Recordar, contemplar y encontrarse a sí mismo


“….Y cuando el viento 
oigo crujir entre el ramaje, yo ese 
infinito silencio ....”
Giacomo Leopardi

Aquella mañana subió al coche, llegó a donde había decidido, aparcó, bajó y empezó a caminar hacia el bosque. Se sentó apoyando las espaldas en el tronco de un árbol y, mirando a lo lejos, se quedó pensando en los muchos años que veraneaba en Las Marcas. Esta región a la que se conoce sobretodo por sus playas largas de arena fina, en realidad es una tierra para descubrir por la pluralidad de paisajes, por la variedad de bellezas naturales y artísticas. La naturaleza y la mano del hombre se mezclan aquí en los bosques históricos, en los santuarios, en los castillos, en las abadías. Allí sentada, mientras le parecía oler la brisa marina, recordó los extensos campos de lavanda o de ginestras, las colinas donde se cultivan los diferentes viñedos, la intensidad del olor penetrante de las trufas negras de Acqualagna y de las zonas de los Montes Sibilinos. Allí mismo estaba ahora a los piés de los montes. Bueno sí, los fascinantes Sibilinos conocidos desde la Edad Media en toda Europa como reinos de demonios, nigromantes y hadas. Si se habla de los Montes Sibilinos se habla de leyendas, de magia y de cuentos antiguos.  Los Montes deben su nombre a la leyenda de la Sibila – la profetisa de la mitología clásica – que se escondió aquí en una gruta, conocida como la Gruta de las Hadas, cuando fue exiliada del inframundo. Otra leyenda que está relacionada con los Sibilinos es la de Pilato, según la cual el cuerpo muerto del prefecto romano fue arrastrado a las aguas del “demoniaco” lago, situado en uno de los valles más elevados del Monte Vettore.  Más abajo podía divisar la ciudad de Ascoli, una ciudad que ella había aprendido a conocer y apreciar, y que se reveló un lugar riquísimo de preciosos detalles: los restos romanos, los testimonios del románico y del gótico son indelebles en la que se ha definido la ciudad de las cien torres. El centro histórico debe su aspecto tan armónico y compacto al travertino local, material principal en todas las construcciones. Cada año Ascoli vuelve a vivir la magia del pasado, entre carreras a caballo y desfiles en trajes de época, proponiendo elocuentes recuerdos de hechos históricos, como la famosa Quintana, que se desarrollan en el centro de la ciudad antigua. La Pinacoteca, rica en obras de Carlo Crivelli, Tiziano, Guido Reni, la Galleria Civica d’Arte Contemporanea, El Museo Arqueológico Nacional, la Cartiera Papale y el Teatro Romano. Y Piazza del Popolo que es el salón y lugar de encuentro de la ciudad, conocido también por albergar el histórico Caffè Meletti. Sí, así es, fue allí en este Café que, hace muchos años, encontró la aceituna rellena y frita “all’ ascolana”, enamorandose de la que es la “tierna” de Ascoli, considerada la mejor aceituna de mesa. Desde que veraneba en San Benedetto del Tronto, por la mañana le gustaba dar largos paseos en bicicleta hasta llegar al muelle norte, donde atracaban los barcos pesqueros. O bien, llegando al muelle sur donde se encuentra el MAM, Museo de Arte en el Mar, un museo permanente al aire libre que cuenta con 145 obras de arte,  esculturas y  murales. En cambio su habitual paseo diario por la tarde se dirigía hacia el sur andando por una playa casi desierta de 5 km. A la izquierda el mar y a la derecha la reserva natural de La Sentina. El silencio de la naturaleza que la rodeaba se interrumpía sólo por el sonido de las olas y de los animalitos de la reserva. En este tramo de playa sólo se encontraba alguien practicando el kitesurfing, deslizándose entre las olas, o algunas parejas nudistas tomando el sol. En la arena, arrastrados por el mar, troncos de arboles, de formas diferentes y  curiosas, parecían descansar. Este paseo la llevaba a la desembocadura del río Tronto que marca la frontera entre Las Marcas y la región de Abruzos. De allí, de vuelta hacia su casa pasaba por dentro de la reserva, un ecosistema de gran valor formado por un conjunto homogéneo de zona terrestre, fluvial y lacustre creado a partir de los sedimentos dejados por la actividad del río Tronto. La reserva natural cuenta con pequeños lagos y ríos, especies vegetales endémicas y además es un punto de parada para las aves migratorias. Un verdadero laberinto de senderos escondidos entre arboles, arbustos, plantas de regaliz, cabañas para observar las aves y disfrutar de la visión de la avifauna de los humedales que hay detrás de las dunas. A pesar del miedo a las serpientes -sin duda algunas vivían en la reserva-, y aunque los sonidos más mínimos la alertaran, el  lugar capturaba su interés. Con un poco de suerte y paciencia logró ver el fratino, un pequeño pájaro que se alimenta y anida en la playa, unas grullas comunes, el aguilucho lagunero, la nutrias, y algunos simpaticos herizos, sus favoridos. Le gustaba pensar que se parecía a ellos. Aparentemente espinosos, pero en realidad reservados y tiernos. La reserva es también un refugio para murciélagos. Contrariamente a la mayoría de las personas, ella no tenía miedo o a los murciélagos, estos mamíferos voladores con potentes alas, que se alimentan con insectos, polillas, moscas, y sobretodo con mosquitos. Nunca se imaginaría que años atràs los mismos animalitos, que ya tenían que cargar con creencias injustas, se considerarían siniestros murciélagos causantes de una pandemia. Apoyada al árbol el tiempo parecía haberse parado…ya era el momento de volver a casa. Su apartamento contaba con tres terrazas, dos daban al mar, al este, y una a la montaña al oeste, y sólo lo separaba de la playa el hermoso jardín de un pequeño chalet. En las terrazas albergaban dos animalitos. Uno era precisamente un pequeño murciélago, de cuerpo diminuto, que solía llegar cada tarde. Cerraba sus grandes alas, y agarrandose al tejado de la terraza, se quedaba allí, tranquilo colgado cabeza abajo. Ella lo consideraba una especie de amuleto de buena suerte. El otro, que frecuentaba las paredes de las terrazas, de preferencia las al este, era un gecko, un animalito nocturno, que parece una lagartija normal, pero que en realidad es una especie de pequeño alienígena con superpoderes, capaz de desafiar la gravedad. Se lo veía trepar por superficies lisas como el cristal esmerilado e incluso correr por los techos sin caerse. Ambos la acompañaban en su lectura nocturna durante los veranos. Pero ya llevaba dos años sin su amuleto, el murciélago había desaparecido. Aquella tarde, al regresar de su paseo se sentó en la terraza que daba al mar, y tomando un aperitivo pensó que sí eso era:  “…naufragar en este mar me es dulce” (G. Leopardi).

