Espejo engañoso


EDOUARD MANET (1832 – 1883I
Devant la glace, 1876

Me habían colgado aquí hacía unos días, delante de la puerta de entrada de un apartamento flamante de muebles modernos. En el suelo resplandeciente, había montones de regalos recién abiertos y el olor a nuevo invadía las estancias, incluso las que yo no podía ver. Porque desde mi sitio, lo que yo podía reflejar era parte del salón, medio sofá, un cuadro y medio y el lado izquierdo de la mesa pequeña. Y la puerta, por supuesto.

Los novios entraron en la casa por primera vez en la noche de bodas, y yo reflejé sus risas: él quiso recogerla en los brazos, según una antigua tradición, y por un momento estuvo a punto de perder el equilibrio, pero lo recuperó enseguida. Ella me miró, y dijo que le hubiera gustado que alguien les sacara una foto para eternizar este cuadro de cristal que pronto desvanecería: el brillo de las perlas en el corpiño de encaje de ese vestido blanco que había deseado tanto y que no podría ponerse nunca más, y sus miradas inocentes hacia un futuro inextinguible y perfecto. 

Yo me sentí muy orgulloso por ser el único propietario de una imagen tan hermosa e importante.

No vi nada de lo que pasó durante la noche, excepto cuando él me pasó por delante para ir a la cocina a coger la botella de champán. Entonces sentí un poco de envidia por mis compañeros que estaban en el dormitorio, o en el baño. Pero, con el tiempo me di cuenta de que mi posición era excepcional: no solo podía controlarlos cada vez que salían o volvían a casa, sino que podía ver amigos, parientes, huéspedes o vecinos, descubrir si llegaba un paquete de Amazon o un ramo de flores el día del cumpleaños, inspeccionar las bolsas de la compra (a pesar de que eran jóvenes, solían comer mucha verdura) y también las de la basura (eran muy diligentes con el reciclaje). En fin, lo que pasa en la cama ya se sabe. Además, había aprendido a leer los pensamientos. No los de todos, es obvio, pero sí los de las personas que se miraban en mí por al menos dos o tres segundos. Pero casi siempre eran constataciones obvias, si los zapatos hacían juego con el vestido y banalidades así.

Con el tiempo me acostumbré a todo y, para no aburrirme, decidí convertirme en algo engañoso. Claro, no quería portarme como el malvado espejo de la madrastra de Blancanieves: ella no pensaba ser la más bella del reino y no se lo merecía, pero necesitaba algo para divertirme un poco… Así que empecé a reflejar a las personas más bajas y gordas cuanto más se alejaban de mí.

Al principio, los dos no se dieron cuenta: ella normalmente, antes de salir, se maquillaba en el baño y miraba su vestuario en mi compañero de la habitación, él iba a trabajar muy temprano, salía de casa todavía medio dormido y no me dedicaba ni una mirada veloz.

Pero aquel día llegaron las suegras. Ya sabemos que las suegras no son como las madrastras, pero casi (siempre me he preguntado por qué no hay suegras en los cuentos de hadas).  Las conocía desde hacía años y sabía que la suegra de él era un poco como la madrastra de Hansel y Gretel, deseosa de desprenderse de ellos, mientras que la de ella era como la de Cenicienta, mandona y envidiosa. Estaba entusiasmado, imaginando sus reacciones al verse rechonchas y  diminutas, enfundadas en sus trajes elegantes y pasados de moda casi explotando. 

Cuando las suegras sonaron el timbre, él dijo que llevaría a la mesa el agua y el vino, ella se quitó el delantal y abrió la puerta. Tal y como entraron, las dos me miraron como hipnotizadas, con los ojos fijos en los dos esperpentos. Ni contestaron a sus hijos que las saludaron y les pidieron que se quitasen el abrigo.  Yo, después de tres segundos, pude leer lo que les atormentaba el alma: ¡Vaya! ¡Cuánto ha engordado mi consuegra!


Silvia Zanetto

La mujer-niña verde


Era un día cualquiera, sin sol ni lluvia. La mujer estaba terminando de limpiar la casa, como todos los viernes, antes de irse al supermercado. Solo le faltaba abrillantar el magnífico espejo ovalado con marco de oro que estaba en la pared del salón, frente a la puerta de entrada. Lo roció con el limpiacristales y cogió un trapo para limpiarlo perfectamente. Detrás de las gotas de limpiador, vislumbró su rostro blanquecino y grisáceo y su mirada que huía de sí misma, unos ojos perdidos que se hundían en las ojeras. Decidió centrarse en las pequeñas manchas del cristal, las eliminó completamente, y observó satisfecha el espejo. Habría sido perfecto, si su imagen no hubiera estado allí.
De repente, algo pasó. Detrás de su reflejo ya no estaba la de la puerta de entrada, ni la del salón, sino la de algo vivo, algo verdoso. Se dio la vuelta: el salón estaba como siempre, el suelo lúcido, sin una mota de polvo. Volvió a mirar el espejo y percibió la húmeda presencia de los árboles, que se cernían sobre ella con una pasión desinteresada. Una vida silenciosa de clorofila que traía consigo recuerdos de una infancia verde e inocente, una niñez jugando al escondite entre los arbustos, corriendo por el césped hasta alcanzar el bosque. Se giró de nuevo. La mesa estaba perfectamente limpia, las sillas puestas en orden meticuloso, las cortinas recién lavadas y planchadas. Volvió a mirarse al espejo y vio sus ojos color esmeralda de niña sin ojeras, sus manitas de madera clara, su pelo de hierba verde. El amoroso tronco de un roble la abrazó con delicadeza, y su piel se hizo verde, su corazón se convirtió en un melocotón, sus dientes en minúsculas almendras. “Señor Árbol” murmuró la mujer-niña verde, “Lléveme de aquí”.


Silvia Zanetto

Prímulas


Sé que te gustan las prímulas, así que mañana cuando te vaya a ver te las llevaré:

una de color violeta, mi favorito, para que tus sueños de volver a casa te puedan ilusionar y para que el calor del rojo y el frío del azul se puedan abrazar en una fusión de emociones, y te dejen olvidar que nosotras no, no podemos abrazarnos ya.

Otra de color rosa, como las paredes de mi habitación de niña y el helado de fresa que tanto me gustaba, para que el inocente blanco le quite un poco de violencia al rojo, el sentido de culpa que siempre me golpea cuando te veo aquí, con los ojos perdidos entre un pasado borrado y un futuro engañoso. 

La última prímula será roja como la sangre que nos iguala a las madres y a las hijas, la sangre que me sorprendió aquel día en el que tú no estabas, y luego por un tiempo nos hizo mujeres a las dos; te la daré para que puedas atisbar la pasión por la vida que desde hace tiempo te ha abandonado.

Así que te llevaré las prímulas, te encontraré en la sala de visitas, con la mascarilla puesta, mientras la enfermera controlará que no nos acerquemos y no nos toquemos las manos.  Tú intentarás devolverme las flores, como siempre, al principio, luego las aceptarás y, cuando la enfermera te acompañe a tu habitación en la sección de Alzheimer, las pondrá en el umbral de tu puerta: una prímula violeta, una rosa y una roja.


Silvia Zanetto

La piedra


“No lo vas a hacer de verdad” —me dice, fingiendo una sonrisa que se deshace en una mueca— “No serás capaz”.
Es una piedra áspera, ovalada, con venas grises. Es demasiado pesada para mí: me cuesta un esfuerzo descomunal levantarla. Con una piedra así podría hasta matarla, a Myrna.


Veo relampaguear el miedo en sus ojos redondos, casi siempre inexpresivos, y me gusta. Ya lo sé, que Myrna tiene toda la razón, es justamente por eso que la odio.
No hay otros niños en el patio hoy, un aire asfixiante y húmedo nos aprieta en esta tarde de inicio de verano. El distrito industrial no está lejos y el olor a azufre de las fábricas cercanas nos alcanza.
Myrna y yo nunca hemos sido amigas, ni antes que me dijera eso: creo que a ella le irritaban mi exagerada delgadez y mi carácter huraño, como a mí me molestaban su cuerpo gordito y su alegre locuacidad: por aquel entonces, no sospechaba lo que le pasaría, y que no tendría motivos para estar tan contenta.

Ver el susto en su mirada me alegra. La piedra es tan gruesa que casi no puedo seguir sosteniéndola, pero la cólera vuelve vigorosos mis brazos sutiles. Inspiro el olor a azufre y ahora me siento invencible. Se lo merece todo. Se lo merece por su cara redonda, por su pelo oscuro demasiado corto, por sus vestiditos ajustados que parecen robados a una hermana menor. Pero sobre todo por decirme eso.
De repente, los ojitos negros de Myrna se cierran y su boca se abre de par en par: un chillido agudísimo rompe el silencio.
Todo mi cuerpo tiembla de rabia, la piedra áspera y pesada me agota los brazos. La madre de Myrna se asoma a la puerta. Está embarazada, lleva un vestido rojo de flores, sin mangas, que deja descubiertos sus brazos rollizos. Observa a su hija, que ahora llora desconsolada, luego me mira a mí: me clava la mirada en los ojos y se queda callada.
Ella sí, que es fea. Tiene el mismo pelo corto y moreno que su hija, la misma cara redonda de ojos insípidos. Ella es fea, y no mi madre.
— ¿Qué pasa, niñas? —La madre de Myrna se acerca lentamente, intentando sonreír. Mira primero mi cara y luego mis manos, que siguen sosteniendo la piedra. Una piedra tan gruesa y tan pesada que podría matarla, a su hija.
— ¿No queréis decírmelo? —la mujer habla en plural, pero se dirige solo a mí.
— ¡Myrna ha dicho que mi madre es fea! —exploto, rompiendo a llorar.
— ¡Sì, es fea, es feísima! ¡Está siempre enfadada, y no sonríe nunca! — grita Myrna.
Ya sé que Myrna tiene toda la razón y la piedra se me cae de las manos.

