
Cine

La sala es grande, podríamos estar en Hollywood. Las sillas necesariamente rojas, la escena, los palcos y la galería en traje de luces, una inmensa arcada modernista alrededor de una pesada cortina roja, todo nos transporta a la capital del cine en sus años de gloria.
Estamos acurrucados la joven y yo en un rincón desierto, son apenas las dos de la tarde y la sala no está llena. La sesión dura tres horas con un intervalo en el que compraremos caramelos. Proyectan “West side story» y antes de eso una película de serie b, un western. El nombre no importa. No estoy aquí para eso.
Este mediodía, en el café que normalmente frecuentamos para jugar a las cartas mientras bebemos una buena cerveza, una chica que apenas conocía se me acercó y me ofreció acompañarla para ver este Romeo y Julieta a la americana. Estaba sola, su amiga le había dado plantón. Era guapísima, no dudé mucho.
La sala está sumida en la oscuridad, sólo las imágenes que desfilan por la pantalla nos iluminan a veces, cuando la escena se desarrolla a la luz del día. No veo nada, no oigo nada, me concentro en mis sensaciones. Siento que su rodilla se encuentra con la mía y no intenta escapar. Lleva una pequeña falda lo suficientemente corta como para no esconderme nada del fuselaje de sus piernas. Pongo mi mano en mi muslo a unos centímetros de la suya, tengo un árbol que intenta esconderse en mis pantalones.
¿Qué hago? ¿Me atrevo o no?
La miro. ¡Dios, que hermosa es! Se llamará Julieta. Le sonrío y le digo:
— Mi nombre es Romeo.
— Si se porta bien, lo llevamos a ver “Tarzán en la selva” (…Tenía tres años cuando me llevaron a la selva a conocer a Tarzán).
— ¡¡Incendio!!…¡¡Incendio!! —en plena película gritaron las voces dentro del teatro. La gente corría por todos lados como jugando al escondite… —¡¡La salida!! repetían otros…
— Agárrense duro de mi mano y no se suelten… —sentenció la niñera encargada de llevarnos, apretándolas durísimo hasta clavarnos las uñas con los dedos de las manos de ella.
—¡Hágale caso y cuidadito con soltarse! —me amenazó mi hermana. —“…Pase lo que pase, no vaya a berrear que aquí todo es bonito… hasta los gritos de Tarzan en la selva” … —me había fustigado haciendo fila para comprar las boletas.
Dándole la espalda a la pantalla, del balcón salía un chorro de luz muy blanca y con ella mil dibujos de humo grisáceo y negro.
Sobrepasamos cuerpos pisados tirados que gritaban en el suelo e impulsados como catapulta, salimos como un rayo de regreso a casa. Ellas cómplices repetían “que, si queríamos volver a cine, no dijéramos nada”. Y yo, pensando en los gritos de Tarzan en la selva…
Con el tiempo y los años estos recuerdos me torturaban y se tornaron cada vez mas borrosos… quizás eran sueños o fantasías de infancia…al escuchar una conferencia sobre arquitectura republicana, mencionan el antiguo teatro cincuentenario que se había salvado de un pavoroso incendio hacía medio siglo, con muertos incluidos, calcinados y algunos aplastados… Levanté la mano. Pregunté la fecha. Hice cuentas… Lo visualicé claramente. Comprendí absolutamente todo.
Hoy en la búsqueda de huellas y pistas para este relato, llamé a Australia a mi hijo menor, iniciado en el cine documental. Le pregunté si recordaba cuál había sido su primer incendio, su primera película.
—“Tarzan de los monos” … fue su respuesta.
El pequeño cine estaba situado en la esquina del callejón en el barrio “Riberiño” numero 13; tenía un letrero de neón un poco estropeado, con un chimpancé estilizado y el nombre México, pero todos lo llamaban Universo 13. Era un mundo aparte, como un planeta en sí mismo; abierto todo el día, cambiaba el vestido de acuerdo con la hora de las proyecciones y la edad de los espectadores. Por la mañana los estudiantes que hacían novillos y comentaban maliciosos y pesados a sus compañeras de escuela; la conversación desaparecía tan pronto como el telón subía. Era un escenario en el escenario, por delante y por detrás, una película se rodaba en la platea y la otra se desarrollaba en la pantalla. Por la tarde llegaban grupos de las casitas, ancianos, holgazanes, gente que quería calentarse en invierno o disfrutar del aire acondicionado en verano. La trama de la película no importaba, era un centro social donde la gente comía con poco cambio, fumaba en el baño, y los drogadictos tomaban narcóticos. Por la noche era la hora de los “prepagos”, jovencitas putas que hacían pajas o mamadas a un precio barato; era un período de tiempo peligroso, sucio y escabroso, también para los mariquitas que querían frotarse contra los chavalitos.
Hace poco tiempo había un cartel – «Después de 86 años de actividad, cierra el cine México, damos las gracias a todos los visitantes» – .
Me dijeron que acababan de abrir una pastelería muy vanguardista «fusión», con un cocinero «estrellado», muebles de parafarmacia aséptica y pasteles construidos al estilo de Nouvelle Cuisine.
