La llave

La clé des champs – René Magritte

Quiero salir. 

Salir de este cuarto, salir de esta casa cerrada desde siempre. Salir al aire libre a caminar, a correr, y luego tirarme al césped a tocar la hierba con mis manos atrofiadas y oler el perfume del campo. Salir de estas recaídas intolerables que se han clavado en mi vida y en mi mente y que ya no me permiten respirar. Salir hacia el azul de este cielo, que solo puedo ver encarcelado en un rectángulo, entre estas cortinas grises que amenazan con cubrirlo todo.

Quiero salir, pero no hay llave.

No es que no la encuentre: no existe. 

Y quiero abrazar a estos árboles verdes, tan vivos, sobre la colina, y trepar sobre sus ramas, y ver qué hay detrás de ese cerro: un mundo de flores y de ardillas, o de viento y de gaviotas, o de manos que se estrechan entre gritos y risas y palabras que se mezclan, o el infinito del mar…

Pero no hay llave. 

Ahora, oigo un crujido en el cristal, ligero. Pero, de repente, explota un estruendo espantoso, un golpe inesperado. El vidrio se destroza en fragmentos, en el suelo de este cuarto.

No hay llave, pero ahora tampoco hay cristal en la ventana. 

Me puedo ir. 

Podría herirme las manos, perder el equilibrio bajando al suelo, pero me puedo ir.

Porque esta es la llave: darme cuenta de que estoy vivo todavía, que no es demasiado tarde para librarme de lo que me presiona, para gozar el verde y el azul de la vida, del cielo resplandeciente sin nubes y de todo lo que todavía está detrás del cerro, esperándome a mí. 

Silvia Zanetto

Una situación complicada

¡No daba crédito a lo que me estaba sucediendo! ¡Un oficial de la Guardia Urbana como yo! ¡Tirado en medio de la vía pública cómo un indigente cualquiera! Era una situación harto bochornosa y no puedo negar que estaba indignado. ¡No poder entrar en mi propia casa! La situación era del todo absurda además de estúpida.


El problema había surgido al ponerme la chaqueta. Por alguna razón: (tenía prisa) no me detuve a mirar la que elegía y ¡Claro! Escogí la prenda equivocada. Justo cuando estaba cerrando recordé con pavor que era en la otra, la que colgaba del perchero, donde tenía la llave. Demasiado tarde porque ya había cerrado la puerta y en la casa no había nadie. Puertas y ventanas cerradas.  Ningún vecino al que recurrir (Por lo visto todos estaban de vacaciones) Todo cerrado a cal y canto.   Entonces vi cómo se acercaba un taxi que paró unos metros antes de llegar a mí. Unos mozalbetes ruidosos y maleducados se bajaron del vehículo y, dando voces y risotadas, avanzaron en la dirección en la que me encontraba. Impulsado por mi condición de agente del orden, me encaré hacia ellos decidido a darles un escarmiento ¡Y entonces reparé en que tampoco tenía los pantalones puestos! De cintura para arriba era un imponente oficial con impecable chaqueta blanca rematado con un salacot del mismo color. De cintura para abajo un pobre infeliz en calzoncillos. Pronto advirtieron también ellos mi ridícula facha y lejos de amilanarse, empezaron a mofarse y tirarme cosas. Diluida toda mi autoridad miré a mi alrededor con desesperación. Arañé la puerta intentando traspasarla. No tenía lugar donde esconderme. Corrí hacía la puerta del edificio del al lado que en ese momento estaba abierta y sin pensármelo dos veces me colé en su interior.


Demasiado deprisa.

 
En ese preciso momento se estaba celebrando una reunión de comuneros que se quedaron boquiabiertos ante mi irrupción de tal guisa. Avergonzado, continué mi carrera hasta el ascensor y preso de los nervios, pulsé una planta cualquiera. Pero la cabina en lugar de subir, empezó a caer a una velocidad endiablada y justo cuando ya estaba esperando para darme el gran trompazo… 

¡Me desperté!

 Para mí alivio constaté que tan sólo estaba soñando. 


Fue una experiencia horrible. 