* * *

En noviembre, Myrna murió, abatida por una leucemia fulminante. Tenía nueve años. Todo el pueblo asistió a su entierro, y nosotros fuimos a la iglesia con las maestras, alineados para dos. Todas las niñas lloraban, menos yo.
Yo pensaba en la piedra que no le había lanzado y en los pocos meses que ella había vivido después. Ella habría muerto, en cualquier caso, y me parecía justo que Dios la arrugara y tirara rápidamente, como si fuera un dibujo malogrado. Sí, era justo que Myrna muriera, era demasiado sincera y aguda en reconocer la auténtica naturaleza de las personas, un testigo incómodo de la inquietud que me sacudía como un viento rabioso: la herencia de mi madre que yo no quería aceptar.
Myrna habría muerto, en cualquier caso.
Al salir de la iglesia, con los ojos bajos, vi un guijarro y lo pateé.
Era una pequeña piedra áspera, ovalada, con venas grises.


Silvia Zanetto

La montaña y yo


Todos me preguntan por qué lo hago, especialmente ahora, que estoy viejo.
Me crie con las cumbres nevadas en la mirada, el olor a abedules en la brisa fresca de la mañana, así que plantearme esa pregunta es como preguntarle a un niño por qué quiere a su madre.

Carlo Soria

Empecé muy joven. Luego, escalada tras escalada, han pasado los años. No sé si hubo un momento en el que me planteé alcanzar los 8000, creo que fue el resultado de un proceso largo cuanto mi vida: la ascensión a una montaña más alta llevaba a una escalada más difícil, cada éxito me empujaba hacia nuevos desafíos, y cada fracaso también: ¿si he llegado hasta aquí -me decía – por qué no puedo ir más allá?
La edad nunca ha sido un estorbo para mis proyectos: las cumbres más elevadas las escalé después de los sesenta, y no voy a renunciar ahora a conquistar los picos de 8000 que todavía me faltan.
No le tengo miedo a la muerte: a mi edad, esa idea se convierte en algo muy cercano, que se acepta con naturalidad. Pero los que practicamos el alpinismo extremo aprendimos a convivir con ella desde jóvenes, así que no temo a la muerte, porque ya he conocido su cara más de una vez.
Lo que sí me da miedo es morir enfermo, encerrado en una habitación de hospital saturada de olor a medicamentos, rodeado de batas blancas: una muerte de viejo.
En cambio, concluir mi vida en la montaña, después de escalar mi último 8000, es mi deseo más grande. Y quiero que abandonen mi cuerpo allí, sepultado en la nieve, con mis botas y mi mochila, sin ceremonias, ni flores.
Que lo dejen en el paraíso que tuve la suerte de conocer aún viviendo: mi montaña.


Silvia Zanetto

Guitarras y flamenco

Por supuesto, los dos italianos habían pedido gazpacho, paella y sangría.
Desde que habían llegado a Andalucía, el sonido de mil guitarras parecía perseguirlos dondequiera que fueran: por las calles torcidas, embellecidas por balcones rebosantes de geranios, en las esquinas más recónditas de las plazas, en las terrazas impregnadas por el perfume hechicero del jazmín.
Tommaso sonrió satisfecho, mirando la sartén colmada de un triunfo bermejo de camarones en el amarillo brillante del arroz.
Mientras le vertía la sangría en la copa, rozó ligeramente los dedos de Manuela. Ella le sonrió, casi con desgana, luego arrepentida le estrechó la mano con más fuerza.
El volumen alto de la música era la excusa perfecta para no hablar: acababa de entrar en el restaurante una banda de músicos vestidos con trajes tradicionales que, acompañándose de sus guitarras y castañuelas, cantaban en una secuencia previsible, las canciones que a los extranjeros les gusta escuchar cuando van a España. El público, distraído e indulgente en el alboroto de una noche de fiesta y de banquetes, les aplaudía con generosidad.

Paco Pena and the flamenco dance company

Tommaso le vertió en la copa otra sangría. Parecía contento.
Manuela lo miró y de repente lo vio viejo. Viejo como no había sido nunca. La luz de su mirada dura y al mismo tiempo amable, parecía apagada de repente, como si un inesperado golpe de viento hubiera aflojado su vigor.
El hombre se volvió atrás, curioso, para descubrir a quién le pertenecía la voz de tenor que había entonado “Granada”. Manuela también observó al cantante: era joven, un muchacho hermoso, pero sin gracia.  Volvió a escudriñar la cara de Tommaso, buscando un eco de aquella emoción perdida que no lograba reencontrar.
Un mechón moreno le cayó sobre el rostro: lo lanzó por atrás con un movimiento de la cabeza. Su largo pelo rizado estaba recogido en la nuca, una flor carmesí en el moño. Sobre el vestido escarlata de falda ancha llevaba el chal que había hecho comprar el día anterior a Tommaso. Una luz oscura en sus ojos grandes, perfectamente enmarcados por una línea negra.
Y él le había mirado con ternura, le había dicho que estaba muy bonita.
En cambio, ella había buscado en aquel disfraz inocente la violencia y la pasión de las bailaoras de flamenco. “Es un baile malo” había pensado abrumada unos días antes, contemplando los rostros contraídos de los bailaores que se agarraban, se alejaban, se entregaban a la cruel parodia de un amor que los agotaba, lacerados en la imposibilidad de seguir o de acabar.
Manuela no podía creer que un solo instrumento pudiera provocar emociones tan diferentes: esa tarde, los acordes de la guitarra eran la banda sonora de charlas y risas, de la alegría vacacional de un restaurante en el que todo era como todos se esperaban que fuera.
Sin embargo, en el flamenco Manuela percibía el eco del mismo tormento que silencioso le asediaba el alma. En aquel baile de movimientos bruscos, de sufrimiento inarmónico, acompañado por ritmos sincopados, en el que los golpes acompasados de las palmas y de los tacones en el piso casi cubrían el sonido de la guitarra, le había parecido escuchar la voz de aquella emoción perdida, la que ya no podía reencontrar. Un cante quejumbroso, dolido, un ritmo obsesionante que de golpe se paraba y luego recomenzaba, cada vez más rápido, cada vez más irregular… Recordaba el ademán pasional y ambiguo de la bailaora que brusca le agarraba el pelo de la nuca a su compañero para agarrarlo en un abrazo definitivo, o tal vez para hacerle daño, golpearlo, matarlo. El baile se había convertido en el desafío entre dos amantes que se odiaban y se deseaban.
Y Manuela, enfundada en aquel vestido escarlata de bailaora, se había ilusionado de adueñarse de todo aquello, de poseerlo y hacerlo resonar en su cuerpo, revivir aquella pasión que había dejado en su alma solo una estela enrojecida.
Pero él la había mirado con ternura, le había dicho que estaba muy bonita.
“¿En qué estás pensando?” le preguntó Tommaso.
“En nada, mi amor. Tonterías…”
“¿Nos vamos?” propuso él, metiendo la tarjeta de crédito en la cartera.

En la Plaza Mayor había lugar para cualquiera que quisiese tocar algo de música. Hasta las campanas, cuando ya era noche cerrada, cantaban una melodía alegre. Un grupo de chicos se experimentaban con las canciones de los Gipsy King, mientras una chica improvisaba una imitación de flamenco que solo transmitía la despreocupación de una joven de vacaciones.
En el rincón más escondido de la plaza, protegido por la oscuridad de los pórticos, un anciano músico solitario acariciaba las cuerdas de su guitarra. Acercándose a él, las voces bulliciosas de la plaza se apagaban, en signo de respeto, como al entrar en una iglesia.
Los dedos expertos del guitarrista lograron tocar las cuerdas más secretas del alma de Manuela, justo allá donde se había ocultado lo que ya no podía reencontrar. La chica se sintió agotada y se apoyó a una columna, cerró los ojos para esconder un brillo traicionero y dejó que las franjas del chal, que se le había deslizado del hombro, rozaran el suelo.
Cuando la música terminó, por un momento el silencio fue inmenso. Luego los presentes murmuraron pocas palabras de admiración y abrieron la cartera.
Tommaso sacó un billete de diez euros. “Dáselos tú” le dijo, hablándole como a una niña. Efectivamente, hubiera podido ser su hija. Manuela los tiró avergonzada en la caja abierta de la guitarra. Luego, mientras ya estaba alejándose, se quitó la flor del pelo y volvió atrás.
“Esto, en cambio, se lo regalo yo” le dijo al músico.
El hombre le contestó con una sonrisa cansada en sus ojos grises y no articuló ni una sola palabra.


Silvia Zanetto

El listo de Amedeo

Había que ser listo, muy listo, para sobrevivir y arreglárselas de alguna manera, durante la primera posguerra en la región italiana de Friuli. Era la zona más que más destrozos había sufrido en el país, la más cercana a la frontera con el Imperio austrohúngaro, donde los cruentos combates y las invasiones habían hecho estragos y multitudes de desesperados hambrientos y harapientos vagaban por las calles.

Amedeo era el segundo de diez hermanos, cuyos nombres empezaban rigurosamente con la letra “A”: la más pequeña era mi abuela, Ada, la mayor era Angelina, la que murió a los 102 años, cuando ya era una viejecita pequeñísima y con una sola pierna. Eran una familia de campesinos, cuyas tierras, como casi todas, se habían deteriorado hasta volverse casi improductivas. Trabajo, había mucho, pero la cosecha era escasa.

Pero Amedeo era joven, había sobrevivido a todo y sentía renacer en su cuerpo y en su espíritu las ganas de vivir: le agradaba sentir la brisa en la cara por la mañana y advertir la fuerza de sus brazos trabajando durante el día, pero, sobre todo, le gustaban las chicas por la noche. Especialmente le encantaba Elisa, por su cintura fina, su piel que se ruborizaba por los piropos, sus manos pequeñas sonrojadas por el frío y por el trabajo. Era rubia y miserable como una cenicienta, sus padres eran más pobres que ratones de sacristía, pero el cielo entero parecía haberse encorvado para refugiarse en el azul de sus ojos.

Teresa, en cambio, tenía el pelo del color de la tierra húmeda, recogido en una trenza gruesa que le caía sobre la espalda hasta la cintura. Su rostro de tez pálida no mostraba emociones, su voz era seca y mandona. Pero Teresa tenía un “tío de América”, que se había mudado a Buenos Aires justo antes que estallara la guerra, y allí había hecho las Américas: ya poseía una pequeña fábrica de tejidos que pensaba ampliar, en la que podría trabajar no solo el padre de Teresa, sino también su futuro yerno…

Amedeo era listo, muy listo, y por un tiempo se las apañó muy bien con las dos novias, sin que la una sospechara de la otra. Al menos, era lo que creía él.

