Cincuenta matices de rosa

TENCONI GIUSEPPE & FIGLI - Seta italiana dal 1900

Eso decía el letrero colgado sobre la puerta de la tienda situada en el corazón elegante de la ciudad. En el interior los muebles se remontaban a la época de la apertura. Estantes de roble contenían, en perfecto orden, cajitas de cartón azul claro.  Una impresionante y reluciente calculadora de cobre y bronce, orgullo de la señora Amalia Tenconi que vivía sentada detrás de ella.
Ana trabajaba allí desde hacía 5 años. Siempre muy elegante en su "uniforme". Camiseta de seda blanca y una falda negra plisada. Ana era muy valorada por la clientela y también por la señora Amalia que apreciaba tanto sus maneras educadas y amables.
Eran la 6 y media de un sofocante viernes de junio. Ana estaba de pie desde las 9 de la mañana. Mirando el viejo reloj de pared, contaba los minutos que faltaban para el cierre de la tienda.
—¡Todavía quedan 30 minutos! - Pensó -¡No aguanto más! ¡Mis pies están hinchados como dos salchichas!
Dos minutos después, la puerta se abrió y apareció Doña Maria Rosaria Felicita Benetti in De Sanctis, que Ana llamaba "Lema".
—¡Buenas tarde Ana! —chirrió la señora —¡Sé que es un poco tarde pero lo juro, necesito un par de bragas rosas!
Sonriendo, Ana tomó la primera cajita y mostró un par de suaves bragas rosa.
—Sí, si son muy bonitas pero.....el rosa no me convence— dijo la señora.
Otra cajita.
—¡Sí, pero el rosa…!
Otra cajita.
—¡Sí, pero el rosa…!
Otra cajta.
—¡Sí, pero el rosa…!
A la décima cajita Ana se acordó de que, la semana anterior, una camiseta roja de su hijo se mezcló en la lavadora con su ropa blanca tiñendo todo, incluidas sus bragas de algodón, de un rosa raro e indefinido.
Mirando a la señora Benetti en los ojos, Ana sonriendo se levantó la falda.
—¿Puede ser esto el rosa que usted está buscando? 
Iris Menegoz

La dependienta

Estaba guardando los vestidos que la persona anterior no había comprado cuando la puerta emitió un pequeño timbre y la fragancia vaga de un perfume barato invadió la tienda. ¡Una clienta!

Era imponente y ocupaba un espacio importante en la tienda. Una XXL sin duda.

— Quisiera un vestido pequeño para la tarde. ¿Podría usted proponerme algo?, me encantan los colores brillantes y las flores. – dijo con cierta agresividad.

Mala suerte, querida, pensé, nuestra colección es toda de colores neutros este invierno: marrón, beige y negro.

De lo poco que me quedaba de la temporada pasada encontré un vestido ligeramente ceñido, rosa vitamina y sin motivos, uno de alta costura con flores atemporales rosas y moradas oscuras sobre fondo violeta pálido, y otro completamente diverso de la colección de este año, un vestido de lana marrón claro con cuello de tortuga muy amplio sin cinturón.

La cliente entró en el probador y después de un cierto tiempo, o más bien un tiempo cierto – ni siquiera se hizo ver con los dos primeros vestidos – salió con el vestido marrón que ni siquiera podía disimular su vientre y sus fuertes muslos.

— ¡Qué bien! —exclamé. —usted está perfecta con este vestido. Muy elegante. Y además, está de moda este año. ¿No es así, Simona?

Mi compañera asintió con una gran sonrisa.

— Mire lo bien que le queda con este hermoso fular de seda, —añadí.

Le presenté el accesorio que iba con el vestido, un cuadrado de seda con estampados de color marrón sobre fondo negro. Un émulo de Hermes. Tengo que decir que me gustaba. 

Eso fue lo que me hizo ganar la batalla. 

Puse una pequeña muestra de nuestro perfume en el paquete y la llevé feliz hasta la salida.

Jean Claude Fonder

Un sábado de otoño

Es un sábado de otoño. Hay gente paseando y también hay gente en la terraza de la cafetería de enfrente, tal vez tomando chocolate caliente o una taza de té aprovechando el día soleado y los maravillosos colores otoñales que empiezan a teñir las hojas de los árboles. ¿Y yo? Aquí, trabajando en esta tienda, con Inés, atendiendo a los clientes, aconsejando colores, recomendando aquel producto, aquella cinta o pasamanería que realmente van buscando o que necesitan. Al igual que todos los sábados, desde hace unas semanas se presenta en la tienda este hombre, este tipo que parece un galán envejecido. Es casi como si tuviera una obligación de comparecencia periódica ante mí. Siempre hace lo mismo, empieza a dar un vistazo, compra algunos lazos de diferentes colores para su mujer, luego me pregunta por mi salud y por fin me cuenta hechos de su aburrida vida de casado, intentando seducirme con su cálida y aterciopelada voz. Conoce mi nombre por habérselo preguntado a Inés. Hoy ha comprado cintas de diferentes tonos de rojo. Me mira a los ojos y me dice “Rojo, el color de la pasión, la que me persigue al mirarte. Ven conmigo ahora mismo y deja que envuelva en las cintas rojas tu cuerpo, que solo puedo imaginar bajo este vestido negro que llevas puesto. No te vas a arrepentir”. Yo no digo nada, me da la lata, pero tengo que aguantarme, sonreír y ser amable. Ahora le mantengo abierta la puerta para que salga rápido y me deje en paz. Su amigo lo espera afuera, cruzando la mirada de Inés desde el escaparate. Lo sé, los dos se han vuelto amantes, a pesar de la diferencia de edad, y cada sábado se van a la casa de campo de él. ¿Y yo? Cerraré la tienda y me quedaré un rato en la cafetería dejándome llevar por la belleza de las hojas amarillas.

