Monótona languidez

Henri Lebasque – Mujer en vestido blanco

Ese día hacía un calor tórrido. Todo parecía más amarillo. El sol salpicaba la terraza y la pared amarilla con sus rayos ardientes. La joven, vestida toda de blanco, estaba sentada desanimada sobre su estola, también amarilla. 

Acababa de leer una carta. Su mirada se perdía en la distancia. Ni siquiera veía  la gallina que estaba encaramada en la silla de al lado. La invadía una languidez irresistible. La carta, escrita por ella, era una carta de ruptura, su ruptura con Roberto. ¡Dios, qué guapo era! 

Recordaba sus noches de amor, era un buen amante. Sabía llevarla más allá de lo imposible, ella se sentía bella cuando él la cogía, todo su cuerpo arqueado aullando con un placer rabioso. También era rico, sin exagerar, no tiraba el dinero por la borda, pero no se negaba nada, no le negaba nada. Parecía el amante ideal.

Le había costado mucho escribir esta carta para renunciar a él. Y ahora se preguntaba si debía enviarla, pero aún había tiempo.

¿Qué le reprochaba?

Bueno, por ejemplo, en ese momento no estaba aquí. Su trabajo lo mantenía ocupado, estaba de viaje, Dios sabe dónde. Cuando él volvía a casa estaba cansado, demasiado cansado, y luego estaba el deporte que ocupaba sus fines de semana. Con demasiada frecuencia terminaba en borracheras impotentes con sus amigos. En esas ocasiones era mejor no esperarlo, no tenía el alcohol tierno.

Era una persona sin sabor, sin delicadeza y sin sutileza. No era un verdadero compañero. Era un hermoso animal, pero no de compañía.

Ella llamó al mayordomo, que llevaba un chaleco amarillo con rayas negras. Le dio la carta.

Pasó una nube y la terraza fue inundada por la frescura de la sombra. 

Jean Claude Fonder

Vacaciones con los abuelos

Henri Lebasque – Mujer en vestido blanco.jpg

Estaba visitando la exposición de los impresionistas cuando un cuadro atrajo mi atención: era Mujer en vestido blanco de Henri Lebasque. El cuadro me hizo recordar cuando era niña y el sábado en que terminaba la escuela mis padres me llevaban a la casa de campo de mis abuelos donde yo pasaba las vacaciones hasta agosto que me venían a buscar para ir con ellos al mar. Yo entraba corriendo, gritando: ¡abuela María! Mi abuela me esperaba siempre en el patio vestida de blanco con Juan, que era una paloma que vivía allí.

Cuando llegué al Book Shop vi un póster del cuadro de Lebasque y lo compré. Después lo llevé a enmarcar con el marco que mi hijo me había regalado para el día de la madre y lo colgué en la oficina en la pared detrás de mi escritorio. Cuando tengo algún problema en el trabajo o estoy nerviosa, me basta mirar el cuadro para tranquilizarme pensando en las hermosas vacaciones que siempre pasé con mis queridos abuelos

Gloria Rolfo

Carta a una desconocida

Henri Lebasque – Mujer en vestido blanco

Querida Claudine, (este nombre imaginario te queda perfecto)

¡Qué hermosa estás en la pintura!

¡Qué bonito tu vestido de seda blanco!

¡Tu sombrerito y tus zapatos me encantan!

Te imagino sentada frente a tu casa en Provenza. Puedo husmear el perfume de las flores del jardín que te rodea, mezclado con un lejano olor a mar.

Tu carita somnolienta bajo la luz amarilla me hace pensar que estás un poco aburrida a pesar de la presencia rara e inquietante del pajarito.

Aquí, en Milán, el escenario es muy diferente. Estamos viviendo un tipo de pesadilla. Escuelas, cines, teatros, museos, cerrados. Supermercados asaltados con estantes sin mercancías. Un virus, que es un bicho, pero más pequeño y muy malo, está saqueando nuestro bienestar.

Perdona, pero por eso cuando miro tu figura sumergida en esa luz tibia y amarilla un poco me pongo de los nervios. Lo siento, sé que no es culpa tuya, pero mejor será que nos contactemos cuando estos días surrealistas se acaben.

Te mando un beso virtual, los únicos que nos permiten.

Iris.

P.S. Lo de el pajarito inquietante te lo aclaro la próxima vez. Tiene algo que ver con algunas tesis del señor Freud.

