en las actividades culturales que la ciudad ofrecía en abundancia, cine, conciertos, teatro, presentaciones de libros, formaciones de todo tipo, … Aunque le faltaba algo, tenía amigas, pero… 

Aquella mañana, en el correo, vio un sobre precioso, contenía una postal, era una invitación. Un nombre extraño y tentador: Círculo El pecado, lo invitaban a una velada en el hotel Hyatt situado en la galería Vittorio Emanuele. 

¿De qué se trataba? Tenía su nombre: María de Magdala. Debía presentarse al día siguiente viernes 7 de abril a las 21.00 horas en traje de gala, sin mayor precisión. La curiosidad prevaleció.

Ella eligió un vestido de Armani, de encaje negro con efectos de transparencia, la espalda completamente descubierta hasta la cintura con una gorguera que parecía ofrecer su cara para invitar al beso. Ella no sabía si tendría que seducir, pero ella estaba lista para todo. Un taxi la dejó delante de la entrada del hotel. Un portero le abrió la puerta y, sin una palabra, la llevó al ascensor.

Entró en una pequeña suite cuyas ventanas daban a la galería. Reproducciones famosas como El beso y la Salomé de Klimt adornaban una cámara sobriamente blanca y gris. Se había puesto una mesa para la cena de una persona. Sin duda, estaba un poco decepcionada, constatando la falta de un segundo comensal. Sin embargo, se instaló buscando la pose que le favorecía más.

Los platos comenzaron a desfilar como las estaciones de un vía crucis que evocaban, pero lo que retuvo la atención de Madeleine fue el cocinero que servía los platos, era joven, con el pelo largo y barbudo, su cuerpo un poco musculoso que parecía haber sido torturado atraía su mirada. Sentía el deseo de curarlo, de aliviarlo, de abrazarlo. El segundo plato estaba sangrante y ella bebió una copa de vino tinto, se la ofreció a este Jesús que la servía sufriendo, lo tomó en sus brazos y se desplomó con él en la cama cercana.

Al día siguiente, cuando abrió el correo, un nuevo sobre llamó su atención. Lo abrió febrilmente, lo que parecía una factura era la absolución.

Jean Claude Fonder

Libro

Cuando vio la publicidad en el escaparate de la librería en que estaba escrito el libro es uno de los mejores amigos, recordó que para ella había sido verdaderamente así.

Cuando tenía once años, se había roto la cadera cayendo de la bicicleta, la habían enyesado y le habían asegurado que con los cuidados adecuados habría podido volver a correr como antes. Pero la primera cosa que tenía que hacer era estar sin moverse, quieta, durante 45 días, lo que a ella, que estaba siempre en movimiento, le pareció una larga tortura, teniendo en cuenta además que había sucedido en junio cuando ella generalmente iba al mar.

Su padre le trajo un atril para libros. Marta era una buena alumna pero no leía nada que no fuera obligatorio para la escuela, así que cuando vio el libro, Mujercitas de Luisa May Alcott, no le pareció interesante. No pudiendo hacer nada, empezó a leerlo y terminó por apasionarse con las aventuras de las hermanas March. Sintiéndose menos sola y aburrida, siguió con otros libros que la ayudaron a conocer otros lugares, otras épocas y personas haciéndole más llevadera la convalecencia. 

Cuando en septiembre ya sana volvió a la vida normal tenia muchos fieles amigos que no la habrían dejado nunca.

Gloria Rolfo

Libro

Law and Justice concept. Gavel of the judge, books, scales of justice

Leer era, y sigue siendo, la pasión más grande para mí. Empecé a leer desde muy pequeño, gracias a mi abuelo materno que, cada vez que venía a visitarme, me traía un regalo, y el regalo era siempre un libro. Era increíble cómo el abuelo sabía involucrarme en la lectura, por supuesto él había leído mucho en su vida y acertaba al elegir los títulos para regalarme.

El tiempo pasaba rápido mientras yo leía y estudiaba mucho. Había montones de libros en mi escritorio. Me gustaba verlos allí, parecían estar esperándome. Claro está que mi preferido se titulaba Cuentos de Justicia, puesto que ya estaba pensando en mi futuro.