Pero un día las mejillas de Elisa se pusieron más rojas que nunca, y la chica le confesó que estaba embarazada.

“No te preocupes, todo irá bien” intentó tranquilizarla. Pero, mientras le secaba las lágrimas con su pañuelo descolorido, veía evaporarse como un espejismo sus proyectos para una nueva vida en América. Tendría que casarse con Elisa, claro. Se lo imponían las reglas sociales, morales y religiosas, y no solo la paliza que habría recibido por el padre de Elisa si no hubiera asumido sus responsabilidades. Además, Elisa no se merecía que la abandonara con una criaturita. Y, claro, Elisa le gustaba mucho más que Teresa. Quizás estuviera incluso enamorado de ella… En fin, se puso contento al darse cuenta de que la suerte había tomado la decisión en su lugar.

El día después, se presentó delante de Teresa decidido a hablarle con sinceridad.

“Tenemos que poner fin a nuestro noviazgo…” empezó. “No puedo casarme contigo, ni ir contigo y tu familia a Buenos Aires, porque…”

“¿Que no te puedes casar conmigo? ¿Que no vas a ir conmigo a Buenos Aires?” preguntó Teresa poniendo el grito en el cielo. “Te casarás conmigo, queriendo o sin querer. Hay algo que todavía no te he dicho…” empezó, destruyendo por segunda vez en un día todos sus proyectos.

La cuestión era que, aunque la chica no le gustara, Amedeo había conseguido dejar embarazada también a Teresa.

Tendría que casarse con ella, claro. Se lo imponían las reglas sociales, morales y religiosas, y no solo la paliza que habría recibido por el padre de Teresa si no hubiera asumido sus responsabilidades. Pero también estaba claro que no podría casarse con las dos chicas, que palizas en cualquier caso habría recibido dos, y que estaba metido en un lío del que no sabía cómo salir vivo.

“¿No me dirás que prefieres casarte con la pordiosera de Elisa?”

El listo de Amedeo puso los ojos como platos.

“Es que… ella también espera un niño mío…” masculló el chico, preguntándose cómo podía ser que Teresa supiera lo de Elisa.

“Pues claro… la mosquita muerta! Y yo, que creía ser la más astuta… Bueno, si no quieres que nos casemos, yo me voy a tirar a las vías tren. Pero, si sobrevivo, te casarás conmigo” concluyó de forma tajante Teresa.

Y así lo hizo.

El día después en la estación, delante de casi toda la gente del pueblo, se tendió sobre las vías del ferrocarril, aplanándose todo lo que podía – todavía no le había crecido la barriga – y esperó. Nadie intervino, nadie intentó hacerle recapacitar, por lo terca que era. El tren llegó, las ruedas pasaron chirriando sobre los raíles, Teresa no se movió ni un milímetro durante aquel minuto – o quizás era menos – que le pareció larguísimo. Finalmente se levantó, ilesa y triunfante.

Las puertas y las ventanas de la casa de Elisa estaban cerradas a cal y canto, cuando Amedeo y su esposa Teresa tomaron el tren para alcanzar el puerto de Génova y embarcarse hacia Buenos Aires. El padre de Elisa ya se había aclarado con él unos días antes, quizás por eso el novio cojeaba y tenía un moratón en el ojo izquierdo, pero la novia caminaba exultante del brazo del hombre que había conquistado gracias a su propia osadía y al dinero de su tío.

Cuando subieron al barco, el listo de Amedeo ya se había enterado de que Teresa no estaba realmente embarazada, pero se resignó a su destino y al final estuvo contento al darse cuenta de que, otra vez, la suerte había tomado la decisión en su lugar.

Siete meses después, Elisa dio a luz un niñito guapísimo, que todas las hermanas de Amedeo, desde Angelina la mayor hasta Ada la más pequeña, llamaron “sobrino” desde el primer día. Elisa aceptó encantada seguir la tradición de la familia del padre del pequeño, es decir darle un nombre que empezara con la letra “A” y eligió “Alejandro” con jota, para que le recordara que su padre se había ido a Argentina. Sin embargo, el empleado del ayuntamiento, como no sabía español, escribió “Aleandro”, y este fue el nombre con el que lo conocí yo, cincuenta años después.

Amedeo nunca volvió a Italia. Se quedó con Teresa en Buenos Aires y allí tuvo hijos y nietos que los parientes italianos solo vimos en unas pocas fotos. Hasta que vivió mi abuela, mantuvimos una escasa relación epistolar: a veces las cartas no llegaban a Amedeo porque Teresa, que seguía celosa de Elisa, cuando conseguía interceptar una carta desde Italia antes de que Amedeo la viera, la tiraba a la basura sin siquiera mirar quién era el remitente.

Seguramente ahora Amedeo habrá muerto hace muchos años. Con el paso del tiempo, también los que lo habían conocido murieron o se olvidaron de él: el único rastro que quedaba de él era el falso nombre español de su hijo italiano, que quizás haya muerto también.

A lo mejor es por eso que he decidido contar esta historia.


Silvia Zanetto

La maleta

Viviana apoyó la maleta sobre la cama y la abrió. Era un regalo de sus padres, por el examen de bachillerato: espaciosa, con una cerradura de combinación, del mismo azul marino del viaje de sus sueños. Aquel verano, toda la vida le pertenecía: el diploma, los dieciocho años, la maleta color océano.
La cerradura se abrió con un clic metálico. Después de dos años, aún olía a nuevo.


La luz de la tarde entraba oblicua a través de los postigos entreabiertos: no era tarde, todavía tenía tiempo.
Empezó por los pantalones: varios pares de vaqueros, que eran su atuendo habitual para ir a la escuela, con zapatillas y mochila. Los llevaba con jerséis largos y anchos, bastante pasados de moda, en los que escondía su deseo de gustar y de gustarse.
Pantalones negros, elegantes. Se los había puesto para ir a la fiesta de final de curso, con una camiseta de tirantes. Desde algunos días ya no llevaba gafas, sino lentillas, y unos mechones más claros iluminaban su melena un poco rizada. Estaba segura de que Mateo se daría cuenta de los cambios, pero él solo le había dirigido un “hola” distraído y rápido como un golpe de tos y se había ido riéndose con sus amigotes.
Puso en la maleta una falda: de tela brillante, no demasiado corta. Se la había puesto para su primera cita, cuando un día en el instituto inesperadamente Mateo le había pedido que saliera con él y a Viviana se le había caído al suelo el diccionario de inglés.
Y desde entonces, otras faldas y otras citas.
Y zapatos de tacón, claro, porque él era muy alto.
-Mejor que me dé prisa -pensó- antes de que Mateo llegue a casa.
Pero él nunca volvía temprano.
Puso en la maleta un chándal: por un tiempo, después de ir a vivir juntos, Mateo la había acompañado al gimnasio, los domingos por la mañana. Pero, ¿cómo se podía pedirle a un pobre chico, que trabajaba como un desesperado también los sábados, que se agotara en el gimnasio los domingos? Viviana se había comprado una bicicleta estática.
Vestido negro de encaje: se lo había puesto para ir a una fiesta con los amigos de Milán. Era un sábado por la noche, y Mateo había llegado tarde del trabajo, más tarde de lo habitual… Viviana lo había esperado por más de una hora, mirando desde la ventana los coches que pasaban por la calle, retocando el maquillaje y el peinado. Y luego, esa llamada: -llego con retraso, mejor si vas sola. Y además, yo no le gusto a tus amigos y ellos no me gustan a mí.
Y Viviana había ido a la fiesta, había reído y bailado liviana, sin mirar el reloj. A su vuelta, él roncaba boca abajo, acostado en diagonal en la cama. Viviana había dormido en el sofá.
Vivían juntos desde hacía dos semanas.
-Me voy, esta vez me voy de verdad.
Puso en la maleta un montón de camisetas de varios colores.
Hotel Valtur, Apulia. Había ido con Sandra y Teresa. El lugar no era nada especial, pero al menos había ido de vacaciones. – Estará contenta Teresa, cuando le diga que tenía razón sobre lo de Mateo.
Camiseta de su equipo de fútbol. Esa sí, era una pasión que compartían, el fútbol, y además tenían al mismo equipo… pero aquel domingo que tenían que ir a ver el partido juntos, él había llegado a la cita con su amigo Mauro: -Ay, perdóname Viviana, se me ha olvidado avisarte…
Camisetas, blusas, jerséis se amontonaban en la maleta y cada prenda tenía su historia para contar.
Pero ahora era tarde, él podría llegar y sorprenderla preparando el equipaje.
Cerró la maleta y puso la combinación de la cerradura.
-La voy a utilizar de una vez -dijo- bien, he terminado.
Sin sus pertenencias, los muebles a su alrededor cobraron un aire ajeno, como si nunca hubieran sido suyos. La habitación en la escasa luz del atardecer se había hecho más grande, parecía la de un hotel.
Apoyó la maleta al suelo con cierto esfuerzo y echó un último vistazo al cuarto.
Se acordó de la ruidosa alegría de cuando se había mudado a la casa, del entusiasmo de aquel día en que había puesto sus libros en la estantería, para que dialogaron con los de él.
Recordó la caja de cartón llena de baratijas de la que tanto se había sorprendido Mateo, de como él le había tomado el pelo por lo de los peluches, pero luego la había abrazado, y por primera vez habían hecho el amor en su cama.
Otro tiempo. Otro mundo.

Pero ya eran las siete. Había que darse prisa, Mateo volvería dentro de una hora. Y volvería hambriento, como siempre.
– Tengo que prepararle la cena – pensó, poniendo otra vez la maleta sobre la cama.
Volvió a abrir la cerradura y, como todas las veces, volvió a guardar cada cosa en su lugar.


