El Libro favorito

—En fin, niños, ya casi es la hora de volver a casa…

Estamos aquí desde hace horas, en el jardín, bajo el plátano que tanto le gusta a Daniel. Y la alegría en sus caras no es sólo porque es el último día de clase.

—Así que, ¿le regalamos ya el libro a Daniel? — me preguntan. —¡Ha sido fantástico escribir todos estos cuentos para él! — ¡Seguro que le van a encantar! — ¡Tendrá todo el verano para leerlos —Ya, pero un lector apasionado como él, ¡seguro que los va a leer en dos horas! —Pero no, ¿qué dices? ¡Volverá a leerlo un montón de veces! ¡Un libro escrito por sus compañeros justo para él! — gritan.

De repente, un susto me golpea y me quita la sonrisa de la cara. 

Porque él no está aquí.

—Chicos, ¿Sabéis dónde está Daniel? No lo veo…

—No estaba con nosotros cuando leímos los cuentos… —¡Yo no lo veo desde antes del partido! —Ya, ¡a él el futbol le da asco! —No ha participado al partido, ¡seguro! — ¿Y después? 

Yo, que soy la maestra, no me he dado cuenta de que he perdido a un alumno. Como mínimo, me van a despedir.

—Yo sé dónde está Daniel— dice la niña más pequeña. ¿Os acordáis lo que ha escrito en su cuento? Que cuando quiere escaparse de un partido…  

— ¡Se esconde en la biblioteca! — contestan todos.

Con el corazón que me explota, corro con los niños hasta la biblioteca de la escuela, pero… 

—Maestra, Daniel tampoco está aquí — me gritan.

—¿Cómo que no está? A ver ¡Vamos a leer su cuento!

—Aquí está. Dice: “creo que si cierro los ojos muy muy fuertes, el hechizo se cumplirá, me volveré ligero, transparente y finalmente desapareceré entre las páginas del libro…”

—Entonces está en el libro — Tenemos simplemente que sacarlo de allí y… — Y ¿te parece fácil? ¡Mira donde estamos!

Los niños miran consternados a su alrededor: centenares y centenares de libros. 

Siempre he estado orgullosa de la amplitud de la biblioteca de nuestra escuela, pero hoy…

—Maestra, para mí Daniel está en su libro favorito… ¿Alguien sabe cuál es? — ¡Yo no lo sé! —¡yo tampoco! —es que a Daniel le gustan tantos libros… —Tenemos que callarnos, a lo mejor así podremos oír si nos contesta…

Y por fin se oye la voz de Daniel, muy sutil, desde el interior de un libro.

—¡Este es su favorito! ¡Tenía que haberlo imaginado! ¡Es también mi favorito! — ¡Y también el mío! — ¡Y el mío!

—¡Daniel!— le llamo. —¡Tienes que salir de ahí!

—¿Cómo? ¡No puedo!

— ¡Inténtalo! — ¡Te vamos a ayudar! — ¡Tienes que desearlo con todas tus fuerzas! — Pero, ¿cómo puede Daniel desear salir de su libro favorito? Que además es también el mío…

—¡Tengo una idea! — dice la pequeña. — Daniel, estoy segura de que cuando sepas lo que hemos hecho para ti… Te hemos escrito un libro de cuentos, y cuando lo leerás será tu nuevo libro favorito. Mira, ahora lo ponemos aquí al lado del libro en el que estás tú…

En el silencio más profundo, dos niños abren con delicadeza el libro favorito de Daniel, hasta encontrar al compañero en el punto más apasionante del capítulo más cautivador. Luego acercan los dos libros abiertos hasta hacer coincidir las páginas.

Y Daniel salta, mientras todos los niños gritan de alegría.

— Qué maravilla! ¡Gracias! Ahora quiero quedarme aquí. Lo habéis escrito para mí…  — dice Daniel.

— Noooo! — le gritamos.

Y por fin, Daniel está aquí con nosotros, bajo el plátano.

En un par de minutos este año escolar va a terminar, y a mí no me van a despedir, por suerte.

Me imagino que queréis saber cuál es el libro favorito de Daniel… Pero no, ¡qué va! ¿Es también vuestro libro favorito?

Silvia Zanetto

Voces secretas

Como cada tarde, Ana cerró la puerta y apagó la luz. La biblioteca se quedó envuelta en su silenciosa penumbra. 

En la calle, el mendigo peruano con su llama de peluche acababa de dejar de tocar con su flauta las repetitivas y nostálgicas canciones de su tierra.