Barcelona, ciudad en la que yo vivía, se había convertido en un lugar peligroso. Mis padres tenían esa percepción de inseguridad, vivían con el temor de ser víctimas de un crimen y el resultado de ello les producía un daño físico y psicológico afectando su bienestar individual, su salud mental, su felicidad y su calidad de vida. Su estado de ánimo estaba influenciado por las noticias de varios delitos cometidos en las calles. Mi padre ya no leía el periódico, ni leía libros, estaba como aplastado. Mi madre solo leía su libro favorito: la Biblia.

“Reuniones de hampones”: Así llamaba mi padre a los grupos de jóvenes en el parque. “Date prisa, termina tus estudios y cumple tu sueño. Al menos podrás hacer respetar la ley y castigar a los culpables.” Eso me decía mi padre, que estaba obsesionado con lo que ocurría.

Obtuve mi Bachillerato en Ciencias Sociales y Humanidades, aprobé la Prueba de acceso universitaria, cursé la carrera de derecho me licencié en la Universidad Autónoma de Madrid. Superé la oposición y por fin cumplí con mi deseo de ser Juez. Los libros que cambiaron mi vida y que siempre permanecen sobre mi escritorio se titulan Código Penal e Código de Procesamiento Penal. Ahora libro sentencias condenatorias, libro sentencias absolutorias, libro, libro, libro…esta forma verbal se está convirtiendo en una persecución.

Raffaella Bolletti

Mi libro

Hace años que te busco, que te deseo, que te imagino. Muchas veces pensé que ibas a nacer bajo mi pluma impaciente, empecé varias veces decidido a llegar hasta el final de mis pasiones. Los obstáculos acontecieron, la vida no estuvo de acuerdo. Los compañeros no me seguían, e incluso yo me atravesaba en el camino. La escritura se me resistió durante años. 

Siempre he escrito mucho en el oficio que he ejercido. Un buen consultor, incluso en arquitectura informática, debe venderse, debe saber presentar sus ideas, darles color y atractivo, hacerlas fáciles de entender y sólidas para convencer.

Cuando la jubilación liberó mi tiempo de todas las restricciones, las vicisitudes incontrolables del destino me llevaron a un nuevo idioma. Un idioma que yo calificaría más bien de mundo, un universo cultural inmenso, el más importante después del inglés, como habréis comprendido hablo del español. Fue el comienzo de una pasión, más que nada literaria con la que abordé la ficción en la escritura. Me dirigí hacia la narración breve, un género que en el mundo hispano ha tenido un desarrollo importante.

Una buena escuela, sobre todo, que te permite afrontar todos los géneros, y si además, gracias a las tecnologías disponibles, esa te permite una difusión que yo llamaría planetaria, no se puede pedir más.

Hoy me siento preparado. Para escribir una novela, quiero decir. Ya escribí muchos relatos breves, algunos incluso han tenido un cierto éxito. Con algunos amigos estamos preparando un libro de cuentos. Este será el primer paso; en mi cuento, el protagonista es como una extrapolación de mí mismo. Él es a quien quiero hacer vivir en mi libro.

Jean Claude Fonder

El libro escondido

No me va avergüenza decirlo. En realidad, me apena. Y es que nunca he leído un libro. Quizá al que lea estás letras le escandalice, pero nací en una cultura absurda donde leer se considera un grave pecado. Tengo casi veinticinco años y hoy, por primera vez en mi vida, sostengo uno en mis manos. Estoy escondido en el granero. Si me descubren el castigo puede ser horrible. Por un lado, siento temor ante lo que pueda descubrir, por otro una curiosidad insaciable fruto de la represión a la que siempre he estado sometido.  No me lo dio nadie. En realidad, lo encontré cerca del bosque, dentro del tronco hueco de un viejo árbol caído. Quizá abandonado por alguien, quizá olvidado. Como un tesoro lo sostengo sobre mi regazo.  Acaricio la portada sin atreverme todavía a abrirlo alargando así un poco más el misterio. Dicen que la simple posesión de uno te puede llevar a volver loco y si además lo leyeras, incluso a perder la vista. Mi respiración comienza a volverse agitada y un creciente temblor en mis manos casi provoca que se me caiga al suelo. Elevo ansioso la vista y aguzo todo lo que puedo el oído. Toda precaución es poca ¡Quién sabe qué terrible destino aconteció a su anterior propietario! Venciendo todos mis temores intento leer la portada. Unos dibujos extraños se extienden a lo largo de la cubierta del mismo al igual que en todas las páginas que una a una voy ojeando. Me siento abatido y frustrado. No entiendo nada de lo que allí se dice.  Con resignación y rabia me lo meto debajo de la camisa y lo vuelvo a dejar donde estaba: bien escondido. De todas formas, no me rindo ¡Quién sabe! Quizá algún día, si alguien me enseñara a leer, pueda volver a intentarlo. No voy a negar que he pasado mucho miedo, pero al menos por esta vez nadie se ha enterado y, además, no he perdido la vista.