Silvia Zanetto

El dromedario

El viaje nos había imprimido en las miradas imágenes encantadoras del desierto: al principio una extensión estéril, interrumpida por arbustos ralos, y el dulce irregular balanceo de los dromedarios que cabalgábamos torpemente.
Luego, adentrándonos, cuando la luz se hizo más débil, en la densidad de nuestro silencio estupefacto las dunas se volvieron doradas, mientras una brisa sutil levantaba livianas olas de arena, como el vestido de seda de una bailarina.
La puesta del sol nos sorprendió allí, sentados en la arena tibia, hipnotizados por el astro que bajaba, inexorable, detrás de los esqueletos negros de las palmeras. El cielo se puso carmín, violeta, y al final azul.
En Túnez, nos lanzamos en la chillona vivacidad de los Bazares. La sombra de la Gran Mezquita protegía con sus minaretes las pequeñas tiendas que ofrecían todo género de mercancía, el árabe y los idiomas europeos se mezclaban en la frenesí de las contrataciones. A cada paso, nuevos sonidos y nuevos olores, a cada paso un vendedor intentaba vendernos algo con una insistencia exasperante que nos empujaba a buscar tranquilidad en una callecita lateral.
Fue allí que lo vi, el dromedario vendado: seguía girando en círculo para accionar la piedra de un molino y el propietario lo pinchaba cada vez que intentaba pararse o simplemente ralentizar. La venda le servía para no darse cuenta de la inutilidad de su caminar. Él, la nave del desierto, capaz de sostener días de camino sin comer ni beber, no iba a ningún lugar.

Relato breve, ganador del concurso literario del Día del libro  2019 (primer premio) organizado por el Instituto Cervantes de Milán


Silvia Zanetto

El accidente

El “accidente” ocurrió justo en la tarde en la que decidimos casarnos.
Ibamos caminando despacio, cogidos de la mano, los ojos bajos como si buscáramos las palabras en la acera, un nudo de inquietud y de felicidad todavía incapaz de explotar en gestos y alegrías.
Al final, nos sentamos a una mesilla en la terraza de un bar.
Y ella apareció: dos piernas largas sobre zapatos de tacón alto, vestido negro muy ajustado, cabello arreglado por un buen peluquero, maquillaje perfecto.


-¿Espera a alguien, señorita? -le preguntó el camarero.
No oímos la respuesta, pero vimos que la mujer se sentaba a una mesita detrás de la nuestra. Esperó diez o quince minutos, luego llamó otra vez al camarero, que enseguida volvió con una botella de champán. En la bandeja estaba un solo vaso.
Nosotros seguíamos cogidos de la mano, perdidos entre aquellos matices de gestos y miradas que vuelven inútiles las palabras. No obstante, de vez en cuando los ojos de ambos se despistaban, enganchados por aquella escena tan rara.
El camarero se había quedado un rato, hablando de tonterías con la mujer, mientras le vertía el vino. Luego se fue y ella se llenó otra vez el vaso: sus uñas relucían a cada movimiento de la mano.
Llenó el vaso otra vez. Y luego otra.
Llegó una pequeña gitana con un ramo de rosas rojas, y se acercó a la mujer.
-¿Quieres una rosa?
-Sì, gracias. ¿Cuánto vale?
-Para ti nada. Te la regalo, porque eres preciosa.
La mujer se levantó y abrazó largamente a la niña. Después, abrió la cartera y le dejó una propina generosa. La gitanilla le dio tres flores, siguió girando entre las mesas y al final se acercó a nosotros.
Mi novio me regaló una rosa.
-Tienes que dejarla secar y guardarla como recuerdo de esta noche- me dijo, y me besó.
Algo me empujó a mirar hacia la mujer y me di cuenta de que tenía los ojos fijados en nosotros.
Entonces la reconocí: era Soledad, todos la conocían en el bachillerato. Sobre todo los chicos, que se vanagloriaban de que la conocían de manera bastante intima, pero también las chicas la observábamos, por su manera tan desenvuelta de portarse que provocaba chismes y envidia.
Por supuesto, ella nunca se había fijado en mi, en aquella chiquilla delgada y un poco empollona de tres clases atrás. Sin embargo, ahora me observaba con una mirada indescifrable, que daba miedo y pena al mismo tiempo. Su rostro ya no parecía hermoso, sino feo, de una fealdad hecha de aspereza y soledad.
-¿Nos vamos? -le propuse a mi novio.
-Pues… sí, si quieres. Pero es una noche tan hermosa, parece casi de verano -me contestó. -¿No quieres quedarte todavía un rato?
El no la vio tambalearse sobre sus tacones demasiado altos, no pudo darse cuenta de que Soledad, completamente borracha, estaba a sus espaldas, a un paso de nosotros con el último vaso de champán en la mano temblorosa. Ahora sus uñas relucían más que nunca.
-¿Cómo te van las cosas, chiquilla? Muy bien, me parece. En cambio, yo soy la estúpida que tiene que salir sola, la imbécil a la que quienquiera puede darle plantón, ¿qué te parece?
Mi novio la miró desconcertado, pero no tuvo el tiempo de preguntarse qué podría hacer. En un instante mi pelo y mi vestido nuevo estaban mojados de champán. Oímos un fragor de vidrio roto y el paso incierto de unos zapatos de tacón que se alejaban de toda prisa.
Un camarero acudió para ayudarme, el otro, el que había servido a Soledad, se dedicó a perseguirla, porque se le había olvidado pagar la cuenta.
-Pero, ¿Conocías a esa loca? -me preguntó mi novio, cuando por fin conseguimos hablar de lo ocurrido.
-Puede ser -contesté. Y los dos estallamos a reír.
Luego nos fuimos: creamos nuestra vida, construimos nuestros sueños, y nos olvidamos de ella. Solo se nos ocurría hablar alguna vez del “accidente”, el que pasó justo en la tarde en la que decidimos casarnos.


Silvia Zanetto

Amor (hechos de tiempo)

«Estamos hechos de tiempo
y, cuando verdaderamente lo advertimos,
ya no nos resta más que la mitad de la mitad de lo que desearíamos vivir»

Saéz de Ibarra, «de tal palo»

AMOR

Ayer fue el día del padre. Hoy es mi cumpleaños.
Demasiadas cosas. Demasiados cumpleaños.

El día del padre decidí borrarlo de mis calendarios a los once años, la mañana en la que mi padre se levantó para ir al trabajo como todos los días, salió de casa como todos los días, pero nunca volvió. Algo se había quebrado dentro de él y en pocas horas todo se había despedazado.
El padre instruido y paciente, que me hablaba de ciencia y de Dios sentándome en sus rodillas, ya no estaba. Estaban sus trajes en el armario, sus libros en las estanterías, sus pantuflas y el pijama que acababa de quitarse en el dormitorio, su taza y su cuchara en el fregadero.
Pero él no estaba.
Y nunca volvería.

Pasaron largos años sin los paseos del domingo bajo los chopos, sin las corbatas o las botellas de licor que se regalaban en esas efemérides, largos años sin su guía en el momento de tomar una decisión, sin verlo envejecer y agarrarse a mi mano como yo de niña me agarraba a la suya.

Pasaron años cortando con tijeras de jardinero las ramas secas del corazón, intentando abolir una fecha que los anuncios en la televisión habían vuelto imposible de olvidar.
Y además, tan cerca de mi cumpleaños…

Anoche borré de mis datos en Facebook el año de nacimiento.
Hoy todos pueden ver que es mi cumpleaños, ya algunos amigos han empezado a felicitarme, pero el número de los años ya no aparece.

Porque estoy en el lado equivocado de los cincuenta.

Y si es verdad que estamos hechos de tiempo, creo que el mío se ha deslizado de entre los dedos como arena sutil.

He intentado construir un castillo, pero siempre se me desmorona. Porque la arena es así. Y mis huellas en la orilla se las han llevado las olas.
Mis hijos sin nacer se los ha llevado el hospital. Perdidos en una mañana de sangre inesperada que chorreaba por las piernas, esfumados en una ecografía que borró dudas y tercas esperanzas.
Y otra vez las tijeras del jardinero truncaron las ramas muertas del corazón.

Porque, en fin, vivir hay que vivir.

Pasear por el parque, mirando las flores de esta tozuda primavera que reaparece cada año, reanudando los hilos de la vida arbórea que reflorece.
Olvidar las hojas muertas en el césped, porque la naturaleza las volverá alimento para las nuevas vidas.
Estoy en lado equivocado de los cincuenta, eso sí. Pero aún queda tiempo para sembrar flores, arrancar ortigas, intentar construir un castillo de ladrillos.

Ya el día del padre ha pasado.

Mañana, habrá pasado también mi cumpleaños.


Silvia Zanetto

Hacia el mundo de los vivientes

– ¡Es tarde! ¡Vete a tu casa y prepárale la comida a tu marido! -me dice.
– Pero, mamá, ¡Si solo son las cinco y media! -contesto.
Y en realidad sí, tendría que irme. Mi mirada se balancea desde el reloj blanco con agujas negras en la pared de su cocina hacia la ventana, desde la que puedo ver las copas de los plátanos que se mecen al viento, oír voces de chicos y ruido de motores. Gente que vive, habla, se desplaza.
Y yo tendría que volver a casa para preparar las clases para mis alumnos, terminar -¡Por fin! – de escribir ese cuento, hacer unas cuantas fotocopias.
Las agujas negras indican las 5,35. Solo han pasado 5 minutos y me he prometido a mi misma y a ella – que no lo sabe- quedarme al menos hasta las seis.
Haré las fotocopias después de cenar.
Ella malinterpreta mi mirada hacia el reloj:
– Es tarde -repite- Vete a tu casa. Tienes que prepararle la cena a tu marido. O ¿es que ya la tienes lista? A los hombres hay que hacerles la comida.
– No te preocupes, todavía es muy pronto para la cena.
– Bueno, entonces quédate un rato conmigo. Hablemos.
Las agujas negras indican las 5,37. Solo han pasado 2 minutos desde que las controlé la última vez. Y ¿qué le voy a decir yo ahora? 23 minutos para llenar de palabras el vacío de ese silencio.
– Pero has venido tarde hoy… -me dice. Por fin, algo a lo que agarrarme.
– Sì, el profesor terminó la conferencia media hora después.
– Pero… ¿ Es un hombre , verdad? Es que ellos no se dan cuenta de que las mujeres tenemos cosas que hacer: limpiar la casa, cocinar… Por cierto, ¿qué le preparas de cena a tu marido?
– No sé, todavía no me lo he pensado -contesto, pensando en las clases de mañana- pero tengo que planchar -se me ocurre decirle, aunque no es verdad. Sé que es lo que ella se espera de mi.
Y hablamos de la plancha, de la cena, de su vecina, de la plancha, de la compra, de la comida, de su vecina, de la plancha, de la compra y de la cena.
A las seis en punto me levanto.
-¡Vete a tu casa y prepárale la comida a tu marido! -me dice- A los hombres hay que hacerles la comida!
Me callo, porque para ella yo no tengo nada más que hacer que ocuparme de la casa y cocinar. Para mi marido, por supuesto, porque ya se sabe que las mujeres no comemos.
Me callo, porque ya he hablado bastante, sin decir nada equivocado que pudiera hacerla enfadar, o ponerse triste. Y eso ya es mucho.
Me callo, porque el neurólogo me dijo que no hay que contradecirla.
Me callo.
Y el remordimiento ya está allí, justo detrás de su puerta, sofocando el suspiro de alivio que se me escapa al cerrarse.
Soy culpable, porque me da gusto huir hacia los plátanos que se mecen al aire, hacia los chicos que charlan riéndose por tonterías y los ruidos de los motores. Hacia el mundo de los vivos.
Soy culpable y me callo.