Nunca volveré a abusar de comidas demasiado copiosas a la hora de la cena.

Sergio Ruiz Afonso

La vieja llave

Tengo muy claro por qué estoy aquí, tumbado en esta especie de cama, intentando conciliar el sueño. Mis pensamientos me lo impiden; el día ha transcurrido como cualquier otro, nada nuevo, nada diferente. Le sigo dando vueltas una y otra vez en mi cabeza, como si fuese una película… Iba conduciendo el coche por esa avenida arbolada; era el coche de mi padre y lo había tomado sin que él lo supiera. Estábamos solos Pablo y yo, cantábamos a todo pulmón. De repente el coche derrapó y chocó con violencia contra un árbol. Yo no me hice mucho daño, solo me rompí el brazo derecho. Pablo, en cambio, se golpeó con la cabeza en el parabrisas rompiéndose también el hombro; estuvo en coma durante tres meses. No sobrevivió. Yo no tenía el carné de conducir. Mis padres me habían puesto la cabeza como un bombo con eso de sacarme el carné, pero yo no quería gastar tiempo en una autoescuela, ya sabía cómo conducir un coche, lo había aprendido con mi amigo Pablo.

Me explicaron que cuando alguien comete un delito y la justicia actúa, el culpable es condenado, y cumplirá su pena encerrado en algún sitio. Entonces me entregaron los documentos oficiales de la Policía Judicial y del Juez relativos a mi crimen, comunicándome que a tenor de lo que establecía el Código Procesal Penal “Quien cause culpablemente la muerte de una persona en violación de las normas de tráfico será condenado a una pena de prisión de dos a siete años», me iban a encerrar en esta celda, en esta vieja cárcel. Para mí se cerró el cielo y empezó la oscuridad. Recuerdo que el carcelero recorría los pasillos para comprobar si en las pequeñas celdas todo estaba tranquilo. El silencio total sólo se interrumpía por el sonido metálico y algo lúgubre de esas grandes llaves de hierro, que colgaban de su cinturón golpeándose entre sí. Un sonido que nunca olvidaré. Cumplí mi condena de cinco años de cárcel, y el día que salí el carcelero vino a saludarme y me dijo “Te deseo que atesores esta mala experiencia y, para que no la olvides, te regalo esta vieja llave un poco oxidada. Es la de tu celda.”

Ahora tengo 45 años y soy funcionario de prisiones. Las puertas de las celdas ya no se abren con llaves de hierro, sino con dispositivos electrónicos, pero siempre llevo conmigo la vieja llave oxidada, colgando de mi cinturón. Hay muchas llaves en la vida de cada ser humano, cada uno tiene la suya. La mía no es una llave de música o de literatura, la mía es una vieja llave de hierro.

Raffaella Bolletti

La importancia de una llave

Hace algunos días entré en un lugar y sentí que quizás no podría salir nunca de ese espacio, al que la gente que trabaja allí lo llama el círculo dorado. Recordé cuando escuché esas palabras las estatuas del color del oro en el puente de Alexander III, en París. Fue maravilloso recordar ese instante, la columna en lo alto, en el cielo una figura maravillosa, esplendente.  

Más tarde me di cuenta, que el nombre de ese «círculo dorado» lo tenía por un motivo más prosaico. Estuve en él circulo largas horas. Me dio tiempo a observar los movimientos, en algunos momentos el esfuerzo les hacía sudar. sobre todo, en los traslados; muy bien coordinados, cada acción palabra o esfuerzo era consultado. Los que cobran por estar allí, permanecen en alerta máxima, alguna vez tuvieron o tendrán síndrome post traumático y entonces dejarán de ponerse en el lugar del otro, ahora se llama no empatizar y antaño no tener compasión. Han perdido la llave de su alma.  Andar entre la vida, el dolor y la muerte tiene sus consecuencias. 

Me atendieron muy bien, mis queridos guardianes que recorren sin descanso el círculo dorado, lleno de cubículos con camillas y cortinas descorridas para poder observar las constantes vitales.  Que normalmente allí no son constantes. Traen y llevan enfermos. Bandejas, muestras y chatos.

