La casa del árbol rojo

La maison à l’arbre rouge de LÉO GAUSSON (1860-1944)

Estos últimos días, veía todo en blanco y negro, como en viejas fotografías. Despertándome esta mañana, de repente vi todo de colores muy vivos, irreales, incluso las sombras eran coloradas, sobre mi nariz tenía unas gafas extrañas que no podía quitarme y había palabras flotando por la atmósfera explicando que seres de otros planetas las habían enviado para ayudarnos contra el Coronavirus.

Simonetta Ferrante

La maison à l’arbre rouge

La maison à l’arbre rouge de LÉO GAUSSON (1860-1944)

Decidió aparcar en la pequeña plaza de la iglesia y bajó del coche. Su hijo estaba a su lado, un poco aburrido. No habían planeado ninguna parada, y menos en un lugar tan silencioso que parecía abandonado. Por el contrario su padre, un encorbatado ejecutivo, parecía feliz. Llevaba mucho tiempo deseando echar un vistazo a la casa rural con su solar colindante, que había heredado años atrás. Empezaron a subir por una carretera secundaria, sin asfaltar, estrecha, donde no podrían pasar dos coches a la vez. Una pequeña muralla, pintada de colores diferentes costeaba la carretera. Un poco antes de llegar a la curva, apareció su casa, de la que nunca se había interesado y que se había convertido en la vivienda de los campesinos que ya trabajaron para su abuelo. Había sido restaurada y pintada de un color verde claro. Detrás de la muralla se veía un pajar de espigas de trigo. El cielo estaba despejado y azul. Toda la luz parecía estar en ese lugar, donde todo era ausencia. Ni agricultores, ni una herramienta, ni un rastrillo. El árbol de tronco rojo todavía estaba allí, más alto que la última vez que lo vio, proyectando su sombra en la pared de la casa. Aquel árbol de corteza lisa y fina como una piel, le despertaba recuerdos lejanos. Aquel árbol fue testigo y compañero silencioso de sus primeros amores, cuando se ruborizaba dando besos escondidos y abrazos torpes, un poco torcidos, como esas ramas. La melancolía lo llevó a pensar que tal vez había dejado pasar una parte importante de su vida sin hacer lo que de verdad quería hacer; tal vez tomaría la decisión de volver a sentarse bajo el amparo del árbol de tronco rojo. Su hijo, mientras tanto, ya había regresado al coche.

Raffaella Bolletti

El árbol pintado

La maison à l’arbre rouge de LÉO GAUSSON (1860-1944)

En ese camino rural que me gustaba recorrer hacia el atardecer, se podía sentir una armonía y una tranquilidad casi absoluta. Especialmente en verano, con ese aire claro y limpio, con las casas alineadas de colores pastel; era una sucesión de diferentes situaciones de vida, los colores suaves eran iluminados por una luz suave pero particularmente brillante. El día se iba con el calor; con el sol debilitado, era el mejor momento para recoger ideas, para reflexionar y para conocer la noche, la mejor parte del día con sus matices que se desvanecen en el cielo.

El árbol estaba casi a la vista, se erigía hermoso, narciso con sus flores y orgulloso de su presencia. Esa temporada subrayaba su momento de gloria, parecía casi pintado, falso, irreal, pero un punto fuerte que destacaba en el campo provenzal. Todos la llamaban la casa del jardín con el árbol rojo.

Cambiaba durante las estaciones, en primavera con hojas más verdes, en otoño las hojas rojas se mezclaban con el tronco, y en invierno se desvanecía con las heladas, pero su corteza siempre permanecía de ese color brillante.

Me encantaban esos colores, era el último pasaje para ir al mar, al promontorio donde yo terminaba mi camino para ver el sol zambullirse en el mar con su «rayon vert». El sol, tan rojo como el árbol, que lanzaba su último grito, su «flash» antes de desaparecer para dar paso a la noche y a sus sueños.

Luigi Chiesa

Trasquera

La maison à l’arbre rouge de LÉO GAUSSON (1860-1944)

Para llegar al pueblecito de Trasquera, cercano a la frontera italiana con Suiza, hay que recorrer una estrecha carretera que sigue el relieve de la montaña y cruzar por el puente del Diablo, sobre un abismo. Este camino abrupto termina en una explanada luminosa que mira al sur. Camino entre sus callejuelas desiertas, entre casas de piedra, plazoletas con fuentes que son el único murmullo en ese lugar silencioso. Veo a lo lejos a una anciana que, con paso cansado y un gran ramo de flores blancas se dirige hacia una zona en el extremo de la zona habitada, me dedico a seguirla para que sea mi guía involuntaria.