Silvia Zanetto

Las siete copas

Erase una vez una Ciudad Amurallada en el medio de la Llanura Ardiente, donde los veranos eran siempre muy calurosos y la gente solía desmayarse por el sofoco.

Juanito y Pepito, los dos niños gemelos de la joven viuda Encarnación, eran los únicos que lograban soportan el ardor vehemente del sol y seguían jugando al aire libre en calzoncillos.

Una mañana, mientras iban a la misa, los vecinos encontraron en la plaza de la iglesia siete copas de oro junto a una placa de metal que decía:

Con la copa de la fortuna tú darás:
riqueza y bienestar conseguirás
para ti y toda la población
de salud y de dinero un montón.
 
Con la copa de la muerte tú darás:
enfermedad y duelo encontrarás
en la ciudad ruina y destrucción
y cada uno pedirá perdón.
 
Solo agua en otras copas encontrarás.
Vamos a ver si valor tú tendrás:
si no te asustas frente a esa visión
podrás ganarte hasta un galardón.
 

El alcalde convocó a todos los ciudadanos y enseguida surgieron las discusiones, porque la mayoría de los vecinos querían que alguien intentara la suerte, pero nadie se atrevía a ofrecerse voluntario. Había también un pequeño grupo que se oponía, porque temía que el elegido pudiera escoger la copa de la muerte, pero al final fueron los partidarios de aceptar el desafío los que ganaron.
Los pequeños Juanito y Pepito fueron los únicos que se atrevieron a intentarlo.
Encarnación lloró, gritó, se rasgó las vestiduras, pero el alcalde aceptó de mil amores la oferta de los niños. – Además -comentó- son unos inocentes, así como se debe ser cuando nos enfrentamos a la suerte.
Primero, lo intentó Juanito: eligió una copa y bebió el líquido, que resultó ser simplemente agua. Encarnación, todavía llorando, lo abrazó, mirando fijo a su otro hijo.
Pepito también eligió una copa y bebió. Enseguida su cara se volvió blanca y el niño, con una voz terrible que no era la suya, gritó:
-He elegido la Muerte. Ahora la desgracia se va a abatir sobre nosotros, para castigar nuestra codicia y nuestro atrevimiento. -y se desmayó.
Todos se preocuparon por Pepito, pero él en pocos minutos se repuso y, al despertar, no se acordaba de nada y parecía ser el de siempre.
Los vecinos se alegraron y pensaron en una broma de mal gusto, así que todos se fueron a su casa comentando los hechos tan raros que habían presenciado aquel día.
La mañana siguiente, una horrible pestilencia había afectado la ciudad: no había casa en la que no hubiese pasado la Muerte ni calle en la que no se oyesen llantos y lamentos.
Solo la pequeña familia de Encarnación todavía no había sido afectada por la epidemia.
La Muerte, mientras tanto, vagabundeaba por la ciudad llevando por doquier su cara aborrecible y su hedor insoportable, armada de su hoz con la que cortaba cabezas al azar. Al atardecer, volvió a la plaza de la iglesia junto a las siete copas y esperó.
Los vecinos -los que todavía estaban vivos- acudieron también a la plaza en busca del alcalde, para exigirle que encontrara una solución.
El alcalde, que era un hombre con mucha experiencia del mundo y de la vida, pensaba que con una buena cantidad de dinero todo se podía comprar, así que dio esa orden:
-Vuelvan a su casa y busquen todo el dinero que tienen, el oro, la plata y cada cosa valiosa que poseen. Pondremos todo en común y se lo ofreceremos a la Muerte para que se vaya de nuestra ciudad.
Los ciudadanos aceptaron, los más ricos a regañadientes, y en poco tiempo ya habían recolectado bastante dinero.
-Señora Muerte -dijo el alcalde- esto es todo lo que poseemos. Se lo ofrecemos a Usted para que nos perdone y nos permita volver a nuestra vida…
La Muerte no habló, pero extendió su brazo sobre el montón de riquezas y ese desapareció.
Los vecinos se miraron los unos a los otros, los hombres tragando las lágrimas y apretando los puños, las mujeres arrancándose el pelo y estrechándose al pecho los niños más pequeños.
Pero en la última fila estaba un hombre silencioso, con ojos pequeños y llenos de rabia. Se acercó al alcalde y pidió permiso para hablar.
– Llorar no sirve para nada, vecinos -dijo-. Tampoco ha servido el dinero. Yo os digo que, si de verdad queremos ganar esta guerra, tenemos que combatir con las armas.
Nadie reparó en la mueca sarcástica de la Muerte al oír estas palabras. Caballeros y campesinos volvieron otra vez a su casa, para sacar los unos las espadas y los otros los horcones, para combatir contra ella.
-¡Que empiece la batalla! – ordenó el alcalde, pero los golpes de los combatientes no lograron golpear a la Muerte.
-¡Más fuerte! ¡Más fuerte! – gritaba el hombre de los ojos pequeños, mientras se lanzaba a la batalla con todo su ardor. Todos combatieron con uñas y con dientes, pero solo lograron herirse el uno al otro: la Muerte se escurría de un lado a otro, fluctuando por el campo de batalla.
Madres y esposas se ocupaban de sus familiares heridos, mientras los demás, agotados, se secaban el sudor. Por fin, también el hombre de los ojos pequeños se sentó en el suelo y se echó a llorar.
En la plaza había también un hombre que no había participado en la batalla ni en la colecta. Llevaba un traje de color rojo, azul y amarillo y un llamativo sombrero en la cabeza. Todos lo conocían: era el malabarista, que en varias ocasiones había alegrado las tardes de fiesta en la Ciudad Amurallada. Pero ese no era un día de fiesta. Y, a pesar de todo, el malabarista seguía con su habitual sonrisa de escarnio.
-Señores, el dinero y la fuerza no pueden con la Muerte -empezó-. La Muerte es engañadora, lo sabemos todos. Así que la única manera de ganarla es usar sus mismas armas. Tenemos que estafarla, y yo puedo hacerlo -concluyó.
-No me vengas con rodeos -le dijo secamente el alcalde. -Si conoces una solución, haz algo.
El malabarista se acercó a las siete copas, las escudriñó durante un tiempo y eligió la copa de la muerte, en la que había bebido Pepito, donde aún había un poco de líquido.
-Señora Muerte -dijo- la copa de la suerte todavía está aquí. ¿No le gustaría a Usted probarla?
Los vecinos le miraban musitando entre sí.
La Muerte cogió la copa, bebió y de su boca salió un furioso viento de fuego que aniquiló al malabarista. Solo quedó su ridículo sombrero en el medio de la plaza.
-Eso tenía que pasar -dijo el alcalde.- Pero ahora, después de estos tres intentos fracasados, ya no sé qué hacer.
-¡Yo lo sé! -exclamó Pepito. Fui yo el que bebió en la copa equivocada, así que soy yo él que tiene que solucionarlo.
Encarnación intentó bloquearlo, pero el niño se le escapó de entre los brazos y corrió hasta la copa de la muerte.
-Tengo que beber otra vez de esta copa, para que nos libremos de la maldición.
-¡No lo hagas! -gritó Encarnación. -No te me mueras, hijo: me inmolaré yo por ti! -y arrancándole la copa de las manos bebió hasta la última gota.
Entonces, todo fue luz en la Ciudad Amurallada y en la Llanura Ardiente: el Sol volvió esplendente en plena noche, el montón de dinero de la colecta reapareció delante de la iglesia, los heridos en batalla fueron sanados y de las casas paulatinamente empezaron a salir los que la Muerte había matado con su hoz, sonrientes y con muy buen aspecto. Encarnación, estrechando en los brazos sus dos hijos, besaba al uno y al otro, loca de felicidad.
Entonces, la Muerte se fue, pero antes masculló unas palabras al oído de Pepito:

Lo que no pudo obtener la riqueza
ni de los hombres la gran entereza,
lo que no pudo lograr el engaño
que a los demás solo hizo gran daño
 
Todo lo pudo de madre un amor
así que librense de ese dolor!
 


Silvia Zanetto

Solo cuatro minutos

Por la mañana me despertó el sonido de la lluvia. O, a lo mejor, fue ese dolor sordo en lo profundo de las entrañas. No sé.
Una luz gris amarillenta se insinuaba entre las muescas de la persiana.
Lluvia, el último día de vacaciones.
Lluvia sobre la playa, golpeando el matorral, lluvia mojando los cristales de esa anónima habitación de hotel que al día siguiente dejaríamos.


– ¿Cómo estás? -me preguntó él, todavía con voz de sueño- ¿Hay novedades?
– No lo sé, todavía no me he levantado. Me siento como ayer, muy cansada, con dolor de pecho y de barriga. Y llueve, además.
Me miró con ternura, acariciándome la mejilla. Cuando habló, su voz era firme.
– Creo que ya es hora. Tienes que hacerlo hoy mismo.
– Quizás tengas razón -mascullé.
Y de verdad no soportaba más esa espera: diez días no eran pocos. Me levanté, abrí la ventana y dejé entrar el aire, húmedo y frío. Busqué un jersey en el cajón y me fui al baño. Ya sabía que no habría novedades.

Por la tarde, salí de la farmacia con mi tesoro en el bolso.
Ya no era la primera vez, ya tenía a mi cargo un montón de decepciones. Mías y suyas, por supuesto. No quería defraudarlo otra vez. No quería seguir siendo una mujer inútil.
Había dejado de llover y decidimos dar un último paseo por la playa. Delante de un mar desencadenado, tan diferente al mar domesticado para los turistas al que estamos acostumbrados, el viento nos golpeaba con el olor a sal y la fragancia del mirto y del eucalipto. No había nadie más en la playa.
Caminábamos cogidos de la mano, sin hablar.
Entonces él se paró y me tomó la cara entre sus manos: no estaba maquillada y el aire me revolvía el pelo.
– Pareces una chiquilla -me dijo.
– Pero tengo cuarenta -contesté.
– Todavía no es tarde. Ven, volvamos al hotel.

