
Foto de Cartier-Bresson

La luz amarilla, el olor a café.
Las voces amontonadas resbalan sobre los cristales de las ventanas. Reflejos de lámparas, chaquetas elegantes, vasos de vidrio, botellas de olvido y de falsa alegría.
No sé por qué me habré puesto este vestido blanco tan corto.
La señora de la mesa de al lado me observa con aire de reprobación, enfundada en su tailleur de corte perfecto, protegida por su sombrerito azul y fingiendo leer el periódico.
Yo me mordisqueo las uñas, intento esconderme detrás de los mechones de pelo que se me caen en la cara. Desde la puerta llegan oleadas de frío, humo de cigarrillos, ruido de la calle. Ya son las nueve y media y puede que él no venga.
La botella del agua está vacía, la señora ha dejado definitivamente de leer el periódico y sólo me mira a mí.
Son las nueve y cuarenta y él ya no vendrá. Mi vestido es demasiado corto, demasiado blanco y quiero irme, pero no me atrevo a cruzar este salón lleno de miradas oblicuas y peinados perfectos.
Son las diez y él no ha venido. Ráfagas de música y de humo, ecos de risas y yo quiero desaparecer… o a lo mejor no, quiero ser otra: quizás una señora enfundada en un tailleur, llevando un sombrerito azul, que mira con reprobación a una chica que se mordisquea las uñas, fingiendo leer “Le Figaro”.
A las cuatro de la mañana timbró el teléfono… Nuestro hijo y en horario muy distinto al nuestro, nos llamaba emocionado.
— Les tengo la noticia del año: ¡Me caso mañana!! Encontré a la mujer de mi vida. Mi alma gemela. Ella dice lo mismo, que somos iguales, pronunciamos las mismas frases y al mismo tiempo… soñamos los mismos sueños. Nos parecemos en todo. Ya les mandé los pasajes. Nos encontramos al medio día, en el bar de siempre para que se conozcan y de allí, al matrimonio… a la Iglesia. Nos casa ni más ni menos que su Excelencia Reverendísima el Cardenal y Arzobispo Rubén Salazar Gómez, quien lo arregló todo para el día de mañana.
Colgó enseguida, dejándonos asombrados y con la boca abierta.
— ¡Sin que él supiera nada, la encontró primero que nosotros!! —Gimió llorando mi esposa.
— Es una posibilidad entre millones. Nosotros al enamorarnos, también soñábamos lo mismo, Jacinta.
Quise recordarle…
Desde el mismo momento que la bebé, uno de nuestros mellizos recién nacidos fuera robada, la desesperanza buscándola por el mundo entero nos ha devorado sin poder dar con ella.
Al hijo, jamás le dijimos nada para no joderle también el alma.
— Ellos nacieron con dos lunares rojos exactamente en los mismos sitios… Uno en el culo, en la nalga izquierda y el otro arriba de la rodilla antes de llegar a la entrepierna del otro lado. Filomeno los conserva. Si la novia fuera su melliza, también ella los tiene. Yo entretengo al hijo afuera mientras que mi gran amigo le toma fotos a las piernas de ella. Al mismo tiempo vas echándole el ojo, que si no le pillas el lunar, a Cartier-Breton no se le escapa nada.
Le dije vistiéndome de gala y de prisa por si fuera la nuera y no la hija.
La señora de mi lado me observaba un poco torcida, yo no la miraba directamente, sólo con el rabillo del ojo; ella me estaba haciendo una radiografía, yo estaba en el punto de mira de su rayo láser.
Su mirada por encima del hombro llevaba algo de desprecio, un ataque de envidia cuando me vio.
— ¿Qué estaba mirando a hurtadillas? ¿Mi minifalda mientras estaba tomando un refresco? ¿Qué estaba leyendo? Los periódicos eran diferentes, “Le Monde” no llevaba los mismos titulares de “Le Figaro” y ella bebía un “Pastis”.
