
Había empezado a aficionarse al mundo planetario y siempre que iba a su casa del mar trataba de aprovechar la ausencia de contaminación lumínica para explorar el cielo con sus binoculares. Pero no estaba satisfecha, no podía alcanzar todos los planetas. Hasta que un día Pablo le regaló un telescopio. El montaje básico resultó bastante fácil. Ahora la pregunta era ¿cómo hacer que funcione? Y ¿que diablos es la alineación del eje polar con el eje de rotación de la Tierra? Las instrucciones estaban llenas de términos desconocidos. No había sido fácil, pero al final había aprendido lo esencial para el uso correcto del aparato. En el silencio de la oscuridad de aquella noche de fin de verano de un año muy complicado, posicionó el telescopio en la terraza, orientado al Sur, para poder observar, además de la luna y estrellas, algunos planetas. Había aprendido que los planetas tienen un brillo constante y no parpadean. Se sentó en un sillón de espalda a la ventana. El cielo estaba oscuro, aún más oscuro de lo habitual. Un apagón parecía haberse apoderado de las estrellas. ¿Y la luna? Ni rastro de ella. Estaban allí escondiéndose, tenía que esperar. Mientras tantos, escuchando el sonido de las olas del mar rompiéndose en la arena se preguntaba si las estrellas se iluminarían para que alguien las mirara. Poco a poco empezó a aparecer una luna menguante, en esta fase se veían muy bien los cráteres con sus detalles. La constelación de Casiopea, su preferida, también apareció, con su encantadora forma de uve doble. Iba acercándose la medianoche y ella estaba concentrada en la búsqueda del planeta Saturno y sus anillos, que, a pesar de ser el segundo planeta más grande del Sistema Solar, nunca había logrado encontrar con binoculares por estar mucho más lejos de la Tierra que Júpiter o Marte. Cuando por fin lo encontró se sintió como Galileo que debió sentir una gran felicidad al observar la Luna por primera vez a través del telescopio que construyó. Observar el cielo era su momento íntimo, especial, una conexión con algo desconocido y misterioso que de alguna manera le ayudaba a alcanzar un poco de felicidad, dejándola en un estado de relajación, paseando por las maravillas del firmamento, sin restricción alguna, considerando que el cielo seguía siendo abierto.
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Raffaella Bolletti