Sergio Ruiz Afonso

El regalo

A Álvaro le regaló un libro su tía, era un libro viejo, de cuentos, con fotos para hombres como él, para personas de siete años o más, ya que antes lo habían leído ella y sus amigas.

El libro había llegado en un barco, dentro de un contenedor apilado y perdido. Pero lo rescató la titi Lola, y lo llevó a su librería. Apunto la fecha de llegada, fue el nueve de abril de dos mil veinte y la edad del libro es mil novecientos sesenta. Publicado en Milán. La editorial ya desapareció. 

Le encanto la portada: Un collage que reflejaba la historia de todos, aparecía la palabra taxi, una pareja mirando a un niño, un violín con una partitura recortada en forma de corazón. Tantas cosas. Una bella obra de arte llena de color.  Su tía le dijo que colocó el libro en el escaparate. Pasaron nueve meses y nadie lo compró. Decidió leerlo detenidamente y descubrió la historia de cada uno de sus lectores. 

Álvaro se fijó en la frase que su tía había puesto al final, debajo de otras anotaciones escritas con diferentes letras. 

Desde una librería perdida en el mar y mi amor se quedó en Sicilia.  Lola.

Así volverá a su lugar de origen. Leído. Hija del limpiador. Megan.

Me gusta encontrarme cosas, son regalos, mi trabajo es limpiar el aeropuerto JFK. Una vez leído reconoces tu historia que es el relato de los sentimientos, del amor, de los encuentros y las despedidas. La de todos. Drew.

Se lo regalé a mi hija que lo donó a «vidas encontradas» Me dijo que era una asociación benéfica situada en una isla donde disfrutó de su mejor viaje.

Toco el violín desde que recuerdo, cuando viajo, me acompaña algún libro, a este lo encontré en un tren y seguirá viajando ya que lo dejaré en el aeropuerto. Espero que lo leamos todos los que poblamos la tierra. Zhi Yan.

Trabajo en Berlín como profesor de idiomas para pagar un préstamo por estudios en Estados Unidos. mamá acaba de terminar de pagar mi préstamo como regalo de cumpleaños y me envió un libro que se lee en todos los idiomas. Soy Arthur. Ya sé lo suficiente. Él se queda en el tren que me lleva a casa.

Pintor de Sicilia. desde hace dos años este libro va conmigo. Ya que no pude compartir la vida con su dueña. Se quedará ahora en el último banco de la catedral de Milán. Mattia. 

Descubrí el mundo con un libro apropiado para todas las edades. Leyendo de atrás hacía adelante. Hoy lo dejo en un banco del parque. En algún lugar del mundo. Sintiendo, como todos los vivos.   Diez años después. Gracias titi. Álvaro.

Blanca Quesada

SIAO-LI (pequeña pera) un amor chino

En los años cincuenta, en mi casa, los libros eran objetos raros. 

Me acuerdo de los libros que mi padre compraba, se llamaban «Selecciones del Readers Digest». A mí no me gustaban. Con la letra demasiado pequeña para una niña lectora principiante. 

Todo cambió de repente cuando mi hermana mayor empezó a trabajar en una famosa editorial de libros para niños. 

Eran libros grandes, ilustrados por artistas famosos. Eran libros caros, pero como mi hermana trabajaba allí tenía derecho a un buen descuento. Así que en Navidad llegó mi primer cuento. 