Iris Menegoz

Sueño amarillo

Henri Lebasque – Mujer en vestido blanco

¡Sabina se dejó caer en la silla de mimbre, delante de su casa! El paseo había sido abrumador, bajo el sol primerizo de un verano que prometía ser tórrido. La garganta seca reclamaba un vaso de agua, pero el cansancio le impedía levantarse. Se le cerraban los ojos, cegados por la luz dorada que se difundía por el aire y lo volvía todo amarillo: su sobretodo ligero que yacía abandonado en el respaldo, la acera anaranjada, la pared desconchada, los postigos cerrados para defender la casa del calor. Era una luz irreal que no creaba sombras, sino una paz infinita que se colaba en su cuerpo, iluminaba el ala del sombrerito, los pliegues del vestido blanco recién estrenado y los zapatos nuevos con correas de bailarina.  

Ojalá pudiera dejarse ir, diluirse en la nada azafranada del abandono, perderse en el sueño veraniego del olvido, fueron sus últimos pensamientos antes de caer dormida.

Y Sabina soñó:  soñó con un ave fénix de plumaje inigualable que se posaba en la silla a su lado: tenía cuerpo dorado, reflejos escarlatas en las alas, su cabecita estaba elegantemente inclinada hacia ella.  El ave fénix cantó con su voz maravillosa y Sabina sintió su alma levantarse, bailar una danza amarilla sin reglas y sin perdón. Del ojo izquierdo del ave surgieron lágrimas milagrosas, que el ave fénix le ofreció a la muchacha, y ella las sorbió. 

Cuando Sabina despertó, el ave fénix había desaparecido. Ya no tenía sed, ni sentía cansancio. Como si hubiera resurgido de sus propias cenizas.

Silvia Zanetto

Blanco y negro

Henri Lebasque – Mujer en vestido blanco

La dama vestida de blanco se sentaba aburrida en la silla del patio de su casa de verano en Le Cannet.

Odiaba la Provenza, no soportaba esa tranquilidad, ese estilo de vida preciso, ese lento paso de los días en los que no pasaba nada.

Esa casa tan perfecta, de estilo provenzal; la odiaba, aunque ella hubiera elegido los muebles, los cuadros, con una meticulosa atención a los detalles.

Estaba sola esa tarde, hacía calor, aunque una ligera brisa secara las gotas de sudor que corrían por su espalda hacia las bragas. Era como si fuera una emoción erótica, una sensación que a menudo sentía pero que no podía satisfacer. Era todavía una mujer joven, su ilustre marido, abogado de edad, había ido al pueblo con los invitados y volvería tarde esa noche.

La perversión aumentó, ella quería hacer algo para satisfacer ese repentino «deseo» sexual. Pero estaba sola, la única compañera era una gallina del corral de al lado, encaramada a la silla con ella, que tal vez percibía su estado anímico alterado.

Podía haber dado una vuelta en carruaje, haber ido al pueblo para tomar un refresco, haber dado un paseo a caballo considerando, además, que el mozo de cuadras siempre estaba a su disposición.

Pero no, eso no era lo que quería hacer en su fuero interno.

Decidió subir a su habitación y entre las sábanas de lino frescas satisfacer el ardor juvenil con sus propias manos.

Cuando se levantó, escuchó una voz y vio una sombra masculina que la llamaba. El vestido que había elegido y llevaba puesto ese día era bicolor, «doble cara», delante blanco, pero detrás era completamente negro.

Luigi Chiesa

Mujer en vestido blanco

Henri Lebasque – Mujer en vestido blanco

Yo sigo aquí, sentada en un sillón cubierto por un lienzo amarillo con borde negro. La ventana detrás de mí tiene postigos amarillos cerrados. Llevo un lindo vestido, un pequeño sombrero y los zapatos elegantes, todo blanco. Me gusta mucho esta vestimenta. Espero, y tengo la sensación de que tarde o temprano algo va a pasar. De momento me quedo aquí charlando contigo que estás posado en la silla cerca de la mía, en esta luz amarilla. Me caes bien. Es un placer conversar, escuchas y nunca me llevas la contraria. ¿Sabes que hay un hombre, mirándonos desde hace tiempo? No, no debes tenerle miedo, a él le gusta observar. Aquel hombre que sigue mirándonos me ha atrapado aquí en esta hermosa pintura donde todo es amarillo, donde no hay cielo y donde sólo somos dos. Estaba tan celoso que pensó él en castigarme apartándome de su vida, encerrándome en un cuadro, tan amarillo como sus celos. Tal vez se encarceló a sí mismo en una soledad que ya no puede aguantar. Por eso nos mira. Claro está que quiere que volvamos a estar juntos. Tengo mis ojos un poco escondidos bajo el pequeño sombrero para que su mirada no pueda hipnotizarme otra vez, yo no quiero volver con él. Estoy satisfecha con esta situación. Simplemente hay que esperar a que alguien pase por aquí y se quede con nosotros. Y cuando ocurra abriré los postigos y dejaré entrar la luz amarilla de mi alegría.