Una delicada luz rosada alumbraba la habitación, que me pareció de repente menos anónima y más acogedora.
Todo iría bien, esta vez.
Cogí el paquete del bolso y me dirigí hacia el baño.
Un inesperado sosiego me envolvió como una manta tibia. Todo iría bien.
– Y ¿ cuánto tiempo… ? -empezó él.
– Cuatro minutos -contesté con una sonrisa- Solo cuatro minutos.


Silvia Zanetto

Ma Francesco dov’è

Su ausencia me destroza, me sigue por la calle, como si fuera el ruido de pasos enemigos que se acercan y me asustan.

¿ESCRIBIR UN LIBRO EN TRES MINUTOS?

En estos días en los que acabo de publicar mi último libro, a menudo me plantean esta pregunta: “¿Cuánto tiempo has tardado en escribirlo, realizar los dibujos, encontrar una editorial y publicarlo?” Y mi respuesta siempre es: “Tres minutos”.

Nadie me cree, por supuesto, pero es que yo puedo demostrarlo.

Pero venga, pongámonos un poco más serios…

En realidad, como siempre me pasa al emprender un libro, el primer paso fue una casualidad: un cuento que escribí para participar en un concurso para el Día del Libro en el Instituto Cervantes de Milán. Se trataba de escoger una imagen y escribir una breve historia sobre el placer de la lectura. En español, por supuesto.

Así que fue en español en la lengua en la que escribí las primeras lineas, sin sospechar mínimamente que ese pequeño cuento, que ahora van a leer, se convertiría en un libro.

UN BICHO RARO

-Francisco,¡eres un bicho raro! -eso es lo que me dicen.

Es por lo del fútbol. A mis compañeros no les parece normal que a un chico de diez años no le guste darle patadas a un balón, revolcarse en el barro, pelearse con los demás y volver a casa sucio y sudoroso.

Incluso los grandes dicen que soy un niño difícil y se preocupan por mí, porque piensan que tengo pocos amigos y nunca juego al aire libre. A veces mis padres me llevan al parque con mis hermanos, pero yo me llevo un libro y me pongo a leer en mi sitio favorito: tendido en el césped a la sombra de un roble.

-Es que estoy preocupado por él -le comentó un día mi padre a la maestra Luisa-. No hace nada más que leer.

– Bueno, no hay de que preocuparse por eso -contestó la maestra, abriendo en una sonrisa sus labios suaves pintados de rosa-. Francisco es un niño sensible, tiene mucha fantasía, escribe textos muy buenos… A lo mejor, ¡ su hijo se convertirá en un gran escritor!

-Pero señora Luisa, puede que usted tenga razón, pero…¿Y las amistades”? ¿Las relaciones con los demás? Francisco siempre está solo, no juega con otros chicos, habla poco… me parece que para él la lectura se ha convertido en una manera de huir de la realidad. Me temo que todo eso lo vaya a convertir en una persona infeliz.

Pero yo no: yo no soy un chico infeliz.

Es más: creo que mi vida es de lo más interesante. Son ellos los que no entienden que la vida de los libros es tan apasionante como para olvidarse del aburrimiento de la vida real, tan monótona, en la que nunca pasa nada extraordinario.

Yo tengo mucha suerte, porque puedo vivir un millón de vidas.

Leyendo un libro, viajé por el tiempo y combatí contra los dragones; en otro me pasé toda mi vida sobre los árboles; releyendo un viejo librito con extrañas ilustraciones, viajé de un asteroide al otro y me encontré con personajes de lo más estrafalario; en otros conseguí hechizar con un sortilegio a mis enemigos, salvar a doncellas en peligro, volar sobre una escoba o cabalgar a Fújur; descubrí que puedo encontrar cosas maravillosas si voy por un camino del que todos dicen que no lleva a ningún lugar y al final ¡logré ganar una fábrica de chocolate!

En cambio, mis amigos viven una sola vida: mamá, papá, la escuela, los deberes, la tele y, por supuesto, el fútbol. Y nada más.

Pero hoy hay partido en mi colegio. Todos los alumnos tienen que participar, pero yo no tengo ganas. Por eso estoy aquí, escondido en la biblioteca de la escuela, tendido sobre un estante y leyendo mi libro favorito. Estoy seguro de que la maestra Luisa lo sabe, a pesar de que yo no se lo he dicho, pero no va a contárselo a nadie.

Además creo que, si cierro los ojos bien fuerte, poco a poco la magia se hará realidad : me volveré liviano, transparente, y finalmente desapareceré en las páginas del libro, protegido por los caballeros de la tabla redonda, escondido en la gruta del rey del trueno, invisible gracias a un anillo o bajo una capa. El entrenador nunca me va a encontrar.

Y aquí me quedaré, en el mundo de la Fantasía, escondido para siempre.

O, al menos, hasta que termine el partido.

¿Y luego?¿Qué pasó entonces?

Después de un tiempo me di cuenta de que la historia de Francisco podía seguir, con su maestra Luisa y todos sus compañeros de clase, porque había mucho más que contar.

Sentí el deseo, precisamente en el momento en que decidí dejar mi trabajo como profesora, de enviar un mensaje a las nuevas generaciones a través de la literatura fantástica, escribir un libro divertido, lleno de situaciones fantasmagóricas, de lugares irreales pero que hacen reflexionar sobre aspectos reales de nuestra vida y problemas de nuestro mundo a los que, en un futuro, nuestros niños tendrán que enfrentarse.

Así que… aquí estoy, con mi nuevo libro y muchas ganas de hablar de él.

Por eso el viernes que viene, hablaremos de él, y mucho… Para los amigos del Cervantes que viven cerca de Milán, los espero en la presentación de Legnano. Para los demás, tendrán que conformarse con las fotos y los vídeos de la velada…


Silvia Zanetto

Mentiras

Su ausencia me destroza, me sigue por la calle, como si fuera el ruido de pasos enemigos que se acercan y me asustan.
Desde hace horas estoy caminando sola por los barrios de una Venecia que los turistas no conocen, buscando mis recuerdos e intentando alejarme de ellos.
Pero su ausencia por fin me alcanza, me agarra las piernas, las quiebra y me hace caer derrotada sobre los peldaños de un puente.


Yo creía que solo podría sufrir así por un hombre: sé que el amor tiene bastante vigor como para partirme el corazón y dejarme sin fuerzas. En cambio, ahora es la ausencia de Lucía la que me derrumba y me deja agotada, sin aliento.
Lo sé: habría tenido que llamarla otra vez.
Si hubiera sido un hombre, lo habría llamado, olvidándome del orgullo y de todo.
El agua del canal es turbia, grisácea, debe de ser fría… por un momento me imagino como sería dejarme caer hasta el fondo.
A veces los canales de Venecia reflejan los colores alegres de las casas, en un juego de imágenes que hacen aparecer una segunda ciudad igual aunque opuesta a la de verdad. Pero hoy no: hoy una niebla húmeda y pálida cubre la ciudad, impregnada de ese olor a podrido que siempre me deslumbra y al mismo tiempo me repugna.
No me acuerdo exactamente las palabras que dije a Lucía, cuando me llamó: sólo me acuerdo que fue muy difícil encontrarlas al principio, y aun más difícil controlarlas después.
Hay un barco en el canal, parece abandonado a su destino, como yo. Dos señoras ancianas charlan y se cogen del brazo: hablan de sus nietos, de la compra y de pequeñeces: dos amigas, como éramos Lucía y yo.
Decido volver atrás y alcanzar los barrios llenos de turistas con sus cámaras insaciables. Miro la laguna abrumada y me abandono a la profunda quietud del espacio que se extiende delante de mis ojos y a los recuerdos que flotan a mi alrededor.

Teníamos diecisiete años: era el tercer año del bachillerato, y vinimos de viaje escolar justo aquí.
Mi corazón se había quebrado por Mauricio en mil pedazos de vidrio, y yo tenía cortes en las manos por intentar arreglarlo.
En cambio, Lucía paseaba por la orilla cogida del brazo de Gabriel, tan tranquilos que parecían un matrimonio de ancianos.
Las dos habíamos descubierto el amor, pero de una manera muy diferente. Eso no nos alejó, sino que nos unió todavía más y nos hizo más amigas. No sentía ninguna envidia por ellos, por el afecto sosegado que demostraban, mientras que yo me moría para obtener una sonrisa, una mirada de Mauricio, regalada como una limosna…
Había aprendido a amar con desesperación y la tranquilidad de un cariño seguro no me interesaba.
Lucía y yo éramos tan amigas que nunca un chico – o un hombre – podría separarnos. Claro, nos gustaban tipos diferentes, pero entonces estábamos convencidas que nuestra amistad era más fuerte que el amor, más fuerte que todo.