Cortinas abiertas. Puertas sin llaves como sus almas. 

Hoy ya tengo mi llave; se llama resiliencia. 

Espero que ellos encuentren la suya.

Blanca Quesada

La llave indecente

La noche de enero 1970, en las afueras de Londres, estaba nevando. 

Un aterido grupito de jóvenes regresaba de la clase de inglés y se estaba dirigiendo hacia un lugar, patrocinado por la Iglesia, que les habían aconsejado y que tenía el papel de favorecer encuentros entre los jóvenes que en aquellos años invadían Inglaterra esperando aprender el codiciado idioma.

Éramos siete. Seis chicas, dos alemanas, tres austriacas y yo, trabajábamos como «au pair» (profesión femenina de gran moda en aquellos años), y un chico, Samuel que venía de Senegal y que trabajaba como lavaplatos en un restaurante chino.

A la entrada del modesto edificio había una mujer leyendo un diario abierto sobre una vieja mesa de madera. Sin levantar sus ojos nos preguntó:

— ¿Cuánto sois?

— Somos siete —respondí yo.

— Esta es la llave del casillero —dijo sin apartar la mirada del periódico. —Poned allí las mochilas. —Solo cuando me entregó la llave levantó los ojos.

— ¡Un momento… un momento! —dijo señalando a Samuel —¡Él no puede entrar!

— ¿Y por qué diablos él no puede entrar? —pregunté yo dándome cuenta de que mi voz se estaba alterando.

— Porque… porque no es católico.

— ¡No sabíamos que teníamos que asistir a misa! ¡Aquí o entramos todos o no entra nadie!

— Lo siento, pero esta es la regla.

— ¿La regla? ¿Habéis oído? ¡Chicos, «es la regla»! —dije yo en voz alta. — ¡Vamos chicos este lugar apesta! – 

Agitando la llave bajo la nariz de la mujer añadí.

— ¿Sabes dónde tiene que poner esta llave? —De pronto, Sissy me dio un gran empujón hacia la puerta y mi frase se congeló en el aire.

Afuera aún nevaba. Nadie habló durante algunos segundos. Samuel con los ojos brillantes me abrazo. De pronto todos nos abrazamos riendo y llorando.

Era invierno, hacía frío, pero para nosotros era ya primavera.

Iris Menegoz

Las llaves

«Tienen que entregar las llaves el 30 de junio de 2023»

Esta frase lacónica marcó el final de mi sueño de siempre, vivir en Italia. De niño, cuando acompañaba a mis padres de vacaciones, esperaba ver a lo lejos el paso del Gotardo. Sabía que cuando saliéramos por el otro lado, el sol brillaría con todas sus luces, la lluvia infinita de mi país estaría lejos.

Un día en Venecia, en la pequeña isla de Torcello, cenamos con mi joven esposa y nuestra pequeña hija, detrás de nosotros una pareja anciana, en pensión sin duda, acompañada por unos jóvenes belgas, contaban su felicidad. Vivían en una isla vecina y habían llegado al restaurante Cipriani con una lancha motora.

Ese día nació nuestro sueño. Me comprometí con Olivetti, me transferí a Milán, recorrí toda Italia al ritmo de un trabajo incesante, y finalmente me retiré. El amor por este país persistió, el entusiasmo de los comienzos se enfrentó a la dura realidad. Me hice italiano, y como todos los italianos, no dejé de criticar a este país que yo mismo adoraba.

Así que empecé a planear esta terrible mudanza. Es como trasplantar un árbol con raíces profundas, pero demasiadas ramas y hojas. El tiempo nos ha enseñado a separar lo importante de lo accesorio. Y lo que es importante son también las amistades que nos rodean y nos confortan y que habrá que saber mantener. También debemos volver a las raíces, acercarnos a nuestra hija y a nuestras nietas, reconstruir un proyecto y redescubrir nuestro apartamento, que vimos en foto, y fue un shock. Una belleza, grande, brillante, impresionante. Tuvimos ganas de entrar en él de nuevo, pero por supuesto estaba ocupado y, con gran pesar, tuvimos que pedir las llaves también nosotros.

Jean Claude Fonder