Voces secretas

Como cada tarde, Ana cerró la puerta y apagó la luz. La biblioteca se quedó envuelta en su silenciosa penumbra. 

En la calle, el mendigo peruano con su llama de peluche acababa de dejar de tocar con su flauta las repetitivas y nostálgicas canciones de su tierra.

— Perdone si me permito — no quiero que piense que me molesta — dijo una voz calmada y un poco cansada— Pero ¿qué hace usted en este estante que reúne libros cuyos autores tienen el apellido que empieza con la letra C? Si no me equivoco, su apellido empieza con la letra L. De hecho, y sin querer yo vanagloriarme, está casi totalmente dedicada a mi obra. Disculpe, me presento. Me llamo Miguel.

— ¡Dios mío! — respondió una voz clara y joven — Es un gran honor hablar con usted. Me llamo Dante. En realidad, no sé por qué estoy aquí en su estante. Quizás esa chica que estaba leyendo mi libro se equivocó. Le pido perdón.

— ¡Para, Dante, para! Tú no me molestas, más bien me alegra hablar contigo. Aquí estoy rodeado de mis obras y de libros que hablan de mis obras. Háblame de ti. ¿Qué haces? ¿De dónde vienes? Tu español suena diferente al mío.

— Soy guatemalteco. Soy profesor de literatura española e hispanoamericana en una universidad de Milán y soy escritor .

— ¿Guatemala? ¿América? Me hubiera gustado ir a América. Dime, Dante ¿los jóvenes siguen leyendo mi obra?

— Su obra se lee, se leerá y se estudiará siempre, no solo en España sino en todo el mundo.

— Me alegra que a los jóvenes les guste leer ese viejo libro.

— ¡Don Miguel, el suyo no es un libro viejo, es una obra maestra!

— Muchas gracias, Dante. Pero ahora me siento un poco cansado. No estoy acostumbrado a hablar. Me pesan mis cinco siglos. Ha sido un placer hablar contigo. Recuerda que llevas el nombre de un gran poeta italiano, eso da buena suerte. Buenas noches, Dante.

Buenas noches, Don Miguel, ¡muchas gracias!

Y la noche entró como una ladrona por la ventana.

Iris Menegoz