Han pasado años. Decenas de años.
Ahora, Gabriel es el padre de sus hijos; Mauricio es sólo una pequeña cicatriz escondida.
Hice otros viajes, me enamoré demasiadas veces, y ahora tengo un hombre a mi lado. Pero nunca encontré otra amiga. Conozco a varias mujeres simpáticas y agradables, con las que me gusta pasar un rato charlando, pero mi amiga siempre fue ella, Lucía.
Pensándolo ahora me parece raro, porque, como es natural, con el tiempo me alejé de aquella idea que la amistad era lo más importante de todo.
Me enamoré de muchos hombres en mi vida: Mauricio, con una pasión juvenil que me dejó agotada, Daniel, con un cariño cada día más débil que acabó convirtiéndose en un largo aburrimiento, Esteban, con una inconsciencia loca que me regaló por un par de meses la ilusión de ser invencible… y otros que el tiempo ha arrastrado hasta el olvido. Y por fin Pablo, mi marido, con el que aprendí que era posible sentir pasión y ternura por el mismo hombre.
Mientras tanto, ella se hizo novia de Gabriel, se casó con Gabriel, tuvo dos hijos con Gabriel, celebró decenas de cumpleaños y aniversarios con Gabriel.
Pero las dos seguíamos intercambiándonos llamadas, contándonos nuestros secretos, ayudándonos de cualquier manera… o eso creía yo.
Sin embargo, un día Lucía, sin decírselo a nadie, decidió buscar otro mundo, el que había atisbado en la calle, a lo mejor delante de la escuela de sus hijos, o en el gimnasio donde solía ejercitarse, o entre los amigos de Gabriel… ¿Quién sabe?
A mí nunca me contó nada.
Hace unos diez días recibí aquella dichosa llamada:
«Ana, necesito tu ayuda…»
No había nada raro en eso: siempre quise ser una buena amiga para ella, siempre estuve dispuesta a echarle una mano. Lo raro era su voz.
«Podrías… ¿podrías decirle a Gabriel que voy a ir con vosotros a Venecia el próximo fin de semana?»
«¡Qué bien! Entonces, ¿vamos los cuatro? Yo tenía entendido que Gabriel tendría que trabajar…»
«Pues sí. Gabriel tiene un compromiso».
«Entonces… ¿vas a ir tú con nosotros?»
«Sí…. bueno, no. Eso es lo que tendrías que contar a Gabriel…»
«¿Y tú dónde vas?» le pregunté como una tonta. Todavía no acababa de entender.
Ella no contestó.
«¿Con quién?»
Otra vez no me contestó.
«Lucía…»
«Ana…» murmuró después de un largo silencio «Yo creía que me entenderías.»
«No sé de qué me hablas» contesté sorprendida.
«Creía que me entenderías» repitió, tozuda.
Todo el mundo dice que la mentira es más divertida, pero con un par de verdades puedes dejar a cualquiera callado. Así me quedé yo, cuando la verdad que ella nunca me contó me dejó muda, sin poder soltar palabra. No podía, no quería entender. ¿No era yo la más inquieta, la más pasional, la que no podía renunciar, de vez en cuando, a poner patas arriba su vida y a veces incluso la de los demás? ¿No era ella, Lucía, la más tranquila, la más reflexiva, la esposa y madre casi perfecta? Y ahora, ¿qué me estaba pidiendo? ¿Que cubriera su engaño, que mintiera a Gabriel, a quien conocía desde que éramos chicos y que era como un hermano para mí?
Otra vez me engañé, pensé que fuera un malentendido: si se hubiera enamorado de otro hombre, Lucía me lo habría dicho, éramos tan amigas, nos lo contábamos todo…
No me acuerdo exactamente las palabras que le dije: sólo que fue muy difícil encontrarlas, al principio, y aun más difícil controlarlas después. De eso me acuerdo muy bien: le contesté que no, por primera vez en mi vida.
Después no pude callarme, le eché en la cara que no me lo hubiera contado, le hice un montón de preguntas, la acusé de ser inconsciente e irresponsable: no supe pararme y hablé demasiado: al fin y al cabo, la amiga impulsiva siempre había sido yo.
Fue entonces que me soltó a la cara todo su veneno:
«¡Ahora te has convertido en una santa! Con todos los hombres que has tenido y ¡te atreves a juzgarme!»
¿Por qué me ofendió de esa manera? Me llamaba para pedirme ayuda, una ayuda imposible para mí, y a cambio quiso humillarme tanto…
Pero mi cuchillada fue igual de profunda:
«No soy una santa, lo sé. Pero ¡nunca he mentido, nunca he traicionado!»
Ella colgó el teléfono.

Lo sé: tendría que llamarla otra vez.
«Creía que me entenderías» me había dicho, pero yo no supe comprenderla, no fui capaz de abrazar a mi amiga, a mi hermana, por primera vez en el mismo lado del universo del amor. No conseguía pensar en otra cosa que en lo que me había pedido y en la mezquindad con la que me había acosado.
Tendría que esperar unas horas, dejar que nos calmáramos las dos y luego llamarla otra vez. Pero no lo hice.
Después de unos días, me envió un email:

Hola Ana –me escribió, y no «querida Ana»– Hay muchas maneras de entender si las amistades son verdaderas: creo que he valorado la tuya hace unos días.
No ha sido porque me has contestado que no: puedo entender tus escrúpulos, tu amistad con Gabriel, el miedo que él te descubra y te considere culpable, tus reglas morales… puedo entenderlo todo.
Lo que me ha herido profundamente ha sido la falta de sensibilidad que has demostrado… Ni siquiera me has preguntado como estoy, si es difícil para mí, si estoy sufriendo…
¿Acaso piensas que yo estoy bien?
No quería echarte en la cara tus amores pasados, sino buscar en ti a una persona que podría comprenderme, por haber conocido a lo largo de su vida el amor en todas sus formas. Por eso, creí que me comprenderías…
Con toda sinceridad: estoy convencida de que, si hubieras querido borrar las palabras crueles que nos dijimos, me habrías buscado. Si te hubiera importado de mí, me habrías llamado.
Creo que no hay nada más que decir.
 

A mí siempre me ha gustado mirar a la cara a las personas cuando les hablo, para descubrir sus reacciones en la expresión de los ojos. En cambio, a ella le gustaban las cartas, porque decía que cuando una persona escribe puede releer, cambiar, borrar, para evitar los malentendidos. “La escritura es la amiga de la prudencia” decía.
Así que en su carta no cabía la menor posibilidad de malentendidos: era una puerta cerrada con pestillo.
Le escribí enseguida una respuesta, pero era demasiado tarde.
Le pedí perdón, admití todas las culpas, pero era demasiado tarde.

Así, ayer por la mañana Pablo y yo partimos para Venecia.
“¡Qué lástima que Gabriel y Lucía no hayan podido venir con nosotros!” dijo él.
“Pues sí, una verdadera lástima” contesté. Quería contárselo todo, pero todavía no había encontrado el momento y el valor para hacerlo.
Al salir de un museo, cuando encendimos los móviles, los dos encontramos una decena de llamadas sin respuesta de Gabriel.
El día despejado se estaba diluyendo en un cielo rojo y naranja, de fuego.
De repente entendí lo que había pasado: ella le había contado a Gabriel que se iría con nosotros, aún sin mi complicidad.
“Voy a llamarlo enseguida, le habrá pasado algo” dijo Pablo.
“Espera, antes tengo que decirte una cosa…” contesté. Pero no tuve ni siquiera el tiempo: Gabriel llamó a Pablo otra vez. Estaba desesperado, gritaba como un loco: “Lucía está en Venecia con vosotros, ¿Verdad? ¿Verdad Pablo? ¿Está allí? ¿Está bien?
La cara tan guapa de mi marido se retorció en una mueca irreconocible, donde risa y susto se confundían hasta desembocar en una expresión de profunda angustia.
“Ha venido la policía, me han dicho que ha habido un accidente, en la montaña, y que Lucía ha… Pero es un error, ¿verdad? ¿Lucía está bien, está en Venecia con vosotros, ¿verdad, Pablo? ¿Está allí con vosotros?

Pablo ha decidido partir enseguida para estar cerca de Gabriel, yo he preferido quedarme todavía un poco, volveré mañana con el tren.
¿Cómo podría ahora enfrentarme a él? Por suerte, Pablo aún no sabía nada… ¿Pero yo? Qué le voy a contestar, cuando Gabriel me plantee todas las preguntas que a poco a poco se le ocurrirán?
Ni siquiera sé si iré al entierro de Lucía… creo que, al fin y al cabo, ella preferiría que no. Pero claro que iré: lo haré por Gabriel, por sus hijos, por Pablo… por todos los que todavía creen que éramos las mejores amigas, para guardar las apariencias en una situación en la que ya no queda remedio.
El agua en los canales está gris, fría como el hielo que alberga mi alma; la luz del día se desvanece hasta desaparecer.
Venecia en invierno es así: a veces te encadena, a veces te embruja.

Y aquí quiero perderme todavía un poco antes de volver, antes de que esta tarde húmeda y grisácea pueda borrar mi recuerdo más antiguo: Lucía y Gabriel a los diecisiete años, cogidos del brazo, que paseaban por la orilla…


Silvia Zanetto

Cristobal Colón el estafador

Buenos días señoras y señores
Me llamo Loco De Mamarrachos y soy profesor de historia medieval, medio occidental y medio fantástica de la Universidad de Quiénsabedonde.
Hoy tengo el inmenso placer de presentar a este ilustre público el libro que acabo de publicar, titulado “Cristobal Colón el estafador”.
Este epíteto, referido a un héroe nacional, puede que les sorprenda, pero yo sé fehacientemente que Cristobal Colón nunca descubrió América, sino que, después de un par de semanas de navegación, naufragó en las Islas Canarias y, como se había llevado un susto terrible, decidió no seguir con la empresa de buscar el Levante por el Poniente. Así que se quedó en un hotel de Tenerife en la Playa de Las Américas, que ya tenía este nombre por un motivo que les voy a explicar dentro de poco en el curso de mi disertación. Después de un tiempo que le pareció razonable, volvió a la corte de Isabel la Católica jactándose como si hubiera llegado a las Indias, sin que nadie se diera cuenta de que eran todas mentiras.
Alguien podría objetar que Cristobal Colón ofreció a los Reyes pruebas irrefutables de su llegada a otro continente. Efectivamente, es incuestionable que Colón llevó a la corte española animales y plantas que en Europa no existían.
Sin embargo, ya hace tres años, mi apreciado compañero de trabajo y de estudios Tonto Mayor explicó en su famosísimo tratado “Los navegantes canarios” que cabía la posibilidad de que los canarios hubieran llegado a América al menos un siglo antes que Colón.
En el curso de mis estudios, durante estos tres años, he recogido muchas pruebas que pueden demostrar que esta ya no es una teoría, sino un conocimiento cierto. Para empezar, en un cementerio de Santa Cruz de Tenerife del siglo XIV los arqueólogos han descubierto papeles para envolver chocolatinas, vasos de “nutella”, latas de tomates y maíz, e incluso unos paquetes de fiambre de pavo.
Así que queda demostrada la teoría de Tonto Mayor, o sea, que los Canarios ya habían importado de América estos productos.
Además, yo mismo he descubierto un cuaderno de bitácora de un vecino de La Laguna, Amerigo Vespucci, que cuenta con pelos y señales todos los acontecimientos de su primer viaje a América en 1324.
Por eso, América lleva su nombre; asimismo la Playa de Tenerife que todos conocen se llama Playa de las Américas para celebrar la empresa del canario Amerigo Vespucci.
Dicho de otro modo, Colón engañó a Isabel la Católica y se arrogó el mérito de una hazaña que nunca había cumplido, de tal forma que ella le financió otros tres viajes. Así pues Colón veraneaba en las playas de Tenerife, tomando el sol y bebiendo Coca Cola (que también los Canarios habían importado de América), mientras que los Reyes Católicos, como eran muy católicos, rezaban por él todos los días porque se creían que estaba poniendo en peligro su vida en el medio del Océano.
De cualquier forma, todos saben que después de un tiempo Colón perdió el favor de los Reyes y tuvo que marcharse de la Corte, de ahí que decidiera retirarse al chalé con piscina que se había comprado en la Playa de las Américas, donde vivió muchos años de jubilado, libre de preocupaciones.
Lo único que le dolía era que en las Canarias nadie se creía sus patrañas..