Las bardas están pintadas con colores claros: verde limón, blanco deslumbrante, azul claro… sobresalen copas de árboles frondosos y el aroma de las flores es intenso. La verja metálica por la que entra mi guía está abierta, entro a ese jardín, que es, en realidad, un cementerio con tumbas muy antiguas, algunas con inscripciones borradas por la intemperie. Calculo edades de los sepultados, leo nombres y apellidos españoles, ¡qué raro! Estamos en Italia. Encuentro a la señora que me guió hasta allí y como estamos solas, nos ponemos a charlar; noto que lleva pendientes y colgante de oro toledano damasquinado, como los de la tradición artesanal de Toledo y al alabar sus joyas, me contó que es tradición de ese pueblo, pero que ya no queda quien fabrique tales objetos. Los últimos artesanos ya han muerto. La dejo y sigo recorriendo este lugar de paz, con vistas espectaculares sobre las montañas y el torrente profundo que es como el foso de defensa de un castillo. Fantaseo pensando que, a lo mejor, los españoles que se refugiaron en este lugar apartado y hermoso eran hebreos sefarditas que huían de las persecuciones de los reyes católicos. Habrán atravesado el sur de Francia y esta zona fronteriza tan áspera y casi inexpugnable les habrá parecido el refugio ideal para quedarse. La memoria se ha borrado carcomida por el tiempo, como las inscripciones en las tumbas más antiguas.

Hace calor y el sol está en su cenit. Contemplo el panorama desde ese mirador que se asoma sobre el precipicio, hasta que me saca de mi ensimismamiento el silbido de una víbora. Lentamente, me repongo del atávico terror y me alejo buscando la salida. Estoy completamente sola, sobre una hermosa tumba antigua está el ramo de flores blancas.

Maria Victoria Santoyo Abril

La invitación de Rebeca

Cada noche vuelvo a verlo, labrado en mis ojos recién cerrados, y sé que no me permitirá conciliar el sueño: sus ramas rojas retorcidas en un ademán de congoja, la una estrangulada por la hiedra, la otra mutilada, la otra reseca y sin una hoja, a pesar de que estábamos en junio.

La invitación de Rebeca para que fuera a verla me había sorprendido: siempre era ella la que venía a mi casa, se quedaba a merendar un chocolate caliente o un helado y luego, juntas, hacíamos los deberes. Nunca mencionaba a su familia y cambiaba de tema frente a mis preguntas, a veces tímidas, a veces insistentes. Pero aquel viernes me propuso “Ven tú a mi casa” y la curiosidad empezó a hervir en mi cabeza.

Pero… el árbol, decía antes. Las sombras grises de sus ramas en la pared amarillenta de la casa evocaban a un hombre ahorcado. A lo mejor era aquella luz de inicio de verano lo que me aturdía, el azul exagerado del cielo, el exceso de silencio en una tarde resplandeciente. No había pájaros cantando, ni un soplo de viento, ni se podía adivinar un horizonte detrás de la esquina.

“Rebeca ha muerto” entendí de golpe. “Por eso me pidió que viniera”.

El amarillo dorado de la gavilla de trigo detrás de la tapia brillaba de alegría, se reflejaba en el empedrado soleado de la calle desierta. El engaño de los colores tiernos del muro me invitaba a entrar. “Rebeca ha muerto” me repetí a mí misma. Me acerqué a la puerta, resuelta a entrar, pero no había timbre ni tarjeta con apellidos. Oí la voz de Rebeca que me llamaba detrás de la esquina y corrí hacia ella.

Silvia Zanetto

El árbol rojo

La maison à l’arbre rouge de LÉO GAUSSON (1860-1944)

Julieta, ante la tumba abierta donde yace el cadáver de su marido, esboza una sonrisa. El velo que oscurece su rostro disimula con gran dificultad la alegría que la invade. El cementerio sombreado del pueblo donde vivió su juventud siempre le regalaba serenidad, sobre todo cuando el sol encantaba la frescura matinal de sus colores nítidos y precisos. Después de la ceremonia, cuando hubiera saludado a la última persona, se dirigiría hacia el camino que amaba. El que desde su infancia recorría con el temor de no encontrarlo.

Se llama el paseo de la casa del árbol rojo, su belleza es inigualable, y el tiempo pasado no puede cambiar eso. Un desenfreno infinito de colores armoniosos, un camino amarillento rodeado de verde oscuro, que bordea una pared de colores pasteles, que une una serie de edificios verdes pálidos, para poner en escena un árbol torturado de color rojo, que despliega sobre el fondo del cielo azul un campo sembrado de flores pequeñas blancas y rosas.

Un día, yo tenía unos 8 años, él surgió de entre los dos arbustos que guardaban la entrada al patio de la granja. Era hermoso como un dios, un pequeño rubio despeinado, pantalones cortos y olor a estiércol. Pasó corriendo a mi lado, ni siquiera sé si me vio.

Así es como conocí a Alain, que debería haber sido el amor de mi vida. Naturalmente, él no lo supo hasta más tarde, cuando nos encontramos en la misma clase de segundo en el colegio Saint Boniface en Aviñón. Entonces era un adolescente de 18 años con el que todas mis compañeras habrían querido salir. Debería haber tenido ventaja. Lo conocía, éramos del mismo pueblo. 