Corrían las balas de aquí para allá y de allá para acá, los corceles se espantaban y dispersos escapaban en direcciones opuestas; a los malos la emboscada les salió mal.
El pueblo escondido y el mutismo fingido, enseguida el forastero entendió que algo andaba mal. Era un pistolero de aquellos muy audaz con una rapidez mental y manual, porque sus tiros eran casi perfectos de frente a la cabeza sin dudar, ¡Era genial!
Todos estábamos gritando, arengando al bueno y diciendo en que parte estaban los forajidos en coro y sin meditar:
¡Ahí!, ¡ahí!, ¡allí!, una y otra vez sin cesar, mientras el avanzaba y cada vez que los malos iban cayendo nuestra felicidad se enternecía engañándonos porque la ficción nos parecía real.
El arrebol del ocaso se acercaba y la batalla se dilataba, porque ellos eran muchos más. De pronto, un tiro en el hombro hizo que Django se desplomase … El cine con el techo descubierto estaba repleto, aún así el silencio no se hizo esperar; todos pasmados a pesar de que el petricor de la lluvia rozaba nuestras narices, nuestra concentración era total.
Bueno ya no les cuento el final porque todos saben como terminaban las películas western, pero les puedo confesar que esa adrenalina infantil no lo volví a sentir ni cuando terminé la universidad.
Cada domingo por la tarde, salía de paseo con mi padre, siempre observando el mismo ritual, siempre con un rumbo que parecía establecido de antemano. Aquella fría tarde de un noviembre de hace muchos años, mientras la ciudad estaba envuelta en una espesa niebla gris, mi padre decidió dar un salto cualitativo en la costumbre del domingo y, en lugar de llevarme al zoológico (ya conocía yo hasta cuantos pelos tenía en la superficie de su cuerpo, cada animal) me dejó fuera de juego y me llevó al cine. Entramos a la sala por el pasillo central y tomamos asiento. A mí siempre me encantaba el brevísimo rato en el que la sala, al apagarse las luces, permanecía oscura. Huelga decir que yo, por ser niña, esperaba ver una película de dibujos animados, en cambio empezó la proyección de una de esas películas del oeste que tanto le gustaban a mi padre. Los Nativos Americanos, unos salvajes, representados como enemigos, sanguinarios y depredadores atacando la diligencia, a mí me caían muy bien, apostaba por ellos. Pero siempre llegaba la caballería y arrasaba sus tribus en una nube de polvo que parecía dificultar la respiración como la nube de humo que envolvía la sala, puesto que la gente solía fumar en el cine. Pensaba yo que hubiera sido lo mismo si hubiéramos dado un paseo en la niebla. En ambos casos el aire era irrespirable.
El día se iba hacia el atardecer. El cielo, renombrado por su gris, se dejaba pintar de un inesperado rojo carmín. En la casa reinaba un silencio relajante. Ana, para gozar de aquellos últimos rayos de sol, y para descansar un poco, se sentó en la silla de mimbre en un rincón del pequeño balcón. El aire era dulce. El sol había cruzado el puente e iba poco a poco desapareciendo detrás de los últimos edificios. Impresa en su mente tenía la imagen de un puente… sí de un puente, pero de un puente de madera… y una cara… sí una cara de un fotógrafo guapo y encantador. ¿Cuántas veces vio aquella película? Lo suficiente como para aprenderse de memoria casi todos los diálogos y cada vez se dejaba conmover por aquel amor tan profundo, tan único, concentrado en cuatro días. Al final de la película se hacía siempre la misma pregunta. ¿Que hubiera hecho yo si hubiera estado en los zapatos de la mujer de la película? La respuesta era siempre la misma. Habría optado por su familia, pero le habría gustado muchísimo vivir aquellos cuatro días y guardar el secreto durante toda la vida. —¡Vieja loca romántica! —dijo Ana en voz baja! —A nadie nunca se le ocurrió hacer fotos a este triste "Ponte della Ghisolfa!. Sonriendo cerró la puerta del balcón y empezó a poner la mesa.
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Una de mis primeras películas fue un romántico musical: “Camelot”, con Vanessa Redgrave y Richard Harris, ambientada en un idílico paisaje brumoso, envuelto en una niebla de ensueño. Triángulo amoroso, amor imposible y desesperado. Al final de la película, mientras me secaba las lágrimas, descubrí a mi acompañante, mi primo Rafael, que ¡dormía de plácido aburrimiento!
Muchas otras películas me han emocionado y divertido a lo largo de mi vida.
Además de la trama, los actores entrañables, hay bandas sonoras inolvidables: la de “Lo que el viento se llevó”, “Casablanca”, “Psicosis” (la ducha terrorífica con Anthony Perkins al acecho), Ennio Morricone en películas del spaghetti western, de la mano de su amigo Sergio Leone. Inolvidable “El bueno, el malo y el feo”, “Érase una vez en América”, las partituras de Nino Rota para “El padrino” de Francis Ford Coppola…
¿Qué haríamos sin el cine? Lo importarse es no llevarse un lastre como Rafael… Es algo para compartir y saborear, como un plato delicioso.