«Siao-Lj. Historia de un niño chino»

Fue muy fácil enamorarme de aquel gordito chino, de su familia, de sus hermanitas, de sus juguetes, de su mundo tan diferente y lejano del mío. 

Lo leí y me lo aprendí de memoria. Lo tenía debajo de la almohada y aún lo tengo…pero en mi librería. Porque el primer libro es como el primer amor, nunca se olvida.

Iris Menegoz

Viaje a “FUERA DE SERVICIO”

A Isabel no le gustaba leer. En su vida, había conocido muchos libros aburridos: volúmenes con la cubierta gris y llenos de polvo, con palabras escritas de forma tan pequeña que no se entendía nada, libros que hablaban de argumentos insulsos… 

Pero esos no eran los peores: un día le habían regalado un libro muy pesado: en su cubierta el título era “¡No me leas!” así que ella, por curiosidad, lo había abierto… Desde el libro salieron palabras terribles, como “Disparadero”, “Facturación” y “Marasma”, que la siguieron por toda la casa, y casi lograron agarrarla, hasta que ella pudo encerrarse en el trastero… 

Y debo confesaros que tampoco le gustaba la escuela, un lugar lleno de libros y de maestras que la hacían estudiar en los libros. No eran tan terribles como “¡No me leas!”, pero también el libro de inglés una vez le había mordisqueado un dedo, y la antología la hacía estornudar continuamente y, si acaso intentaba leer un cuento completo, se le llenaba la cara de gorgoritas verdes y moradas que le provocaban una picazón terrible. 

Una mañana, esperando al autobús escolar, vio un autobús muy raro. Su dirección era “Fuera de Servicio”. Isabel pensó que sería un lugar maravilloso, donde no habría ni un libro, y tomó el autobús.

Había mucha gente allí, incluso Francisco, un compañero de clase al que le encantaba leer, es más: leía tanto que sus amigos le tomaban el pelo. Pero allí parecía muy tranquilo, como si conociera bien el camino, así que Isabel decidió sentarse a su lado. Francisco le explicó que en “Fuera de Servicio” cada persona podía hacer lo que quería, sin prohibiciones y sin críticas. En sus rodillas, Francisco tenía una caja gris, cerrada, pero Isabel no se atrevió a preguntarle qué contenía la caja.

Cuando estaban a punto de llegar a “Fuera de Servicio” oyeron música, voces, risas… El autobús se paró en una plaza amplia y soleada, donde había grupos de personas que bailaban en círculo, otros que charlaban alegremente, otros que merendaban dulces maravillosos, y además otros que… Otros que… ¡Leían! Sí…  ¡leían!!! 

— Pero, Francisco… No me habías dicho que aquí había libros, ¡yo les tengo muchísimo miedo!

— Pero ¿por qué? ¿Qué te han hecho? 

— Me persiguen, me muerden, me arañan, me provocan enfermedades… y además, de los libros salen palabras terribles como “Disparadero”, “Facturación” y “Marasma”, que ¡han intentado matarme! – confesó la niña casi llorando.

—  No te preocupes, no te va a pasar nada. Ahora voy a abrir la caja -la tranquilizó Francisco- ¡Ven conmigo! 

De su caja salió un arco iris maravilloso que se desplegó en el aire y tomó la forma de un puente multicolor, adonde Francisco subió muy feliz, hasta encontrarse tendido bajo un árbol, leyendo su libro favorito, sin que nadie lo molestara o le tomara el pelo.

Isabel estaba desconcertada. Así que… ¿No todos los libros eran aburridos, malvados y peligrosos como los que había conocido ella? ¿Existirían libros que podían hacerla soñar, viajar con la fantasía, hacerle compañía en los momentos difíciles?    

Isabel subió al puente para alcanzar a Francisco y llegó bajo el gran árbol, donde la esperaban libros maravillosos, con cubiertas de color amarillo, verde manzana y lila glicinia, perfumados de miel y canela, que emitían melodías muy dulces y la rodeaban como en una danza.

— Estos serán tus libros favoritos, Isabel — le dijo Francisco —Aprenderás que no ¡existen niños a los que no les gusta leer, sino niños que se han encontrado con los libros equivocados!