Raffaella Bolletti

Dando vueltas por el claustro


Envuelta en el silencio por una fina y típica nieblita, rodeada de campos sometidos a correntía continua, la antigua Abadía de Chiaravalle deja adivinar toda su belleza, primero de todo a través de su Campanario.
En el año 1135 empezó la construcción de este monasterio por voluntad de San Bernardo, fraile de la Orden Cisterciense, como una rama de la Abadía de Clairvaux. Los cistercienses se establecieron fuera de la ciudad, saneando una zona pantanosa, dedicándose al trabajo del campo recuperando y haciendo fértil la tierra, contribuyendo al desarrollo del territorio y creando una organización agrícola altamente eficiente capaz de dar vida, junto al complejo monástico, a una granja con animales de patio, cerdos, ovejas y colmenas para las abejas. Una granja donde incluso los peregrinos pobres podían alojarse. Alrededor de la Abadía se desarrolló un pueblo agrícola, anexado al municipio de Milán en 1923. Hoy en día hay una casa de huéspedes que ofrece hospitalidad a quienes la solicitan, y durante su estancia los huéspedes pueden experimentar los ritmos de la comunidad. Hay también una tienda, que es atendida por los monjes, donde se venden productos de la Abadía. Es un lugar que desde siempre me infunde paz en la que de vez en cuando vuelvo a sumergirme. En ese 17 de septiembre de 2016 estaba yo paseando, muy lentamente, por las arcadas del claustro sin darme cuenta de que ya había dado no sé cuantas vueltas al claustro mismo. Los recuerdos iban aflorando, sin orden hacia atrás y hacia adelante despertando emociones dormidas haciéndome revivir momentos y sensaciones, obligándome a enfrentarme a la cruda realidad. Las cosas no siempre son como deseamos. Estaba consciente de que este paseo me llevaría de vuelta en el tiempo hasta aquel 17, día de un lejano septiembre de 1977. Era una mañana como esta y yo era tan feliz y tan inquieta, luciendo mi traje de boda. La marcha nupcial, mi padre acompañándome, y él, mi novio, esperándome en el altar. Quizás fue una lágrima o tal vez fue la voz del fraile saludándome, o la suavidad de su mirada, la delicadeza de su paso las que me devolvieron al presente. De pronto empiezan los toques de la antigua campana mayor, todavía accionada manualmente por los monjes cistercienses, mediante una cuerda que cuelga en el centro de la intersección entre el crucero y la nave central de la iglesia, llamando a los fieles a la misa. El fraile se aleja. Yo prefiero quedarme en el claustro mirando el campanario, que los milaneses suelen llamar “Ciribicciacola”(pronunciado chiribichiacola), probablemente por las cigüeñas que en el pasado anidaban en la torre, o por los chillidos de sus pequeños. Al terminar la misa entro en la iglesia. El fuerte aroma del incienso quemado llena el interior. Doy una vuelta mirando los frescos de las paredes internas. Espero a que los frailes lleguen con sus túnicas blancas con escapulario negro y capuchas, se sienten en el magnífico coro hecho en madera, compuesto por dos hileras dispuestas paralelamente a dos niveles, y empiece el canto gregoriano que se apodera de mí por su belleza, espiritualidad y misterio. Los cistercienses, se destacan por su austeridad, oración, silencio y trabajo duro, principios fundamentales de la Orden. En aquel septiembre de 2016 ¿necesitaba yo lo mismo?
Al salir de la Abadía llovía a cántaros ese 17, día de septiembre de 1977, mi vestido de boda mojado, los invitados bajo la lluvia lanzando arroz a nosotros, los recién casados. El saber popular dice que, si llueve, ese día se habrán derramado todas las lágrimas que tendrá esa pareja, que nunca más vivirá penas ni tendrá motivos para llorar. ¿Novia mojada novia afortunada? Tengo que ser bastante lenta porque hoy, 17 día de septiembre de 2019, paseando por el claustro aún me pongo esta pregunta. Lo que es cierto es que vuelvo aquí, en este lugar tranquilo donde a veces, en el misterio del canto de los frailes, me parece oír tu voz diciendo: ¡Sí quiero!