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Raffaella Bolletti

Mujer en vestido blanco

Henri Lebasque – Mujer en vestido blanco

Anna se había vestido de blanco porque había mucho calor y se había sentado afuera en la sombra. Un extraño pájaro estaba en la silla cerca de ella y la miraba inquisitivamente como si estuviera preocupado. Estaba esperando a Juan que acababa de regresar de un viaje de negocios de seis meses y que le dijo que tenía una sorpresa muy importante. El la consideraba su mejor amiga, pero ella lo había amado desde que fueron juntos a la escuela y nunca tuvo el coraje de confesarlo. Mientras esperaba se durmió y soñó que él la acariciaría y la besaría, sintiendo una sensación maravillosa.

De repente sintió un toque en el hombro, Juan había llegado, estaba con una chica rubia a quien presentó como su novia. Inmediatamente el pájaro asustado se fue volando.

Leda Negri

Estío solitario

Henri Lebasque – Mujer en vestido blanco

Mi siesta ha sido más larga que de costumbre. No sé bien cuántas horas he dormido, he perdido la noción del tiempo.

No se oyen ruidos, ni voces y las guitarras que mis vecinos que solían tocar al atardecer ahora están mudas, los niños no juegan en el patio, es como si una densa capa de silencio se hubiera abatido sobre nuestro pueblo. Sólo el soplo de alguna brisa cálida me despierta de la modorra que me envuelve. Las calles están desiertas.

Para soportar mejor el calor tórrido de este verano me he puesto vestido y sombrero blancos. Un suave cacareo me sobresalta por lo inesperado, en medio de tanto silencio. A mi lado, en la otra silla, se ha posado una gallina. ¿Seremos las únicas sobrevivientes de alguna pandemia desoladora?

Maria Victoria Santoyo Abril

El hechizo

Henri Lebasque – Mujer en vestido blanco

Había dado con ella fácilmente. Las instrucciones eran claras. “La encontrarás”, estaba escrito, “a esa hora de la tarde en que el estío embriaga los sentidos de calidez amarilla. Estará allí”, decían los libros, “sentada en el patio, envuelta en las gasas blancas del vestido, los hombros desnudos y torneados, el rostro apenas protegido por una capelina.” La había encontrado fácilmente. Y eran días que le revoloteaba entorno sin decidirse. 

Lo peor había quedado atrás. Lo sabía. Había surcado distancias inabarcables. llanuras kilométricas, planeado sobre abismos vertiginosos. Había superado el peligro implícito en cada una de las pruebas grabadas, como mandamientos, en las páginas: la privación del desierto, el furor de las tormentas oceánicas. Y a cada una había subsistido: a la ferocidad de las bestias, a las llamas que de ramo en ramo devoraban las forestas, a los despistes y a los disparos de los cazadores. Llegó, exhausto e incólume, del otro lado del mundo. Era un sobreviviente. 

Había dado con ella sin esfuerzo. Y ahora, para desbaratar por siempre el maleficio, le quedaba por cumplir ese último gesto: recoger las alas, posarse sobre la silla de hierro y entregarse a sus manos redentoras. 

Pero eran días que le revoloteaba entorno. Y días que ella se sentaba a esperarlo, enfundada en su largo vestido de gasa blanca. Ambos sabían. Las instrucciones eran precisas. “Aquel pichón que logre cruzar del otro lado del mundo en solitario y que, posándose en una tarde amarilla, encuentre a la mujer vestida de blanco, recibirá sus caricias. El hada romperá así el hechizo y el ave retomará su antigua forma humana.”  Inicio y final del relato, todo desde siempre estaba escrito. Sin embargo, revoloteaba indeciso: ¿para qué volver a ser humano, se preguntaba, ahora que he aprendido a volar? 

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Adriana Langtry