Silvia Zanetto

Hasta que nos parezca tarde

Mi madre, por supuesto, no estará de acuerdo, pienso, mientras pongo lo esencial en una maleta.
Nunca lo estuvo: desde el principio él no le cayó bien.

A mí, en cambio, me gustó enseguida.
Ni siquiera me fijé en el color gris de su pelo y de su barba. Me deslumbró la luz oscura que vi brillar en sus ojos mientras me hablaba de su viaje a Africa. Me encantaron las palabras verdes y azules de ríos y valles lejanos, que su voz me acercaba y me permitía ver.
Me sedujo su mirada, en la que atisbé en un solo instante toda la vida que yo ni siquiera había imaginado, y que entera estaba allí, en su primera sonrisa.
Todo en él prometía una existencia diferente: su sombrero de viajero, que no se quitaba ni en casa, su camisa arrugada que siempre parecía recién sacada de una maleta mal hecha, los gestos anchos de sus manos que me llevarían de mi sosa vida hasta un mundo desconocido…
Creo que fue un flechazo. Ni siquiera tuve el tiempo de olvidarme de los chicos que había frecuentado antes, no hizo falta: ya no existían, mi vida anterior no existía. Si me hubiera parado a pensarlo, me habría dado cuenta de que a ellos les había entregado sólo la cáscara de mí misma.
Al principio, él se enamoró de mi amor, del halago que le producía verme tan hechizada, de las tardes delante del fuego, de los paseos por la orilla del río, siempre escuchándole. Pero una tarde me tomó la cara entre sus manos, fuertes y cálidas, y me dijo -Ahora, habla tú.
Y eso fue el amor.

-Pero, ¡Gabriela! ¡Si es más viejo que tu padre! -me regañó mi madre. -¿Qué pretendes hacer de tu vida? ¿Hacer de enfermera? ¿Quedarte viuda pronto? ¡Con lo joven y guapa que eres! ¡Con la de pretendientes que tienes, y tú vas a salir con ese… ese anciano! -me escupió en la cara.

Por eso, ahora me voy.
Todo lo más, mi madre se enfadará conmigo, con él… en fin, ¿qué más da? Por nada que le diga, siempre se irrita: por una vez, tendrá una buena razón para enojarse.
Me voy sin despedirme, llevándome solo unas pocas cosas en una maleta pequeña.
Grandes serán los paisajes de viento y de sol que atravesaremos juntos; largos serán los días cabalgando en los del desierto, mirando el horizonte; lentas serán las tardes, sentados en el porche, esperando la puesta del sol detrás de las acacias…
Hasta que nos parezca tarde.


Silvia Zanetto

Palio di Legnano

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es carroccio-11.jpg
“LA SAGRA DEL CARROCCIO” o “PALIO DI LEGNANO”



“LA SAGRA DEL CARROCCIO” o “PALIO DI LEGNANO”

Si hay un acontecimiento histórico que identifica Legnano en toda Italia, es la victoria de la Lega Lombarda contra el Emperador Federico I de Svevia, más conocido como Federico Barbarossa.

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es carroccio-10.jpg

Por eso, el turista que se encuentre en Lombardia durante el mes de Mayo no puede dejar de pasar un domingo por esa ciudad, donde cada semana tendrá la oportunidad de asistir a uno de los actos que constituyen la muy conocida Sagra del Carroccio, llamada también Palio di Legnano, que se celebra cada año para conmemorar la batalla.

El combate ocurrió justo en los alrededores de Legnano el 29 de Mayo del año 1176, y decretó la superioridad de los municipios de Lombardia sobre las pretensiones del emperador que quería someterlos, quitándoles los derechos que habían adquirido a lo largo de decenas de años.

Los apasionados de historia que estén interesados en los detalles sobre los acontecimientos de aquel día, tendrán toda la posibilidad de informarse durante los varios actos.

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es carroccio-21.jpg

Para la mayoría de los turistas, familias y niños, no faltarán las oportunidades de disfrutar de esa inolvidable experiencia: un viaje a través del tiempo que les permitirá transcurrir una entera jornada en plena Edad Media, entre damas y señores a caballo, artesanos y campesinos, guerreros listos para batallar, chicos y niños, todos infundados en trajes realizados según el estilo de la época, después de un riguroso estudio histórico.

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es carroccio-3.jpg

La celebración principal se desarrolla en el último fin de semana de mayo, el más cerca de la fecha del 29 de mayo, día del combate. Para entender mejor el espíritu batallador, además de cultural y de diversión, de las celebraciones, tendremos que conocer algo sobre los ocho barrios (le contrade) de Legnano:

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es carroccio-42.jpg

Cada contrada tiene su propia sede, que se llama Maniero, su capitán y su castellana, o sea la señora del castillo, pero sobre todo su caballo de carrera y su jinete profesional, que tendrán que ganar el “palio”. La contrada que logrará el premio, obtendrá el gran honor de alojar en su iglesia principal la Cruz de Ariberto de Intimiano, la que, según narra la leyenda, estaba en el Carroccio durante la afamada batalla.

El último viernes de mayo, por la tarde, merece la pena asistir en el estadio comunal a la Provaccia, o sea una carrera de caballos a la que acude todo el mundo, porque todos los parroquianos son muy fanáticos de su barrio, pero solo sirve como prueba y no tiene ningún valor para la asignación del premio. Es más: la tradición popular dice que la contrada que gana esta prueba nunca gana el verdadero Palio, el del domingo.

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es carroccio-52.jpg



El sábado por la tarde, en cada Maniero se celebran las cenas propiciatorias de cada contrada: los parroquianos cenan juntos, normalmente se visten con los colores de su propio barrio y ensayan canciones para incitar a su jinete y burlarse de los demás, para cantarlas durante la carrera del día siguiente.

Lamentablemente, hay que ser parroquianos para poder asistir a esa cena, pero los turistas no podemos perdernos las celebraciones del domingo:

Por la mañana, en la plaza principal de la ciudad se celebra la misa y, durante la función religiosa se presentan al obispo los caballos que van a disputar la carrera por la tarde, para que él les dé su bendición. Al final se dejan libres tres palomas blancas y se observa su rumbo, porque la tradición dice que las aves se dirigen hacia la contrada que va a ganar el Palio.

El desfile histórico es el acontecimiento más renombrado de toda la Sagra. El cortejo empieza a las tres de la tarde, pero se aconseja llegar muy pronto para poder aparcar el coche y encontrar un buen sitio para gozar del deslumbrante espectáculo. De todos modos, el desfile sigue un recorrido bastante largo por las calles de la ciudad y todos podremos disfrutar de la magia de la atmósfera medieval que se crea.

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es carroccio-111.jpg



Los personajes que desfilan a pie y a caballo son más de 1200 y representan todas las clases sociales de la época. El cortejo sigue un orden muy riguroso, según el número de victorias de las que cada contrada puede presumir. La última es la que ganó el Palio el año precedente. Y no podemos olvidarnos del protagonista de la batalla, el Carroccio o sea un carro donde un cura celebraba la misa durante la batalla, para invocar la ayuda de Dios e incitar a los guerreros. De ese carro precisamente procede el nombre de la celebración.

Como siempre, es el final el que nos reserva las emociones más fuertes: la corrida de La Compañía de la Muerte, que según narra la leyenda, llegó justo al final de la batalla para ayudar a los guerreros de la Lega Lombarda.

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es carroccio-81.jpg



No nos vamos a arrepentir de los pocos euros gastados si decidimos gozar hasta el final de este glorioso día e ir al estadio comunal para asistir a la carrera de caballos. Lo más espectacular es el público, formado por los aficionados de las ocho contrade que expresan todo su entusiasmo con cantos y gritos, banderas y ropa del color de su barrio. Los caballos se desafían de cuatro en cuatro, luego hay una carrera final que va a decretar el ganador. Y, si todavía no estamos cansados, podremos acudir al Maniero de la contrada ganadora, donde la fiesta durará hasta las tantas.

Entonces, ¿qué estáis esperando para disfrutar de esta experiencia espectacular?

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es carroccio-9.jpg

Silvia Zanetto

Manos blancas

MANOS BLANCAS

La mujer es un grumo negro de tormento.
Sólo las manos son blancas, de pálida cera, se agarran con tenacidad al ataud cubierto de flores níveas.
-¡Hijo! -chilla la mujer- ¡Hijo!
Su grito repite hasta el infinito la eterna angustia de la Mater Dolorosa, la injusticia cruel que desgarra a una mujer en el profundo de su entrañas.
Luego, la suave violencia de manos amigas arranca la madre de su amor descuajado, de su Cristo perdido. En el silencio inmenso, sólo queda el eco de sus sollozos.
El aire es de hielo.
Nosotros, ni siquiera nos atrevemos a llorar.

CONTRASTES

Suelo saborear cada fragmento de mi existencia: un trozo de pan con miel, el aire que acaricia la cara, pedalear alegre camino a casa…
Pero hoy no.
Hoy no vivo: espero. Hago cosas.
Lleno de compromisos las horas que me faltan para la cita.
Una enfermera distraída y sonriente me entregará el sobre. Mi aspecto será impasible, pero mi alma chillará: -¿Por qué demonio sonríes, tonta? ¿No sabes qué es lo que me estás dando?- Mis labios sólo murmurarán: – Gracias.
-¡Cuánto amo la vida! -explotaré gritando en mi perfecto silencio.
Luego, buscaré un rinconcito tranquilo y abriré el sobre.


Silvia Zanetto