Quería decir a la vieja dama:
— ¡Señora, los tiempos cambian, no todo el mundo puede permitirse una ropa descarada, inconcebible desde su mentalidad burguesa, y que usted nunca podrá llevar puesta!
Una imagen de aquellos tiempos, una narración en el cuento. Nos vemos más allá de la casilla recortada del revelado fotográfico; alrededor todo se desarrolla, todo cambia, antes y después del instante de las sesiones de fotos. Es como ver a través de la ventana y no poder asomarse.
La foto tienes que sufrirla, aceptarla, no puedes rebelarte contra ella, tampoco contra el autor que pasaba por allí y la sacó.
Esta es la historia de una fotografía que comunica algo, que te llama la atención, capturando ese momento irrepetible, para siempre, sólo con el clic de un obturador. Una excelente fotografía.
Pero es sólo una foto en blanco y negro, un poco pálida que desvanece cada vez más, cuando la dejas de mirar y la guardas en el cajón de tus recuerdos.
— ¡al diablo! —recuerda haber dicho mientras se dejaba caer en el asiento que flanqueaba las mesitas del bistrot. Aquella mañana la primavera entibiaba París y el aire, recuerda, era un vivero de brotes germinados. Poco antes había colgado la corneta del teléfono que compartía con los demás pensionarios. Estaba enfadada. Hablar con sus padres nunca había sido fácil, menos desde que había dejado el pueblo.
Era tarde. Recuerda haber bajado al bar de prisa. Los cabellos sueltos. Se reconoce enfundada en ese vestidito de falda muy corta y en las altas botas de cuero. Era su atuendo. Lo usaba a menudo, también en las manifestaciones estudiantiles. Con ese vestido había conocido a Jean.
Tenían una cita. En la espera intentaba leer el periódico, un ejemplar de Le Monde suspendido entre la mesita y la franja estrecha de tela que cubriéndole el regazo mostraba la desnudez de unos muslos por entonces torneados. Existía el futuro luminoso. Existía Jean. Era cierto, por entonces. Si sus padres lo hubiesen sabido habrían sancionado: un vagabundo. Habían pasado la noche juntos. Tampoco pensaban casarse.
— ¡al diablo!, —recuerda. Se reconoce en la joven que en la foto se mordisquea las uñas. Vuelve a oír la voz de mando del padre que ordena “¡Vuelve a tu tierra, a tu familia!”
Han fallecido. Observa con atención la imagen. Percibe el sentimiento ambiguo de aquellos días, mezcla de excitación y nostalgia. Vuelve a escucharse entonando “she’s leaving home”, la canción preferida. Y de pronto, repara en la mujer de la mesita de al lado que, en completo de tailleur con sombrerito, parece fulminar con la mirada a la muchacha. Una señora burguesa, una mujer mayor que observa, ¿envidiosa?
— al diablo, murmura. Y en un halo de compasión, inconcebible por entonces, repone la vieja foto en el cajón.
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Mujer: Estoy leyendo el diario “Le Figaro” cuando de pronto en la cervecería se hace silencio. Interrumpo mi lectura y me fijo en la chica que ha entrado, esa que acaba de sentarse a mi lado, aparentando no verme. <Me acuerdo de ti. Cursabas el último año de colegio y asistías a mis clases de literatura. Parecías tan formal, con prendas clásicas y elegantes. Qué atrevida eres ahora entrando aquí llevando una minifalda provocativa, luciendo las piernas como si nada. Sentada con tal postura relajada, un poco indecente, con el periódico apoyado sobre la mesa. En realidad te tengo un poco de envidia.> Creo que, tal vez, no me vendría mal deshacerme de las formalidades, no respetar los códigos de esa antigua moral conservadora que acabó con mi energía, la que necesitaría ahora para expresarme con libertad. Chica: Al entrar la veo, está leyendo el periódico. Ni con un solo pelo fuera de sitio, como siempre, arreglada, encerrada en un traje de calidad, lleva un sombrero pequeño, el pelo corto y ordenado, la espalda recta. ¡Vaya!, me voy a sentar prácticamente al lado de mi ex profesora de literatura. <Sé que me estás mirando, un poco sorprendida o tal vez intrigada; seguro estás pensando que la estudiante que asistía a tus clases ha desaparecido para convertirse en una huelguista, que lucha por nuevos derechos como la igualdad, la liberación sexual. ¡Venga mujer!¿Cuántos años me llevas? Quizás unos veinte y tantos. Nunca es demasiado tarde, olvídate por un rato de los libros polvorientos y disfruta de los nuevos tiempos. Tu mirada expresa que te gustaría. Alguien ha dicho que “una mujer es tan joven como sus rodillas”¿qué tal las tuyas? ¿Te atreverías a ponerte una minifalda?>
Para poder opinar coherentemente he tenido que recurrir al internet y así poder tener una idea clara de quién era Henri Cartier Bresson.
