
Era un día cualquiera, sin sol ni lluvia. La mujer estaba terminando de limpiar la casa, como todos los viernes, antes de irse al supermercado. Solo le faltaba abrillantar el magnífico espejo ovalado con marco de oro que estaba en la pared del salón, frente a la puerta de entrada. Lo roció con el limpiacristales y cogió un trapo para limpiarlo perfectamente. Detrás de las gotas de limpiador, vislumbró su rostro blanquecino y grisáceo y su mirada que huía de sí misma, unos ojos perdidos que se hundían en las ojeras. Decidió centrarse en las pequeñas manchas del cristal, las eliminó completamente, y observó satisfecha el espejo. Habría sido perfecto, si su imagen no hubiera estado allí.
De repente, algo pasó. Detrás de su reflejo ya no estaba la de la puerta de entrada, ni la del salón, sino la de algo vivo, algo verdoso. Se dio la vuelta: el salón estaba como siempre, el suelo lúcido, sin una mota de polvo. Volvió a mirar el espejo y percibió la húmeda presencia de los árboles, que se cernían sobre ella con una pasión desinteresada. Una vida silenciosa de clorofila que traía consigo recuerdos de una infancia verde e inocente, una niñez jugando al escondite entre los arbustos, corriendo por el césped hasta alcanzar el bosque. Se giró de nuevo. La mesa estaba perfectamente limpia, las sillas puestas en orden meticuloso, las cortinas recién lavadas y planchadas. Volvió a mirarse al espejo y vio sus ojos color esmeralda de niña sin ojeras, sus manitas de madera clara, su pelo de hierba verde. El amoroso tronco de un roble la abrazó con delicadeza, y su piel se hizo verde, su corazón se convirtió en un melocotón, sus dientes en minúsculas almendras. “Señor Árbol” murmuró la mujer-niña verde, “Lléveme de aquí”.
Silvia Zanetto