Raffaella Bolletti

La clienta

Brigitte, la dependienta jefa, me abre la puerta para que pueda pasar con mi voluminoso paquete. Me enseña una amable media sonrisa: soy una clienta habitual y hoy también le he dado la oportunidad a Pierre, mi adinerado marido, de demostrarme su generoso amor con unos cuantos regalos. El paquete que tiene Brigitte en las manos también es mío, una faja que necesitaba absolutamente para que hiciera juego con el vestido nuevo. 

Por supuesto, él me espera afuera: se fía de mí, de mis gustos tan refinados en elegir vestidos distinguidos que nos permitirán -a él más que a mí, claro- dar buena impresión a los invitados de la cena de esta noche. Pierre nunca entra en la tienda: son cosas de mujeres y le aburren desmesuradamente. Y el dinero, seamos sinceros, no es un problema para él, puedo gastar todo lo que quiera, con tal de que él pueda enseñarles a todos una esposa admirable y elegante: la mujer de un importante hombre de negocios.

La luz de la tarde se desliza levemente por el suelo lúcido de madera de la tienda, acaricia cálida los tapices bordeados de color naranja. Antes de recoger el último paquete de las manos de Brigitte, se me cae la mirada sobre una cinta hundida en el suelo, que parece un  corazoncito. “¡Qué mono!” pienso riendo, “Es el símbolo del amor tan profundo que Pierre siente por mí”.

Pierre está al otro lado del escaparate, mirando hacia el interior con una mirada pícara y una sonrisa vagamente estúpida. No me mira a mí, tampoco a la ropa: está observando a Yvonne, la dependienta más joven: contempla la forma de sus pechos que sobresalen al poner la ropa en una estantería más alta, sus ojos azules, su sonrisa de complacimiento: ya se sabe, las mujeres trabajadoras no son mujeres de bien, y me imagino que, después de la cena elegante con los hombres de negocios, Pierre pasará la noche con ella, en lugar de conmigo.

Brigitte me entrega el paquete. -¡Hasta pronto señora!

-¡Hasta mañana!- le contesto. Ya me he fijado en un bonito vestido azul, bordado y con encaje, que me encantaría comprarme.

