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Yo soy una ninfea

Yo soy una ninfea rosa, flotando en un lago pequeño entre ninfeas azules.
Meditando, meditando, transformándome ahí me quedo: llegan las ninfeas blancas a mi encuentro y las espero con alegría. Hace mucho calor, pero el agua nos refresca evaporando el sol. Mi Alma se encuentra allí con el gran pintor.

Simonetta Ferrante

Reflexiones

Era uno de esos días en los que lloraba como una Magdalena. Ya le había ocurrido varias veces. El dolor era el causante de todo, parecía sepultado, pero en realidad sólo estaba escondido en un lugar secreto, preparándose para morderla, listo para el ataque. Aquel atardecer, estaba sentada en el césped del jardín detrás de la granja, cerca del estanque. Había algo especial, algo tranquilizante en quedarse mirando a las ninfeas que flotaban sinuosamente en la superficie como en una danza. Pero el llanto la sorprendió otra vez. Se acercó un poco más al agua, inclinando el cuerpo, su largo pelo casi acariciando las flores mientras algunas lágrimas caían en el estanque. Miró al agua sin reconocer su propio reflejo, identificándose entonces con uno de esos sauces llorones plantados en la orilla. En el estanque también había manchas de colores como las nubes rosadas en el cielo medio nublado de ese atardecer. Desearía hundirse allí, mezclándose con los azules y los verdes desapareciendo de manera que nadie pudiera dar con ella. Por siempre jamás. De pronto se acordó de una expresión de un famoso poeta “Dale palabras al dolor. El dolor que no habla susurra al corazón oprimido y le dice que se rompa”. Pero ahora las palabras, sobraban en este lugar encantado, no las necesitaba. Sin embargo, las palabras llegan cuando quieren y de hecho alguien estaba hablando, o así le pareció a ella: <Mírame por favor. No llores y escucha. Por la tarde me hundo en esta agua sucia, pero al amanecer nazco sin impurezas para lucir mi mejor traje rosado, con hojas verdes y, puede que tú no lo sepas, pero también tengo piernas. Bueno, sólo una, pero larga y bonita, un tallo que se hunde en el barro del estanque y que me atrapa en el fondo. Aquí bloqueada, sin poder ir a ningún sitio. Tú no eres yo. Tú eres libre. >
Así que levantó la mirada. El sol poniente aparecía y desaparecía, jugando con los colores y las sombras. Quizás debería regresar a casa. ¡Pero aún no! Tenía que disfrutar de los colores. El agua y el cielo reflejándose uno en el otro. Y ella reflejándose en la ninfea, cortó el tallo que la bloqueaba y empezó a dar palabras a su dolor.
Raffaella Bolletti

Claudio y Claude

Sacaban fotos.
No salían de casa, pero sacaban fotos, como si quisieran concretar en imágenes unos átomos del tiempo cristalizado en el que ya no vivían.
Copias electrónicas se difundían a través de las redes sociales, de los mensajes que explotaban en los móviles. Les sacaban fotos a los perros, a los gatos, a los niños en los columpios, a los platos que se habían lanzado a cocinar con recetas nuevas, a sus bicicletas estáticas en los cuartos, a las pantallas de los ordenadores donde se encontraban “rectangulados” con sus amigos convertidos en ectoplasmas, a las páginas amarillentas de viejos libros. Y las compartían, hasta saturar la red.
Claudio sólo le sacaba fotos a las flores.
No tenía un vergel privado, pero en los alféizares de sus ventanas estallaban los matices de color de decenas de orquídeas: un desafío vital y desmesurado a las tristezas de los telediarios y a la angustia del “homo homini virus”. El balcón era su “puente japonés” sobre el jardín de la comunidad, desde el que él hacía volar su espíritu por las ramas de los cedros atlánticos, hasta olfatear las magnolias y jugar con las tórtolas y los mirlos que nidificaban entre el verde tierno de aquella primavera tan extraña.
No hacía falta ir tan lejos para dar con la belleza, pensaba. Bastaba con saberla reconocer. Hasta un gran artista como Monet, en los últimos años de su vida, había elegido como única fuente de inspiración su jardín acuático en Giverny, al que se dedicaba con una pasión paternal. Incluso decía que su más bella obra maestra era su jardín. El esplendor de sus ninfeas blancas y rosadas, frágiles y perfectas, los reflejos infinitos de los azules del estanque, las hojas planas de esmeralda, las ramas verdosas de los sauces habían sido suficientes para inspirar la creación de 250 obras de arte, cada una con su magia particular.
Hoy, después de más de un año de confinamiento, vuelven a abrir los museos y por primera vez Claudio se atreve a visitar una exposición. Le tiembla la respiración, sus manos sudan, pero sus ojos vuelven a vivir, aun sobre la mascarilla. Por fin, el cuadro está aquí, delante de sus ojos, magnifico, llenándole el alma de una paz infinita: Ninfeas azules de Monet.
Silvia Zanetto

