All articles filed in Tapañol 02-12-20 FELICIDAD
Píldoras de felicidad

El agua clara y fresca del mar alrededor de tu cuerpo, en verano.
_Caminar descalzo en la arena mientras recolectas conchas y piedritas de colores
_Pasear por un sendero de montaña y ver un pequeño corzo
_Mirar el amanecer o el atardecer cuando el cielo se vuelve de mil colores
_Un niño que corre hacia ti y te abraza
_Un tapañol con los amigos
_Cambiar de canal cuando hay el Gran Hermano
_Dormir abrazado a la persona que amas
_Recordar los buenos momentos que pasaste con una persona que ya no
está con nosotros
Podría seguir y seguir enumerando momentos de felicidad que se pueden
encontrar en todas partes, porque la vida siempre es maravillosa,
con sus altibajos, pues la felicidad absoluta no existe.
Leda Negri

Cuento muy breve sobre la felicidad

Estoy feliz ahora, en este momento.
Inspiro.
No encuentro la inspiración.
Espiro.
No importa, estoy feliz en este momento de poder escribir, aunque no tenga nada interesante que decir. En el fondo, escribo por escribir, no porque alguien lo encuentre interesante. Como Perec que pintaba acuarelas, se las enviaba a sí mismo a modo de puzzle y cuando los recibía, los solucionaba y borraba todo.
Inspiro, no tengo inspiración; espiro, lo intento otra vez. Soy feliz.
Simple y completamente feliz.
Ahora.
Sí, está el Covid, Trump, el tráfico, los talibanes, los dientes del juicio, el confinamiento, la edad que pasa, la niebla y nada de champán en la nevera.
Todo es ahora. El ayer es pasado y el futuro es mañana.
Soy feliz ahora. Si no estoy feliz ahora, ¿cuándo?
Fin zen zum zum.
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Graziella Boffini

Felicidad

Había empezado a aficionarse al mundo planetario y siempre que iba a su casa del mar trataba de aprovechar la ausencia de contaminación lumínica para explorar el cielo con sus binoculares. Pero no estaba satisfecha, no podía alcanzar todos los planetas. Hasta que un día Pablo le regaló un telescopio. El montaje básico resultó bastante fácil. Ahora la pregunta era ¿cómo hacer que funcione? Y ¿que diablos es la alineación del eje polar con el eje de rotación de la Tierra? Las instrucciones estaban llenas de términos desconocidos. No había sido fácil, pero al final había aprendido lo esencial para el uso correcto del aparato. En el silencio de la oscuridad de aquella noche de fin de verano de un año muy complicado, posicionó el telescopio en la terraza, orientado al Sur, para poder observar, además de la luna y estrellas, algunos planetas. Había aprendido que los planetas tienen un brillo constante y no parpadean. Se sentó en un sillón de espalda a la ventana. El cielo estaba oscuro, aún más oscuro de lo habitual. Un apagón parecía haberse apoderado de las estrellas. ¿Y la luna? Ni rastro de ella. Estaban allí escondiéndose, tenía que esperar. Mientras tantos, escuchando el sonido de las olas del mar rompiéndose en la arena se preguntaba si las estrellas se iluminarían para que alguien las mirara. Poco a poco empezó a aparecer una luna menguante, en esta fase se veían muy bien los cráteres con sus detalles. La constelación de Casiopea, su preferida, también apareció, con su encantadora forma de uve doble. Iba acercándose la medianoche y ella estaba concentrada en la búsqueda del planeta Saturno y sus anillos, que, a pesar de ser el segundo planeta más grande del Sistema Solar, nunca había logrado encontrar con binoculares por estar mucho más lejos de la Tierra que Júpiter o Marte. Cuando por fin lo encontró se sintió como Galileo que debió sentir una gran felicidad al observar la Luna por primera vez a través del telescopio que construyó. Observar el cielo era su momento íntimo, especial, una conexión con algo desconocido y misterioso que de alguna manera le ayudaba a alcanzar un poco de felicidad, dejándola en un estado de relajación, paseando por las maravillas del firmamento, sin restricción alguna, considerando que el cielo seguía siendo abierto.
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Raffaella Bolletti