Raffaella Bolletti

Celda


Su habitación se había vuelto una celda en la que, encerrada voluntariamente para aislarse del mundo, se quedaba todo el día en la cama. Allí en esa celda se escondían la esperanza, la aceptación, la negación, allí se escondía el tiempo, el olvido imposible. Pensó en los presos, en las celdas de una cárcel; pensó en las abejas, en las celdas de la colmena, libres de salir, entrar, y salir de nuevo. Comprendió la inutilidad de seguir encerrada e incomunicada. Ahora lo tenía claro: retomaría el hilo que la conectaba con el exterior, con ese conjunto de celdas por cruzar. Cada una diferente, cada una contándole su propia historia, en un viaje en el que una celda se abre donde la otra se cierra. Celdas conectadas en paralelo, adyacentes, a veces sin puertas, para así coincidir y relacionarse con los demás. Hasta llegar, sin prisa, a las celdas oscuras de las que no hay salida.

Raffaella Bolletti

Regreso a Gombola


Estaba casi al final del viaje. A lo lejos ya se distinguía el Castillo.

Una fortificación medieval compuesta por varias edificaciones a las que se accedía pasando un arco en piedra de arenisca. Un pueblo, formado por el Palazzo de la Podesteria, la iglesia, el campanario y algunas casas, construido en la cumbre rocosa que dominaba el río Rossenna que dividía el pueblo de Gombola en dos partes. Un lugar perfecto para construir un castillo que fue el hogar de los Condes da Gomula, señores feudales de origen longobardo. También se distinguía la antigua iglesia dedicada a San Miguel Arcángel, donde se celebró el matrimonio de sus padres.
Finalmente llegó a destino, a esa pequeña y desconocida aldea de los Apeninos Emilianos. Aparcó el coche en el patio de la granja y se quedó un rato en el asiento del conductor observando la casa-torre, del final del siglo XIII, totalmente construida en piedra, que había pertenecido a sus antepasados, bisabuelos, abuelos y por fin dejada en herencia a sus primos y a ella misma. El antiguo portal original de la grande casa estaba cerrado, como las ventanas; la luz del sol bañando la fachada con el pórtico formado por una hilera de columnas de arenisca finamente talladas del siglo XVII.
De pequeña veraneaba con algunos primos en este caserón, que no le gustaba para nada. Ahora le parecía la casa más hermosa del pueblo. Al exterior todo parecía haberse quedado igual. Bajó del coche; el empleado de la agencia inmobiliaria estaba a punto de llegar. Pero antes deseaba echar un último vistazo, a solas, al interior de la casa. Entró, y cruzando el pórtico llegó al grande salón con la chimenea, la mesa grande de roble macizo y el aparador. Ya que nadie había vivido en la casa durante muchos años, algo había empezado a deteriorarse. En unos puntos las tejas viejas dejaban pasar agua de lluvia y en algunos tablones de madera del suelo antiguo se notaban huecos pequeños, que denotaban la falta de algunos trocitos.
Por el rabillo del ojo captó un movimiento en la pared, una araña grande y negra se alejaba hacia la puerta de la cocina que estaba abierta. De las criaturas que probablemente desde siempre vivían allí, insectos, abejas y también un murciélago, solo las arañas siempre le habían dado asco. La casa tenía tres pisos, y un enorme sótano donde estaban los viejos toneles de madera de roble que custodiaban el vino y una despensa fresca y cerrada donde el abuelo conservaba el jamón.
¿Subir hasta las habitaciones más arriba o bajar?