Silvia Zanetto

Carta

Querido hipotético lector,

Quiero que sepas que he vivido muchas vidas en mi vida que no merecen ser contadas. De algunas de ellas hui, en otras, actué como una actriz. ¿Quién soy ahora? Una anciana sola, con muchos recuerdos agolpados en la cabeza. Me miro al espejo: los años han pasado sin detenerse, el tiempo ha hecho lo suyo dejándome arrugas en la cara que a duras penas trato de esconder. Porque todo se puede perdonar excepto la vejez. De todas formas, no me quejo, más bien, de alguna manera me siento afortunada porque hay mucha gente de mi edad que ha perdido sus facultades mentales desde hace tiempo. 

Sí, soy consciente de que estoy en la fase final de mi existencia, eso no me preocupa… faltaría más. De la muerte como de la vida no elegimos ni el dónde ni el cuándo, por lo tanto es de locos angustiarse. Sin embargo, me pregunto qué será de mi biblioteca cuando yo falte, ahora que paso largas horas admirando las estanterías repletas de libros que me acompañaron a lo largo de mis muchas vidas. 

Quizá sea este el motivo por el que estoy escribiendo esta carta, si bien no tengo la certeza de que alguien llegue a leerla. Aun así, me dirijo a ti, futuro lector de mis voluntades, para que sepas que es mi deseo dejar todos mis libros al colegio San Martín del barrio de Vallecas, es decir, el lugar que está viendo mi fin. Quisiera también que los niños que a menudo veo corretear por esas calles y con ellos, las generaciones venideras, sepan reconocer el valor de la lectura. 

Leer es vivir muchas vidas sin marcharse de casa. Leer es conocer el mundo. Leer es sentirse humano y perdonarse. Por eso seguiré leyendo hasta el último aliento. 

Doña Manuela Halos Torres

Manila Claps………..

Micro libro

A mis 6 años empecé a leer y mi primer libro desencadenó un mar de lágrimas. Se trataba de «Sin familia», di Dickens y me hacía sentir empatía hacia el protagonista el hecho de estar fuera de mi casa, por primera vez. Tenía que ir al colegio de mi severa tía Amina y vivir en su casa, en la ciudad, mientras que mis padres y mi hermanito permanecían en nuestra hacienda agrícola. 

Por suerte, la biblioteca de la tía estaba llena de libros maravillosos, divinamente ilustrados y eso me consoló. Más adelante, de adolescente, leía todos los libros que dejaban los primos que iban a pasar vacaciones a nuestra hermosa finca. Así,  viajé por países  exóticos con Julio Verne,  conocí a la florista Eliza Doolitle (Liza) y la volví a encontrar en la película musical My Fair Lady , inspirada en esa obra. Cayeron en mis manos cuentos de vaqueros, el atormenado joven Raskolnikov y hasta Santa Teresa de Jesús. Todos ellos llenaban mis tardes de vacaciones, encaramada entre las generosas ramas de mi árbol favorito o, en el ancho alfeizar de mi ventana. También había libros antiguos de mi abuelo, con tapas de pergamino y letras decoradas.

Ahora, que estamos renovando nuestra casa, veo con tristeza, cajas y cajas de libros que tienen como destino una biblioteca y, los más viejos, el vertedero municipal. Todos los personajes que acompañaron a tantos lectores se esfumarán para siempre, pero seguirán viviendo en la memoria de quienes los amaron. Aunque es posible que Montag, el bombero incendiario de Farenhait 451, los salve del olvido en el fuego.

Maria Victoria Santoyo Abril

Me voy a casa

La primera pregunta es: ¿dónde está? Buena pregunta, ¿dónde estoy? 

De hecho, no sé qué responder. ¿Mi casa? ¿el apartamento donde vivo desde hace más de 25 años con mi pequeña comodidad, elegante, bien amueblado y de tamaño perfecto para una pareja de jubilados? Y, además, en una de las calles más comerciales de Milán – no vía Monte Napoleone, por supuesto, donde los turistas son estafados – en otra calle y con un supermercado y una pizzería napolitana debajo de casa. La mía es una casa de ringhiere adaptada, con un cine al lado, un centro médico en la galería de enfrente y todas las tiendas que pueda desear. Como decía, ideal para personas antiguas que, a las inmersiones en la naturaleza verde, prefieren el sonido a veces demasiado ruidoso de las grandes ciudades.