El mundo es mío

El hedor me pica la nariz, mientras estoy mordiendo la manzana.
A pesar de que ya me las he lavado dos veces, mis manos siguen apestando a desinfectante. Quizás sea el del verdulero, o el del panadero. O, con toda probabilidad, es la mezcla de los dos antisépticos la que ha creado una fetidez incongruente e imborrable, destrozando el sabor azucarado de la manzana crujiente.
La luz oblicua del sol otoñal se ríe, a través de las ramas del cedro del Atlas del jardín que llego a tocar desde mi balcón, el cerúleo del cielo es del color de la libertad que poco a poco vamos perdiendo. Son casi las dos: la hora del telediario regional, el “castigo” como lo llamo yo, en el que como cada día darán la cuenta de los nuevos contagiados, de los nuevos ingresados en cuidados intensivos y de los muertos de hoy. El sol me guiña el ojo otra vez: hoy no tengo compromisos por la tarde y ¿quién sabe si mañana será un día precioso como hoy?
El aire es tibio cuando salgo de la puerta con mi bicicleta azul y me dirijo al parque. Pedaleo cada vez más rápido, y el viento ligero me hace cosquillas en la cara, alcanza mi piel a pesar de la mascarilla. Me alejo hacia el color naranja dorado de los árboles, atisbo unos arces rojos, que presumen de su caleidoscopio de matices colorados, detrás de la tierra parda de los campos arados. El aire libre penetra en mis pulmones, me acaricia el pelo. Empiezo a canturrear “El mundo es mío”, la canción de Aladdin y Jasmine en la alfombra voladora, saludo a cada desconocido que encuentro: parejas de ancianos, personas solas con sus perros, algún que otro ciclista pedaleando en su bicicleta. Saco unas fotos de este mundo maravilloso de follaje anaranjado, se las envío a un par de amigas. Sonrío y me alejo todavía un poco, sorprendida por el verde todavía tan intenso de los céspedes. Ahora no hay nadie más, solo dos tórtolas que se buscan y persiguen volando entre las ramas. Puedo quitarme la mascarilla: el mundo es mío.
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Silvia Zanetto

Fugaz alegría

Una mañana de inicio octubre después una noche de lluvia.
Miro las montañas verdes y suaves como el pelo de mi gato Arturo. Mi mirada llega hacia las cumbres de Eslovenia. El aire es tan dulce y fresco que se podría beber.
Pedaleando por los campos noto que ya solo queda la soja por recoger. A las viñas, mudas, solo les quedan los arbustos de rosas plantados al inicio de cada hilar, ya, pero, casi sin flores.
Sigo pedaleando hacia un camino de piedras que cruza un pequeño bosque de avellanas. De repente un perfume tan único y reconocible llega directo como una flecha a mi corazón.
Dejo la bicicleta.
Me acerco al bosque. Escondida bajo las raíces se despliega una alfombra violeta de ciclámenes. ¡Los ciclámenes, las flores de mi niñez! Cuando era niña, en grupo, se iba a recolectarlos. Lo más valiente era los que hacían el ramo más grande. Ahora no está permitido recolectarlos. Solo mirarlos y recordar.
Me extiendo al sol. El nudo en la garganta se deshace en lagrimas felices.
Soy parte de todo lo que me rodea.
¿Es esta la felicidad?
¡No lo sé, pero se le parece!
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Iris Menegoz

Revelación

Cuando llegó al claro del bosque sintió un estremecimiento. No estaba acostumbrado. Instintivamente llevó la mano al bolsillo en busca del móvil. Recordó. Lo había dejado sobre la mesa, junto al tablet, apenas terminado el desayuno. Tenía apuro por salir. aún no lo habían prohibido. Sus hijos seguían hipnotizados frente a la profusión de mangas animados que, en la pantalla, substituían la información vomitada por los telediarios. Centenares de noticias que bien podían reducirse a pocos, comunes hechos trágicos: masacres, miedos difusos, catástrofes, injusticia. Desde el umbral su mujer le había advertido de no alejarse demasiado. Ahora, sin el móvil, no podía avisarle. Había andado cuadras hasta salir del pueblo. Y casi sin darse cuenta, se había internado en el bosque siguiendo rastros oscuros, sus pensamientos. Llegó al claro y, de golpe, se encontró solo, sumergido en los rayos lechosos que filtraba la alta vegetación. No estaba acostumbrado. Tampoco lo estaba su nariz que ahora se henchía de olores. Tuvo que concentrarse. Hongos, musgo, húmeda descomposición de materia, también hedor de excrementos, de cuero salvaje. La inquietud lo obligó a darse vuelta en pos de algún enemigo. Distinguió siluetas fugaces, ardillas, tal vez un zorro, graznidos que agitaban el follaje. Se adentró, sintiendo el peso de sus pasos en el el crujir del terreno. Y, de repente, tuvo ganas de trepar a los árboles, de hundirse en la espesura germinal de aquel silencio. No estaba acostumbrado. Tuvo que concentrarse. Afianzar los pies en la corteza, tomar impulso siguiendo el extraño deseo que inebriándole el cuerpo lo empujaba hacia arriba. Encaramado a la rama miró el cielo, imaginó horizontes, estrellas, nuevos caminos. Y en aquel involuntario henchirse y vaciarse de sus pulmones le pareció que ahí, desde lo alto, todo encajaba en modo perfecto. Y comenzó a reír sin motivo. Feliz, otra vez, como un niño que asombrado descubre el latido de su corazón
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Adriana Langtry