— Perdone si me permito — no quiero que piense que me molesta — dijo una voz calmada y un poco cansada— Pero ¿qué hace usted en este estante que reúne libros cuyos autores tienen el apellido que empieza con la letra C? Si no me equivoco, su apellido empieza con la letra L. De hecho, y sin querer yo vanagloriarme, está casi totalmente dedicada a mi obra. Disculpe, me presento. Me llamo Miguel.

— ¡Dios mío! — respondió una voz clara y joven — Es un gran honor hablar con usted. Me llamo Dante. En realidad, no sé por qué estoy aquí en su estante. Quizás esa chica que estaba leyendo mi libro se equivocó. Le pido perdón.

— ¡Para, Dante, para! Tú no me molestas, más bien me alegra hablar contigo. Aquí estoy rodeado de mis obras y de libros que hablan de mis obras. Háblame de ti. ¿Qué haces? ¿De dónde vienes? Tu español suena diferente al mío.

— Soy guatemalteco. Soy profesor de literatura española e hispanoamericana en una universidad de Milán y soy escritor .

— ¿Guatemala? ¿América? Me hubiera gustado ir a América. Dime, Dante ¿los jóvenes siguen leyendo mi obra?

— Su obra se lee, se leerá y se estudiará siempre, no solo en España sino en todo el mundo.

— Me alegra que a los jóvenes les guste leer ese viejo libro.

— ¡Don Miguel, el suyo no es un libro viejo, es una obra maestra!

— Muchas gracias, Dante. Pero ahora me siento un poco cansado. No estoy acostumbrado a hablar. Me pesan mis cinco siglos. Ha sido un placer hablar contigo. Recuerda que llevas el nombre de un gran poeta italiano, eso da buena suerte. Buenas noches, Dante.

Buenas noches, Don Miguel, ¡muchas gracias!

Y la noche entró como una ladrona por la ventana.

Iris Menegoz

La Bibliotecaria

Lunes 15 de diciembre de 2015, 

El metro está abarrotado, como todas las mañanas. Sin embargo, Ana está sentada. Por suerte sube en la primera estación de la línea, así que puede leer tranquilamente en su móvil. Ana es bibliotecaria, le gusta leer y estos intervalos que recupera durante el trayecto de ida o de regreso a casa le permiten disfrutar de su pasión por los libros.

Su sonrisa ilumina el vagón. Se viste siempre con bonitos colores, hoy lleva una camiseta de algodón azul con vaqueros remangados y unas botas de cuero a juego. Un moño impertinente y majestuoso corona su cara juvenil. 

Ya no piensa en sus hijos, que se han quedado a cargo de su marido. Hoy le toca a él llevarlos a la escuela. El trayecto en bicicleta primero y en metro después, son los únicos momentos en que esta sola y puede dedicarse un momento a sí misma. De lunes a viernes se levanta temprano, se ducha y prepara el desayuno para todos. Al marido le toca despertar a los niños, momento a partir del cual reina el caos en su pequeño apartamento. Algunos días llora uno, otros lloran los dos simultánea o consecutivamente, con frecuencia Ana grita. Odia llegar tarde. 

— ¡Lávate los dientes! ¿Aun no has terminado? ¡Bébete el zumo!¡Ponte el baby! ¡Mete los zapatos de gimnasia en la mochila!¡Apaga la luz!

Sobre todo, tiene que evitar que la tensión se traslade de los niños a la pareja. Cuando sale de casa tiene la sensación de que es medio día. Son solo las 8.

Ahora descansa leyendo en su pequeño y mágico dispositivo. Es un placer, tiene siempre uno o dos libros empezados, cuando termina uno empieza otro, tiene un montón de libros cargados en esta herramienta a la espera de ser leídos.

También usa Facebook como si fuera un diario. Tiene una selección de páginas que le gustan más que los periódicos de los que se ha cansado. Son páginas, revistas, noticiarios y otras fuentes que hablan y opinan sobre los temas que le interesan.

Sigue leyendo su libro “Anatomía de un instante» de Javier Cercas, esta tarde en la biblioteca hay un club de lectura y quiere terminarlo para participar. Será un día largo, pero le gusta esta actividad. Cuando sustituyó a la bibliotecaria, que fue su maestra y que se volvió a España, el club estaba funcionando bien y ya tenía un buen núcleo de lectores apasionados. El instituto Cervantes de Milán tuvo confianza en ella y hoy con el soporte del departamento cultura se devuelven numerosas actividades culturales, no solo el club de lectura inicial sino otras fórmulas: poesía, cine, taller de diferentes tipos, a veces participa en el club el autor, o la autora, como le gusta precisar a Ana. 