Dentro del cuadro

Abro de nuevo los ojos e intento concentrarme en los colores. Desde aquí puedo ver los azules del cuadro flotando en la pared frente a la cama. Veo todo borroso a causa del intenso resplandor que reina en este lugar y que me obliga a abrir y cerrar los ojos continuamente. De tanto parpadear se me caen las lágrimas lo que no me impide, en este blanco y húmedo ofuscamiento, reconocer los trazos de nuestro lienzo preferido, las Ninfeas Azules de Monet. Me digo que ahora la tarea consiste en concentrarse. Por eso me esfuerzo una y otra vez en rotar la mirada a pesar del dolor agudo que me atraviesa las cuencas oculares. Por otro lado, si quiero despertar es necesario que entre en el paisaje. Aprieto el entrecejo como si desde el tercer ojo pudiese lanzar una especie de rayo telescópico con el que develar las formas sumergidas en las oscilaciones del estanque. Pienso en ti Blanche, eso está claro, y en la hijastra del pintor que llevaba tu nombre y que fuera también nuera y discípula. Imagino sus furtivas pinceladas, las esquirlas de luz que con ardor filial derramaba desde sus pupilas en la ceguera del viejo pintor. Trato de enfocar la fosforescencia de nubes reflejada en el agua. Vuelvo a parpadear. Me pregunto si los que entran y salen de esta pieza se detienen alguna vez delante de la tela. Si conocen la antigua sacralidad del loto azul, el poder de las guirnaldas florales que acompañaban el viaje de los faraones al más allá. Si acaso alguien se pregunta por la obsesión que pueden desatar los nenúfares en la visión temblorosa de un anciano, si han jamás sospechado de nuestra tardía, reservada pasión. Los pensamientos me asaltan mientras intento concentrarme en los colores. ¿Quién es más ciego, el que ha perdido la vista o el que mira sin ver? Pienso en ti Blanche, mi bien amada, te veo envuelta en el follaje de Giverny ¿es recuerdo o ensueño? Y pensando en ti fantaseo con las ninfas, espíritus acuáticos que ambos sabíamos ocultos bajo el fulgor lechoso del estanque y que, en el intenso resplandor que hoy me rodea, intuyo cada vez más cercanos. Vuelvo a rotar los ojos, otra vez y otra vez, intento orientarlos hacia los violetas, el índigo, los cobaltos. En esta enceguecedora claridad observo el cuadro. ¿O es solo la emoción aflorando como flor de loto en mi memoria? Decía, despertar es penetrar el paisaje. Por eso abro y cierro los ojos, aunque haga mal, aunque duelan las órbitas y se llenen de lágrimas. Para entrever por fin, bajo el ramaje invertido de los sauces, las formas de las divinidades danzando en torno a Blanche que ahora avanza cubierta de guirnaldas. Blanche que me extiende los brazos y me arrastra en el azul profundo del estanque, mientras al pie de la cama alguien solloza y una voz monótona repite que es común en los estados comatosos la espontánea actividad ocular.
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Adriana Langtry

La hermosura

— ¡Qué belleza! —Oí detrás de mí.
Me volví lentamente. Quedé atónito. Una hermosa dama vestida de azul, – un pequeño vestido de verano apretado en la cintura y ligeramente hinchado, un gran sombrero verde botella, un pequeño racimo de flores rosas colgadas en la parte superior del vestido, zapatos del mismo color -observaba el cuadro por encima de mi hombro. Sus cabellos casi grises rodeaban una cara aún joven con unos ojos de un azul sorprendentemente profundo que destacaban sobre un lápiz labial rosa. El mismo rosa que eligió Monet para pintar los ninfeas azules del museo Marmottan.
Cuando vio que yo la detallaba, se alejó rápidamente y desapareció después de unos momentos.
Sentí que estaba soñando y que acababa de despertar. Esta mujer encarnaba el cuadro que más amaba. La armonía de sus colores era única, siempre me gustaron las ninfeas de Monet, hay muchos pero el del museo Marmottan me conmocionaba.
Regresé al día siguiente, estaba en París por unas semanas como parte de un proyecto de la empresa donde trabajaba. Esperaba volver a verla, pero debo decir que no me acordaba bien de sus rasgos, cuando pensaba en ella, era el cuadro que veía, esta audaz armonía de color, el azul, el verde, el gris y el rosa como un solista que dominaba mis recuerdos en este virtuoso cuarteto.
Evidentemente, la escena del día anterior no se repitió, dejé por un momento el cuadro, esas ninfeas que me obsesionaban. Fui a sentarme en un banco en el parque vecino. Me parecía que conocía a esta. Varias veces durante mi carrera pasé algún tiempo en París, en nuestra filial, era entonces que frecuentaba con frecuencia el museo Marmottan, llevaba allí a algunos colegas. Una imagen se precisó en mis recuerdos, a una colega de grandes ojos azules y de cabello largo y rubio, también le gustaba Monet, había tenido una aventura con ella y, y… sí, era ella la mujer que vi ayer, los ojos eran sus ojos.
Ella se sentó a mi lado y me abrazó impúdicamente, su perfume voluptuoso y sensual me embriagó definitivamente.
Jean Claude Fonder