El silencio era aplastante, solo podía oír el siniestro crujido del suelo de madera, bajo sus pies. Se acordó de la inquietud que le provocaba este sonido cuando por la noche trataba de dormir, tras haber escuchado las leyendas, esas espantosas, que la abuela solía contar a los nietos. Subió al tercer piso y entró en la grande habitación, la que había compartido con su prima. Abrió la ventana, la que daba al pequeño río Rossenna, a las ruinas del castillo y a los viñedos; se asomó. Un fuerte aroma de uva madura llenaba el aire.
¡Imposible! Su imaginación le estaba jugando una broma. Nadie se ocupaba del viñedo desde hacía muchos años y la viña no tenía ni un racimo de uvas. Bajó al segundo piso y entró en la habitación que el tío abuelo materno, sacerdote en la comunidad de Módena, solía utilizar durante sus vacaciones. Desde su ventana se veía el otro caserón y más allá el principio de los bosques de encinas, robles, castaños, donde a veces paseaba con al abuelo en busca de hongos al final de verano, y donde teniendo suerte y guardando silencio se podía ver a zorros, jabalíes y faisanes.
Luego bajó a la taberna, en aquel lugar que aún olía a vino, que su abuelo consideraba precioso y del que estaba muy celoso. Incendió una bombilla que con su luz fantasmal iluminaba los recuerdos. Por supuesto el murciélago ya no estaba.

Y de repente… alguien estaba tocando la bocina.
Se había olvidado del empleado de la agencia inmobiliaria…

Raffaella Bolletti

Oleaje


Pablo Ruiz Picasso, Bañista sentada a la orilla del mar, 1929

Estoy aquí en la playa sentada al borde de mis recuerdos, esperándote, mientras el mar sigue levantando olas que se rompen en la orilla. Cierro los ojos y mis oídos perciben el suave sonido del vaivén de las olas, el aliento de la espuma. Se levanta el viento y el oleaje se hace más fuerte. Se acelera mi corazón, adaptándose a este ritmo. Ya no sé si es el viento que acaricia mi piel o si son tus labios, ya no sé si es el ir y venir de las olas o si es tu cuerpo que se une al mío.

Raffaella Bolletti

El camino

Es un día difícil para la tortuga pequeña que rompe su cascarón del huevo y sale corriendo hacia el mar, empezando así su camino, a solas, por sus propios medios sin la ayuda de nadie. Es un día difícil para mí también, que por haber perdido hace tiempo mi camino anterior, al bifurcarse el mismo repentinamente, decido hoy apagar las luces, abrir la puerta, salir y andar un camino sin rumbo. Abandonaré los grandes senderos y seguiré el entramado de los estrechos, los más arriesgados, los que esconden dificultades, los que me obligarán a poner atención a los detalles, rebuscando sentimientos aparentemente perdidos. Llegaré tal vez a un destino final, donde encontraré otros caminos entrelazándose con el mío. ¿Seré capaz entonces de regresar a la misma playa como las tortugas marinas? ¿Seré capaz de recorrer el camino al revés, invirtiendo la cronología, rebobinando el pasado tropezando con los escombros de proyectos no realizados, de fracasos, de errores y de éxitos, sacando provecho de ellos? O tal vez, quizás, transitando de un sendero a otro, dejaré ir a la sombra que me acompaña, para perderme….perderme….perderme en este laberinto de nuevas emociones hacia un olvido del que no hay vuelta atrás, obligada a seguir adelante, actualizar el mapa de mi vida, abrir la mente a lo imprevisto, aprender a mantener la llama de la felicidad encendida gozando de las pequeñas cosas. Para percatarme, por fin, de que todo sigue igual.

Raffaella Bolletti