Fotógrafo francés con una versatilidad única y pionera para su época en el cual no hacía falta los colores para darle un matiz profundo y polifuncional a sus fotografías con su cámara Leica la cual era su preferida.
Me viene a la memoria mi tío Pedro era el fotógrafo preferido de todo evento que se suscitaba en mi pueblo, tal es así que se enriqueció siendo fotógrafo. Cuando era muy joven yo lo veía como algo simple hasta que un día mientras el conversaba con su hijo dándole pautas como hacer una verdadera fotografía, entonces las antenas (orejas) se me alzaron y creí que era más fácil aún.
Tomé la cámara de mi abuelo una Kodak antigua que era muy pesante para mí; fui al río a tomarle fotos al agua cristalina, a las plantas que bordeaban ambas riveras y a las rocas esculpidas por la naturaleza. Termine un rollo de 24 fotos solo en aquel majestuoso panorama.
Días después fui a desarrollarlas a una casa fotográfica todo contento esperaba ansioso tener un excelente resultado.
La desilusión fue más grande que el entusiasmo, sinceramente ninguna foto me gustó, todas oscuras, y desperfectas, cegado en mi incapacidad no sabía a quién culparlo.
Como repito era joven aún, caprichoso e inmaduro intenté varias veces nuevamente, hasta que un día me di por vencido y entendí que: “El talento no se hace, se nace”
Hoy solo me queda aplaudir a este grande genio de la fotografía que en vida fue Henri Cartier Bresson. y felicitar a mi tío por su hermoso don que Dios lo concedió.
En París, cuando florece la primavera, el olor sazonado de los primeros calores despierta nuestro deseo de ser sexy. En mayo, abandonamos alegremente las medias deprimentes. Nos escapamos libres en pantalones cortos, falda corta que flota a merced del viento, blusa transparente o camiseta bien ajustada.
Hoy, mi juventud es un hermoso y tierno recuerdo, pero los grandes bulevares despliegan siempre las pequeñas mesas redondas de sus acogedoras terrazas. Au deux Magots, un café crema, el periódico y una jarra de agua, ¿qué más desear para saborear la primavera de nuestros amores?
En 1960, tenía veinte años, era modelo en Courrèges, recuerdo que estaba sentada allí en un banco, un vaso de Vittel delante de mí, el trabajo requería ser delgada. Llevaba un minivestido blanco, medias altas y zapatos de chico, una moda recientemente lanzada por nuestra casa.
Me atreví a salir con esa ropa tan escandalosa. Una mujer que ya no era muy joven y que leía el Figaro me miraba con una mezcla de reproche y envidia en la mirada. Estaba bien vestida, también ligeramente, pero con más reserva y coronada, por supuesto, con un sombrero que se ajustaba a su edad.
En cuanto a mí, no sé si respeto los cañones de mi edad, que no os revelaré. Normalmente llevo vaqueros y una camiseta muy ajustados, pero hoy me he permitido un vestido de flores corto y ligero para celebrar la nueva temporada. La ciudad está llena de turistas jóvenes, una de ellas está sentada junto a mí Au deux Magots. Lleva unos vaqueros rotos sin piernas que descubren sus nalgas bien redondas. ¿Me pregunto si yo también podría usarlos?