Pero lo que más le gusta es que la biblioteca del Instituto se ha convertido en un lugar que, más allá del préstamo de libros, películas, revistas y música, es un foro donde se encuentran y se reúnen personas interesadas por la cultura hispánica o simplemente gente que busca un lugar amigo, un bar sin cerveza, como dicen sus compañeros para tomarle el pelo. De hecho, no se puede decir que sea un espacio silencioso y recogido. Con frecuencia hay gente que habla, grupos de profesoras que se preparan las clases, estudiosos que charlan animadamente como un colectivo espontáneo de críticos literarios, parejas que hacen intercambio de conversación, niños que dibujan o se lanzan pelotas de peluche.

Ana es un poco la madre de este pequeño mundo, ha sabido rodearse de tantos voluntarios que la ayudan, porque está siempre abierta a acoger un nuevo usuario, así les llama, y intenta siempre ayudar a los que lo necesitan. Es cierto que es una labor estresante, pero a Ana le permite satisfacer su interés por las relaciones humanas y su inagotable creatividad.

La biblioteca es, ante todo, un recurso fundamental para los profesores y el alumnado del Instituto a quienes ofrece lectura, búsquedas bibliográficas y consultas para preparar cursos y exámenes. Pero el público no se limita a la gente que frecuenta el Instituto. Son sus usuarios profesores de escuelas públicas de la provincia de Milán, alumnos e investigadores de las universidades, familias españolas e hispanoamericanas, y algún espontáneo periodista, un nieto de brigadista internacional o una anciana sefardí. Todos ellos forman parte de una singular comunidad que Ana en cierta manera preside.

Ana cierra su libro electrónico, ha llegado a la parada de Duomo. Sale del vagón y sube alegremente a la plaza llevada por el flujo continuo de los milaneses que van a trabajar. Plaza Cordusio, via Dante y ya está frente al edificio en el que el Instituto Cervantes ocupa tres pisos. Sube rápidamente al primero, ocupado en gran parte por la biblioteca, entra, pasa detrás del mostrador, se quita la mochila y se instala detrás de su ordenador para consultar el correo. Hoy la biblioteca abre solo por la tarde, a partir de las 2, así que tiene tiempo para arreglar las cosas que ha dejado pendientes el día anterior, además, hay que organizar el club de lectura que empieza a las 6 y suele durar hasta la 7 y media o incluso hasta las 8. Iris, usuaria emblemática de la biblioteca, llegará un poco más tarde para ayudarla a preparar todo para el club y volver a ordenar los libros y los DVD que la gente ha devuelto recientemente.

Si Ana es la madre, Iris seria la tía de la Biblioteca: siempre presente, lista para ayudar, para dar el toque de elegancia que distingue a esta comunidad y la convierte en un lugar único. Iris es el Pepito Grillo de la Biblioteca. Si los usuarios se retrasan a la hora de cerrar, ella los hostiga con gracia hasta que salen alegremente ofendidos. Si Ana programa demasiadas actividades, ahí está Iris para censurarla. Le regaña dulcemente: no puede agotarse o adelgazará y desaparecerá, le recuerda. Todos la quieren, precisamente porque sabe manejar los acontecimientos con su modo de hacer marcado por una inagotable ironía y un humor teñido de negro. Sin Iris la Biblioteca no sería la misma.

Esta tarde la sonrisa espléndida de Iris está vestida de negro, un pantalón de lana y, en el top, una rosa roja de ganchillo de las que hace ella misma. Lleva como siempre sus gafas con dos patillas rayadas de blanco y negro y que parecen plateadas como su pelo corto. Dos pendientes de plata en forma de lágrima de los que cuelga una perla y un ligero maquillaje completan su natural elegancia.

— Buongiorno Ana, come va? tutto bene?

— ¿Qué tal Iris? Yo estoy fenomenal.

Iris habla siempre en italiano, aunque entienda perfectamente el castellano y lo hable bastante bien, pero es una perfeccionista. No quiere hacer nada que no sea absolutamente impecable.

— Hai finito di leggere il libro di Cercas?

— Sí, casi lo he terminado, pero no pasa nada, la historia la conozco bastante bien. De todos modos, tú y los demás lo habéis leído, y me parece que el debate será muy interesante, a juzgar por lo que dicen los que devuelven el libro.

— Yo ni lo intento. Es demasiado gordo, últimamente leo solo libros de menos de 100 páginas y a poder ser con letra grande. Esa lastra de mármol me destruiría la espalda, —ataja en español Iris y se pone sin decir más a desmontar las pilas de libros y de DVD devueltos por los usuarios.