El nacimiento de un texto

Es hermoso, ¿Verdad? Me gusta mucho. Por supuesto, yo soy el padre, pero mi profesor también dijo que era genial, y los colegas, cuando terminé de leerlo, lo saludaron con un aplauso entusiasta.
¿Cómo lo llamo? No lo sé. Todavía tengo que pensarlo.
La primera idea era llamarlo El nacimiento de un texto, porque el que acababa de escribir y que tuvo ese pequeño éxito, se llamaba La muerte de un texto. La idea de algo nuevo viene en mi cama como cada vez. La oscuridad es mi cómplice, mi mujer también, su dulce calor me invade, ella está pegada a mí, como le gusta hacerlo por la noche, antes de dormir. Todos mis sentidos están en alerta, estoy emocionado. Sueño despierto y es entonces que mi imaginación galopa. Esbozo en cuatro pinceladas lo que será la historia, a menudo no sé cómo va a terminar. Me concentro en los detalles, para mí, el contexto, el decorado, los olores, los colores son muy importantes, lo verdadero nace desde allí y es por allí que quiero enganchar al lector.
Bueno, pero ¿de qué se trata?
El tema es la felicidad, o preferiría decir las alegrías, las pequeñas alegrías, las pequeñas alegrías que se experimentan cuando se ha conseguido hacer algo. Algo bien hecho, por supuesto, o incluso mejor, cuando se ha creado algo, un texto, por ejemplo.
Bien, hacer nacer un texto, para mí, no es una pequeña felicidad, es una gran felicidad, es un nacimiento. Mi alegría es inmensa cuando después de un trabajo que a veces es doloroso, lo contemplo finalmente, lo leo una última vez y lo desvelo al público.
Ahora lo sé, voy a llamarlo: «Felicidad».
Es vuestro.
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Jean Claude Fonder

Prensa

Conducía deprisa para llegar a tiempo a la rueda de prensa. Estaba muy nervioso, conocía bien ese tipo de situación. Sabía por experiencia que los corresponsales de prensa en víspera de noticias siempre estaban al borde de un ataque de nervios y hacían preguntas sin sentido. Todo eso podía pasar también hoy. Ya imaginaba a sí mismo ajustándose las gafas empezando a leer las palabras escritas en las finas hojas de papel…. De pronto, fue como si la luz del sol se apagara. Miró entonces a través del retrovisor y tal fue su sorpresa al enterarse de que una cantidad enorme de lo que parecía ser nubes, iba acercándose y por fin adelantaba a su coche a toda velocidad. Esas nubes estaban llenas de palabras, mezcladas entre ellas, puestas al azar, emitiendo un ruido ensordecedor. Detrás, flotando a una velocidad más reducida, seguían unas cuantas bolas llenas de papeles impresos, de diferentes periódicos; el ruido no era molesto, sino más bien agradable. Otras ya llegaban, jugando a pillarse. ¡Aquí está! La prensa en el ciberespacio. Llegó por fin a la sala donde se tendría la rueda de prensa. El silencio era aplastante. Ya no era necesaria su intervención. Los corresponsales ya se habían enterado de todo. Ni siquiera empezó la lectura del comunicado y se fue. Los pocos que se habían personado allí, parecían murciélagos adormilados. Murciélagos desprestigiados que ya no necesitaban desplegar sus alas para difundir el virus. Ahora la difusión viral de las noticias le correspondía a la prensa escrita, a su hermana la prensa digital, con su nuevo lenguaje, su inmediatez, su interactividad, y su incontrolabilidad.
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Raffaella Bolletti