Silvia Zanetto

La dependienta

La primera vez que lo vio casi se le cayó encima. Chocó con el pie derecho en la silla de ruedas donde estaba sentado el hombre. Sus súbitas disculpas no suscitaron ninguna reacción particular en él. Ni siquiera una mirada. Sus ojos estaban empeñados en otras tareas. Ildefonso se dio la vuelta y prosiguió su tarde de compras sin más. Tenía prisa. Muchos regalos por comprar y las tiendas abarrotadas de gente no prometían nada bueno. Su secretaria, que nunca iba de vacaciones por ser solterona y aburrida, le había pedido  diez días seguidos de permiso para irse de viaje a Lisboa.. ¡Increíble! Se estaba volviendo blando.. Además, él no podía perder el tiempo porque el tiempo es dinero, ¿no? Todo el mundo lo sabía. Sobre todo Ildefonso. Venido de la nada había construido un imperio económico del que estaba orgulloso y del que presumía delante de amigos y enemigos. ¿Cómo lo había conseguido? Nada de milagros, claro. Simplemente volcando cuerpo y alma en un único objetivo: el dinero. Una palabra que lo decía todo. Al menos para él. Sin embargo, pese a todos sus numerosos compromisos, la figura oscura de aquel hombre en su silla de ruedas volvió a aparecer en su memoria en los días sucesivos. También en las semanas sucesivas. Hasta que el recuerdo de aquel encuentro fortuito se convirtió en una especie de obsesión. No sabía explicárselo. Ni siquiera su analista, al que solía acudir todos los jueves por la tarde, tenía la respuesta. Fue así como, el día antes de Navidad, dejando las maletas a medio hacer y los billetes de ida y vuelta para  New York en la mesilla de noche, decidió volver al centro comercial con la absurda esperanza de encontrarlo otra vez allí.  ¿Para qué? No lo sabía. Mientras conducía por las carreteras atascadas por las inminentes festividades, seguía repitiéndose que todo aquello era simplemente absurdo. ¿Qué hacía allí un hombre de éxito como él? Ildefonso nunca había hecho nada por nadie excepto por sí mismo, menos aún por nada que no rentase dinero. Invertir el tiempo en algo que no fuesen los negocios era un absurdo desperdicio. Tenía una agenda llena de compromisos hasta el año sucesivo y a sus espaldas solo amores consumados de prisa para satisfacción de la carne y empobrecimiento del espíritu. ¿Qué le faltaba por tener? Pero allí estaba, tratando de llegar a tiempo al centro comercial en búsqueda de un hombre perfectamente desconocido. Una locura. Una broma que podría contar a sus colaboradores para pavonearse de su temeridad frente a un tullido. Con esos pensamientos caminaba por los largos pasillos del centro comercial que seguían llenos de gente apresurada por las últimas compras. Había niños por todas partes que correteaban. Familias enteras con bolsas repletas de paquetes de colores. Música de Navidad que salía de los altavoces. Sin hablar de los escaparates, adornados con juegos de luces y guirnaldas navideñas. Caminaba ensimismado en sus pensamientos cuando se percató de su presencia. Se paró de pronto. Su hombre estaba allí. Sentado en su silla de rueda, casi inmóvil, y la mirada fija hacia los transeúntes. Entonces se concedió algún tiempo para escudriñarlo mejor. El hombre vestía un abrigo negro pese al calor del ambiente y llevaba una bufanda verde anudada con cura. Tenía la piel muy clara o a lo mejor era la negrura de su vestimenta que la resaltaba. Su nariz pequeña chocaba con sus ojos negros, muy grandes y expresivos. Ahora que estaba allí casi no tenía el valor de acercarse. Sin embargo, lo hizo,  como empujado por una fuerza oscura. Fue entonces cuando el hombre del abrigo oscuro empezó a hablarle, con una voz profunda y tierna al mismo tiempo, casi como si estuviera esperándole: “Estoy aquí por ella… No. No es lo que usted imagina. Desde luego es una mujer guapa y encantadora pero, fíjese en sus gestos. Suaves y firmes, precisos y elegantes. La gracia con la que empaqueta los regalos, la atención casi materna con la que prepara los escaparates para que sean más atractivos, las sonrisas preciosas con las que acoge a sus clientes, la mirada limpia de una conciencia sin manchas. Y el tiempo. Su tiempo. Todo lo que necesita con tal de hacer bien su trabajo. Para ella no hay prisa, solo dedicación y pasión. Llevo meses observándola, pero nunca me he atrevido a entrar en la tienda.  Tal vez me arme de valor, en futuro.- Pasaron unos segundos que a Ildefonso le parecieron eternos y el hombre, como si adivinara el trasiego interior de su improvisado interlocutor, añadió – “Mire, en mi vida, hubo un antes y un después. Pero, solo ahora soy dueño de mi tiempo. ¿Le parece poco?”

Manila Claps………..

La vendedora

No os extrañe ver a un hombre delante de un escaparate con artículos de lujo para mujeres: está mirando la exposición de la mercancía, no a la vendedora. Ella sí que está mirándole a él; su cara sonriente se pone triste y pronuncia algo que se puede descifrar fácilmente observándole los labios. Son cuatro palabras.

—Lo siento, don Ernesto.

—No te puede oír desde la acera —masculla la otra dependienta.

—Pero seguro que entiende mi pésame —contesta Carmen petulante, mientras que elige de la balda una preciosa chaqueta púrpura y la expone sobre el maniquí del escaparate.

Le han contado que ya antes de que ella empezara a trabajar allí (—Vaya —piensa—, ¡lo rápido que pasan ocho años!) él solía examinar cuidadosamente la vidriera con su esposa, doña Isabel. Luego entraban para buscar en cada rincón de la tienda, riéndose como niños, hasta que ella no encontrara algo que encantara a los dos. No a diario, claro, pero seguro que al menos una vez por semana: ella podía permitírselo, pertenecía a una de las familias más influyentes de la ciudad. Era bastante mayor que don Ernesto, quizás una quincena de años, pero siempre había parecido más joven. Una mujer encantadora, una risa contagiosa, unos ojos sonrientes, una tez luminosa: 

—¡Que ni yo, y tengo veintitrés…! —piensa Carmen, frunciendo el ceño.

En el tibio sol de mediodía Don Ernesto sonríe recordando la fiesta que era, con sus ojos y dedos, acariciar faldas de terciopelo, enaguas de seda, cuellos de piel, frías joyas relucientes en sus tecas.

—Te lo agradezco mucho, Isabel, de haberme inculcado tu buen gusto, excelente de verdad. Cuando te conocí sólo era un joven que acababa de concluir la carrera, ahora soy un hombre hecho y derecho, a pesar de tus padres que siguen odiándome —piensa, alejándose con paso firme de la tienda y desapareciendo en la Gran Vía. Tiene gente que ver, cosas que arreglar.

Cae la noche en la discreta Calle de la Zarzuela. Escrutando por la ventana las sombras que se mueven en la oscuridad, Carmen exclama: 

—Míralo, ¡allí está Ernesto con mi chaqueta púrpura!

Giulia Muttoni………..