A las cinco, empiezan a llegar los cluberos, como los llama Ana, que frecuentan desde hace años la biblioteca y participan siempre en las actividades que allí se organizan. Quieren sentarse en sus posiciones preferidas, delante o detrás según su afán de protagonismo o sus ansias de invisibilidad. Iris ha colocado las sillas en dos hileras alrededor de la gran mesa central y hay también otras a los dos lados para acoger a veces hasta cuarenta personas. Un grupo muy grande en el que todos se conocen más o menos.

De hecho, las conversaciones nacen, se desarrollan y el rumor crece como en una sala antes del inicio del espectáculo cuando, con una hoja en la mano, Ana pide silencio.

Jean Claude Fonder

Rosas en la puerta

El abandono se hereda genéticamente, igual que los gestos que se repiten en una misma familia. Los ademanes se eternizan cuando un nieto hace lo mismo que un abuelo al que nunca conoció. Igual que yo cuidando siempre a los demás sin pensar en mí, solícita con los más ausentes: mi padre, mi marido y mis hijos. Herede un germen que provoca en los demás un desprecio que hace de mí una víctima perpetúa, como lo fue mi madre y mi abuela, está última, a la que su marido le corto el cuello. Las huellas de sus manos dejaron una estela roja en la pared mientras se desangraba.

Ahora vivo en un tranquilo y pequeño pueblo para que la herencia familiar se acabe conmigo, para que todo se olvide para siempre. Vivo lejos de cualquier parte porque estar con gente es como romperme. Ya me pasó cuando trabajaba como enfermera en aquel pequeño geriátrico de la ciudad antigua. 

Esconderme, confundirme entre los libros dentro de una biblioteca. Este es mi lugar.

 Cada vez que un manuscrito se abre se escuchan trozos de mi propia vida.

 Las esferas que se repiten hasta el infinito se acabaran aquí. Solo soy una espectadora y me siento más viva que nunca. La soledad es la salvación. La única manera de estar viva sin dolor. Ahora, a punto de jubilarme solo puedo regresar a un panteón. 

La biblioteca esta como yo, llena de secretos, donde cada palabra tiene una historia que guardar, cada frase un mundo lleno de esquinas donde algunos no se atreverían ni a pisar. Cada vez que abro un libro me parece apretar teclas que se pulsan para bajar o subir en un ascensor antiguo, lleno de tiempos, donde las puertas chirrían al abrir un espacio con nuevos olores y sabores que llegan con cada página. Me abren a las emociones y conozco mis propios secretos leyendo a los demás.

 Me presente hace doce años a una oferta de trabajo en la “España vaciada” y conseguí ser la responsable de la biblioteca del pueblo. Llegué en un día lleno de nubes y sola. 

Mi hermana Marta y su inseparable Ángel se fueron lejos a disfrutar de la vida. Lejos de todas las muertes que sufrieron. Mi marido y mis hijos también han desaparecido perdidos como un libro que se quedó en casa de alguien. Yo por fin he dejado de ser una cuidadora, una esclava de todos. 

Ahora escucho los susurros de los jóvenes estudiantes y el silencio de los asiduos lectores o de aquellos que preparan oposiciones, hay un pequeño club de lectura los jueves y de vez en cuando viene alguien a presentar su libro.

   No hay nada que hacer sino leer, ordenar algún archivo y mirar por un gran ventanal lleno de aromas, entre los que sobresale el del jazmín de Madagascar, que formando un dosel derrama su sombra sobre los bancos de piedra. Coloreando el camino están las gardenias, las petunias, los jacintos y los elegantes lirios. Las bellas rosas blancas adornan la entrada y todas las mañanas les quito las espinas. Aquí, todos estamos a salvo.

Blanca Quesada

La biblioteca

Crecí entre pan recién horneado y libros. Corrían los años noventa y la tienda de mis padres, situada en la esquina frente a la plaza principal, vendía hogazas de pan y bollos para todos los gustos. Los míos eran de los que trabajaban desde la mañana temprano hasta el atardecer, sin embargo siempre les acompañaba una sonrisa luminosa y acogedora. Cada vez que yo salía del cole, llegaba a la panadería correteando por las calles estrechas del casco antiguo, a veces en compañía de alguna amiga a la que prometía merendar juntas bollos de chocolates y pistachos. Al cerrar la tienda y una vez en casa, el olor a pan que desprendían nuestros abrigos colgados en el perchero llenaba todo el pasillo y, curiosamente, me transmitía una tranquilidad y cierta paz interior que no sabría explicar.