Y eso no es todo, en estos treinta años en Milán, en Italia hemos tejido lazos casi indestructibles. Hoy nos damos cuenta de ello, precisamente ahora que parece que estuviéramos tratando de erradicarlos, puedo asegurarles que no lo lograremos, las tecnologías actuales nos ayudarán a conservarlos.

Entonces, ¿a dónde vamos?

Cerca de nuestra familia, mi hija, mis nietas, mi hermano. En nuestro apartamento en el centro de la avenida principal de Bruselas, la que los señores elegantes recorrían a caballo o en carruaje durante los siglos pasados para llegar al bosque. En efecto, durante los años 60 y sus locuras urbanísticas, el pasillo central fue sustituido por una verdadera autopista urbana. Afortunadamente nuestro apartamento se encuentra en el sexto y séptimo piso, los últimos, y una galería entierra los coches cuando pasan por delante de nosotros. El edificio data de los años treinta y su arquitectura es atractiva.

No hablo del interior, solo recuerdo que era muy luminoso y que me gustaba mucho.

Está muy bien situado, a poca distancia del centro comercial más elegante de la ciudad y, como si el destino lo hubiera preparado, junto al Instituto Cervantes.

Todo está por reconstruir, una nueva aventura, un desafío que nuestro pasado milanés nos ayudará a superar.

Jean Claude Fonder

La casa de los sueños

La reconoció desde el camino que doblando formaba un recodo. Estaba finalmente ante ella, la vieja casa de la infancia, un cuadrilátero en el fondo del campo casi apoyado al horizonte. Habían pasado décadas desde la última vez en que abrazando a su madre se había ido de ahí de prisa, sin mirar atrás. No había vuelto. La casa se había vaciado lejos de ella. Pero con la muerte de su prima Aurora, la última descendiente, al menos conocida, de aquel mundo que había sido su familia, la idea del regreso se había convertido en deseo. Y ahí estaba, exhausta de aviones y autobuses, dentro ese coche alquilado que con cautela avanzaba por la colina.

Atardecía y la silueta de la vivienda se recortaba en contraluz sobre extensiones de tierra que, a primera vista, ella catalogó como sombría. Un recuerdo se materializó de improviso: de niñas, ella y su prima Aurora arrodilladas sobre la silla dibujando casitas, los codos apoyados en la mesa de la cocina. Las casas de Aurora eran preciosas, tenía dos ventanas en el primer piso con cortinillas con lazos y una puerta de entrada arqueada con un cartel de bienvenida. A esas casas se llegaba sin dificultad por un solo sendero que su prima pintaba con flores de colores y que hacía bajar muy derechito hasta tocar el borde inferior del papel. Los mayores quedaban encantados y exclamaban ¡qué niña tan prolija!. Y Aurora repetía con orgullo que esa era la casa de sus sueños. Al contrario de su prima, las casas que dibujaba ella tenían fachadas grises y aberturas como ojos asustados y puertas triangulares que parecían dientes, de las que escapaban como viboritas senderos enredados. Era la desolación de sus padres, estaba claro que ella era desprolija. Y también quedaba asentado que aquella no era la casa de sus sueños. Por eso quizás se había marchado de ahí muy joven, para no terminar engullida por ese hogar insaciable que a lo largo de las generaciones había acumulado en baúles y rincones, entre estratos de polvo y fotos apolilladas: retazos de promesas incumplidas, cáscaras vaciadas de palabras, ilusiones caducas que como voces quebradas pegaban alaridos que hacían temblar los cimientos y que apestaban con su olor a humedad. De todos modos de eso hacía ya muchos años, tantos de encanecer sus cabellos y hacer de la vivienda ruinas y de sus habitantes fantasmas. 

