
BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO (1617-1682)
El sol brilla sin piedad en la mancebía de Sevilla. Sin embargo, una sombra benévola nos permite abrir ampliamente la ventana que da a la calle Castellar. Una corriente de aire ligero como una pluma me acaricia sensualmente, Celestina se ocupa de recordarme, con cuidado ha escotado ampliamente mi blusa sobre mis hombros desnudos. El pequeño nudo rojo de la blusa hace juego con mis labios y una pinza en mi pelo marrón oscuro.
Sonrío, mis ojos brillan como un par de diamantes negros. Celestina también sonríe, pero ella se esconde coquetamente la cara con la punta de su velo. Las dos vimos llegar a Juan con su pelo rizado que emerge entre la multitud de hombres que deambulan por el barrio. Nuestras miradas se han cruzado, ya siento su beso que me embruja. Todo mi cuerpo está listo para recibirlo. Cierro la ventana y vuelo.
— Tienes que levantarte, cariño.
Celestina me sacude como un títere desarticulado que no quiere sentarse, y sobre todo no quiere dejar su sueño. Juan está conmigo, mi Juan guapo como Cupido en el rapto de Psique.
— Ve a lavarte y prepárate. Tenemos que recibir a más clientes esta tarde.
Hago una mueca de disgusto y Celestina me recuerda:
— Es la profesión más antigua del mundo y, en todo caso, la que le permitirá a tu padre librarse de sus problemas. Está impedido y ya no puede trabajar. Se necesita estiércol para hacer florecer la rosa más brillante. ¿Quién sabe si a esta rosa un hermoso príncipe la recogerá un día para instalarla en un jarrón de plata y convertirla en su enamorada?
Han pasado muchos años, demasiados. Vuelvo a abrir la ventana: la noche ha caído, la frescura también. Aprieto un chal grueso alrededor de mis hombros. Los hombres se apresuran, sus miradas indecentes me erizan, mi sonrisa ansiosa se pierde en la lejanía.
Alguien golpea la puerta, la ventana ya está cerrada. Como el tejido de Penélope, el día fue interminable; también los pretendientes, como yo los llamo, innumerables. No quiero recibir ni uno más. Los golpes en la puerta son insistentes, Celestina de su cama donde el cansancio la clava, le grita:
— Abre, nunca se sabe, cariño.
Abro la puerta, un hombre entra decidido, su cara está surcada por el mar y las aventuras, su pelo canoso, rizado todavía, su mirada de gran alcance me penetra hasta el alma. Todo mi cuerpo se estremece. Sonrío y lo acojo en mis brazos. Apenas puedo pronunciar:
— Juan
- Ya publicado en Alquimia Literaria
Jean Claude Fonder