Mis días pasaban sin prisa, o al menos eso me parecía a mí, pese a lo que decían los adultos, que no perdían la ocasión para quejarse de cómo el tiempo huidizo se les escapaba de las manos. De hecho, las conversaciones entre los clientes de la panadería siempre acababan con frases sobre el tiempo, y yo lo sabía de sobra porque normalmente hacía los deberes en un rincón de la trastienda donde mi padre había colocado a propósito una mesita de madera bastante baja, pintada de blanco, y unas sillitas del mismo material para que pudiera estudiar tranquilamente sola, o con mis compañeras del cole. En particular, a Carmen y a mí nos gustaba escuchar las conversaciones de los vecinos del barrio que pasaban casi a diario por la tienda, mientras nuestras mochilas se quedaban abiertas en el suelo, entre rotuladores y cuadernillos esparcidos por doquier. A la postre, creo que fueron esos retazos de charlas escuchadas a escondidas entre mis padres y sus aficionados clientes a generar en mí una forma de curiosidad e interés por las palabras que con el tiempo, habrían que convertirse en mi futuro. Obviamente hubo otra persona que me dio el empujón decisivo: mi abuela paterna, un auténtico huracán humano. 

Esa mujercita de casi ochenta años, de ojos almendrados y fuerza de voluntad arrastradora, que solía pasar por allí los viernes por la tarde, me pilló orejeando a través de la pared que hacía de divisorio entre la tienda y la trastienda lo que estaban comentando mi madre y doña Eleonor. Entonces me dijo algo que nunca voy a olvidar: “A ver niña, si te gustan tanto las habladurías, te aconsejo que leas algún cuento para los chicos de tu edad. Esas no son cosas para ti. Hay una biblioteca detrás de la plaza donde puedes escoger entre un montón de libros. Naturalmente hay que pedir el préstamo y devolver el libro dentro de un plazo de tiempo…¿Qué te parece?”.

No me acuerdo exactamente lo que le respondí, sin embargo estaba contenta porque sabía que no me iba a delatar a mis padres que, conociéndolos, me habrían echado una bronca tremenda. Pero sí recuerdo con exactitud lo que me dijo ella después: “Elvira niña, acuérdate de que en el mundo hay personas que viven la vida y otras que la dejan pasar por delante de sus ojos. Trata de estar entre las primeras”. 

No sé si hice tesoro del consejo de mi abuela. De todas formas cuando, al día siguiente, entré en la planta baja del antiguo edificio donde se ubicaba la biblioteca, después de haber atravesado un patio de columnas de forma rectangular, me pareció ingresar en un mundo nuevo y fuera del tiempo. Los largos hilares de estanterías repletas de libros, las imponentes mesas de caoba colocadas en el centro de cada sala de lectura, las luces difusas que procedían de lámparas puestas estratégicamente para crear una atmósfera elegante y relajante, en pocas palabras todo cuanto vi aquel día, cogiendo todavía de la mano de mi madre, me impresionó tanto que la imagen quedó grabada en mi memoria hasta hoy. Mi emoción tocó su ápice cuando me percaté de que justo en el centro de la biblioteca se adivinaba la base de una alta torre de origen medieval cuyo techo no conseguí ver pese a mis esfuerzos. Las paredes circulares estaban amuebladas con anaqueles de caoba sobre los cuales reposaban los libros más antiguos. Para leerlos hacía falta un permiso especial, eso dijo la bibliotecaria, doña Isabel, que nos enseñó el lugar como si fuera una guía turística. Luego, prosiguiendo en su disertación, nos informó de que el edificio  se remontaba a la Edad Media y en origen había sido el Palacete del Excelentísimo Conde Juan Osorio Del Valle, cuyos apellidos daban el nombre a diversas calles de la ciudad. Pese a que era tan solo una niña, me di cuenta de cómo brillaban los ojos de la mujer al conversar con nosotras, como si tuviera un amor reverencial hacia la historia del edificio y sus libros. Me quedé impresionada. Inútil decir que, a partir de entonces, las visitas a la biblioteca se convirtieron en mi rutina semanal, tal era el tiempo que tardaba en leer los libros que pedía prestados. 

Con el paso del tiempo, ya lo sé, cambian muchas cosas, hasta nosotros mismos, pero siempre guardo el dulce recuerdo de aquellos años de lecturas despreocupadas, meriendas a base de pan y chocolate, de conversaciones escuchadas a escondidas, de carreras por las calles que de la escuela conducían a la tienda de mis padres. A lo mejor fueron esos eventos a hacer de mí la escritora que soy ahora, y cuando mis lectores me preguntan qué lugar, circunstancia o persona me empujaron a escribir yo les contesto que fueron mi querida abuela, la vieja biblioteca del barrio y el olor del pan recién horneado.

Manila Claps………..