Se detuvo en la cima de la colina. Bajó del coche para gozar de una visión panorámica. Desde esa altura los rayos del sol se abrían en abanico modelando el paisaje desde una nueva perspectiva. La casa aparecía distinta de aquella del recuerdo. Le pareció más pequeña, desamparada, más bien inofensiva. Y de repente sintió algo muy tibio cosquilleándole el pecho, como cuando se disuelve un grumo de sangre o un témpano de hielo recomienza a fluir. En una especie de ensoñación se le nubló la vista y cuando volvió a mirar notó el paisaje cambiado. Esas tierras sombrías aparecían ahora cultivadas: altas espigas de trigo y de maíz, huertos rebosantes de coles y tomates y extensiones de viñas y frutales entre matorrales de rosas y amapolas. Un carnaval de fragancias, de colores y en el centro, la vieja casa gris de su infancia que parecía vibrar en el crepúsculo como un corazón iluminado.

Con atropello buscó en la bolsa un trozo de papel y un lápiz. Hubiese querido esbozar aquella suerte de espejismo. Volvió a pensar en Aurora. También hubiese querido volver a verla, decirle: ¡mira prima, la encontré, está aquí la casa de mis sueños! Pero su bolsa, como le ocurría a menudo, estaba repleta de cosas superfluas. Sin perder tiempo subió al coche. Se encaminó decidida a materializar su deseo: tenía que tomar posesión de la casa, en algún modo rescatarla. Pero para su asombro, llegando al borde del terreno, lo encontró vallado con doble alambre de púa y un solo acceso, una enorme puerta de hierro forjado a dos hojas, empotrada en columnas de piedra. La conquista de un sueño requería también la fuerza para escalarlo, se dijo. Sin pensarlo dos veces, tiró la bolsa al suelo y comenzó a encaramarse por las vallas. Cuando de improviso, aquel antiguo alarido surcó potente el espacio apabullando los campos. Y el cielo se cubrió de polvo, de sombras y hierba seca y los pájaros volaron espantados de los trigales y como un potro salvaje la puerta de hierro comenzó a sacudirse. Aferrada a las vallas trataba de no caerse. ¿Es que la casa, traicionera, volvía a hacerle daño? Resistía, con los ojos cerrados, escuchando el chillido que se acercaba veloz, salvaje, intermitente. Terminó revolcándose, dando manotazos en el aire, hasta que por fin abrió los ojos y logró apagar el despertador. Rápido, le hizo falta un café.

Adriana Langtry

La casa desnuda

—La vida es incierta —pensé con tristeza mientras aparcaba mi viejo Renault 5 a un lado de la cerca— Nada es para siempre.

Hacía ya más de treinta años que había dejado atrás aquellas para mí tan queridas paredes y aun hoy parecía resonar en mis oídos las despreocupadas risas de antaño.

—Siempre soñando en volver —me decía apenado— y ahora que al fin he podido cumplir mi sueño es como si éste hubiera sido roto en pedazos.

Más allá del descuidado jardín se alzaba una casa que, aunque con visibles señales de abandono, no podía ocultar un pasado imponente. Las paredes desconchadas y descoloridas, seguían en pie, eso sí, pero ya no era el cálido hogar de los viejos tiempos. Los muros de la otrora magnífica mansión gritaban ahora la misma soledad y desarraigo que había tenido yo que sufrir durante tantos años de destierro. Sentía el corazón arrugado y dolido, y a pesar de que yo no tenía más de cincuenta años de edad, era como si éste súbitamente se hubiera convertido en el de un anciano.

La vista del edificio, lejos de confortarme, me apenaba. De golpe, toda aquella emoción contenida durante tanto tiempo se vino abajo como un castillo de naipes para quedar sepultada bajo una tupida cortina de desconsuelo. 

A pesar de todo, tuve el ánimo suficiente para extraer, del bolsillo de la chaqueta, la vieja llave que había estado atesorando durante tanto tiempo, e introduciéndola en la oxidada cerradura, me atreví a abrir la puerta.

Ésta, se dejó empujar de muy mala gana dejando constancia de su contrariedad pese a un chirriante quejido que dio testimonio del largo tiempo que había permanecido cerrada. El interior estaba bastante obscuro y apestaba a humedad y una vez que pude acomodar la vista, la escena que se descubrió a mis ojos era más que desoladora:

Todo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo. Grandes sábanas. a modo de sudario, cubrían por completo el reducido mobiliario: apenas un par de butacas, una mesa y algunas sillas.

Recordé que no siempre había sido así.

 Hubo un tiempo en que fastuosas alfombras cubrían las baldosas ahora completamente desnudas y por donde hoy tan solo se arrastraban sombras inquietantes, entonces se esparcía la luz de las elegantes lámparas de cristal de las que mi madre tanto se preocupaba para que estuvieran constantemente encendidas. Magníficos muebles de caoba y coquetos sofás por entre los que correteaba entre risas perseguido por mi hermano Iván, ocupaban otrora los espacios ahora tan vacíos.

La guerra se lo había llevado todo. También a mi familia. Echaba de menos las recomendaciones de mi madre, las eventuales risas de mi severo padre y los juegos de mi hermano menor, Iván. Ahora todas ellas, formaban parte de las cosas irremediablemente perdidas.

 Miré con tristeza a mi alrededor. La excepción a aquel ambiente despersonalizado y gélido, eran los dos enormes cuadros que aún permanecían en su lugar, últimos vestigios de la antigua decoración, que colgaban muy separados el uno del otro y que constituían casi la única aportación de color a la pírrica decoración de la estancia. También aquellos habían formado parte de mi vida al igual que la casa y eran prácticamente las únicas posesiones que me quedaban ya de aquel remoto pasado, aparte de los recuerdos. Por eso había evitado desprenderme de ellos casi con el mismo empeño que con el que había defendido la propiedad de aquellas recias paredes que hasta ese mismo momento había seguido considerando mi verdadero hogar.

En uno, se mostraba un paisaje bucólico en el que un grupo de jóvenes bailaban despreocupados en lo que aparentaba una apacible tarde de verano; por el lado derecho de la pintura, un reluciente rayo de sol se colaba a través del tupido dosel del bosque e iluminaba como si se tratara de un improvisado escenario el ir y venir de un par de cordiales ardillas, a las que se les otorgaba en aquella obra la categoría de coprotagonistas. En el otro, un viejo retrato familiar legado de mis desaparecidos progenitores, él mismo junto a su hermano, aparecía jugando a los pies de su madre, ajeno al trabajo del retratista, mientras sus padres, cogidos de la mano, parecían amorosamente extasiados en el fruto de su matrimonio.

Las dos obras, me hablaban de cosas agradables: de la salud, y de la feliz despreocupación de los seres que se saben protegidos y queridos. Justo lo contrario de mi situación actual: la de un hombre solitario y triste.

Me sentía como un niño al que se había roto su juguete preferido. Sólo que esta vez no se trataba de un simple juguete, se trataba de una parte muy importante de mi pasado

Creo que la vida es como una casa a la que poco a poco vamos rellenando de objetos y recuerdos. Pero cuando nos marchamos, los objetos también se desvanecen con nosotros para no dejar rastro, como si nunca hubieran existido, y entonces tan sólo queda el cuerpo desnudo, desprovisto del aliento vital, al igual que vacía y fría había quedado aquella mansión desde hacía tanto tiempo abandonada.

Nada del pasado se puede remediar. Todos estamos condenados a ver pasar nuestra infancia, nuestra adolescencia, a nuestros seres queridos, sin poder más allá que verter alguna lágrima. 

El viejo hogar era vivo ejemplo de esa futilidad. Me hacía sentir débil y efímero. Antes de volver sobre mis pasos, constaté con tristeza que de aquellas risas de la niñez ya tan sólo quedaba el silencio y la frialdad impresa en las ajadas paredes de aquella casa ahora tan muerta y desnuda.

Comprendí que en la vida no hay otra misión más que la de seguir, pese a quien pese, hacia adelante. Lo importante está en el presente que es lo único sobre lo que podemos actuar. No quería perder el tiempo relamiendo las viejas heridas.

Cabizbajo, volví a cerrar la puerta y deposité nuevamente la llave en mi bolsillo. Fue ese el preciso momento en el que sentí que definitivamente había quedado desatado el nudo que me ataba al pasado.

Subí al coche y arranqué sin volver la vista. Fue la última vez que visité mi antigua casa.

Sergio Ruiz Afonso