Desde que lo conocí la primera vez, me las arreglé para pasar lo más a menudo posible por el camino de la casa del árbol rojo. Quizás jugaba en el patio de la granja, así que podría aventurarme a hablar con él. Relacionarse con él no era fácil, era hijo de un granjero, mi padre como médico del pueblo era considerado un extranjero, y él era un año mayor que yo, así que no estábamos en la misma clase en la escuela.

Sin embargo, yo quería ser su amiga. Bueno, lo que se puede ser amigo entre chico y chica. Nunca estaba libre, cuando no trabajaba en la granja, jugaba al fútbol con sus compañeros de clase. Cada vez la decepción era grande, yo tomaba el sendero y, pasados los dos arbustos, descubría que él no estaba en el patio. 

Por fin, una vez lo encontré sentado en una mesa cubierta con un mantel de grandes cuadros, instalado cerca de la casa en una pequeña terraza de madera protegida por un pequeño techo. Parecía muy ocupado. Me acerqué con cautela.

—¿Cómo te llamas? soy Julieta. ¿Qué haces?

Él no me respondió, pero lentamente me mostró las páginas de su herbario. Era muy cuidadoso. Había hojas y pequeñas flores que secaba meticulosamente entre dos hojas de papel secante presionadas por un diccionario grande. Su mirada se dirigió hacia el árbol rojo, el azul insondable de sus ojos me subyugó en ese momento. Nunca lo olvidaré.

Fue esta mirada la que me turbó de nuevo cuando eligió sin decir palabra sentarse a mi lado en el banco de la clase de segundo. Casi nunca hablaba, incluso cuando le preguntaban los profesores, lo que aumentaba el misterio que lo envolvía. No sabía qué hacer para romper el hechizo. Me sonreía, siempre era servicial, pero en silencio. Mi lugar estaba contra la pared, tenía que levantarse cada vez para dejarme pasar, podía observarme a su gusto, y a veces me las arreglé para rozarlo. Me vestía simplemente, como era necesario en el colegio, sin maquillaje, sin perfume, habría sido una lástima desnaturalizar el hermoso olor campestre que emanaba de él. Un botón olvidado no era tan malo, estaba bien dotada. 

Lo intenté todo, me ofrecí a ayudarle en las materias que se le daban peor, y eran muchas, había repetido el año. Una vez le pregunté si todavía tenía su herbario. Su reacción fue casi brutal, por primera vez. Se levantó y pidió permiso para salir. Me quedé desconcertada, parecía un tema tabú.

El lunes siguiente, se disculpó y aceptó que tomáramos un café juntos en un pequeño bar cerca del colegio. La tarde antes de salir de la escuela, me preparé cuidadosamente delante del espejo del baño, probablemente no tendría otra oportunidad. 

Su herbario, lo había comenzado con su madre. Ella había muerto, un cáncer se la había llevado. Quería seguir adelante, a pesar de que su padre lo consideraba un juego de niños y le prohibía ocuparse de ello. No quería ceder, pero no conocía bien las plantas, excepto su árbol, el árbol rojo. 

—Yo te ayudaré, — le dije, —conozco bien los árboles, cuando estaba en sexto grado, también empecé uno. 

Era cierto, era parte de las estrategias que me había inventado para descongelarlo. Esperaba conocerlo. Cada fin de semana, el árbol rojo, la pared pastel, los dos arbustos formaban parte de la cita, pero cuando entraba en el patio, no había nadie bajo el porche. En la secundaria, durante el recreo, nunca lo vi.

Ahora en segundo, teníamos una pasión en común, nos veíamos cada vez más a menudo, yo subía alegremente el camino amarillo, cada vez con un vestido más corto, la estación lo permitía. Pero para llegar a pequeños toques, por no decir besitos, tuve que esperar casi hasta el final del año escolar.

Aquella mañana estaba finalmente desnuda, descuartizada de placer, sumergida en las profundidades desconocidas de esa mirada sin fin. ¿Qué buscaba en mí ese chico de corazón simple? 

No me atreví a descubrirlo. Pocos días después de nuestra aventura, Alain abandonó sus estudios. Me casé por voluntad de mis padres con un médico. Cuando volví a ver a mis padres en el pueblo, intenté dar un paseo hacía la casa del árbol rojo, sin éxito. Pero yo sabía que él se había hecho cargo de la granja y que nunca se había casado.

Hoy esta decidida, el paseo la espera, lo sabe.

Se detiene un momento más en un banco, la sombra en el cementerio parece retenerla.

Piensa en él, se sumerge en el azul de sus ojos, se ve acostada a su lado. Duerme, su pelo es rubio como la paja. ¿Cómo va a estar hoy?

De repente se levanta, va hacia el camino que bordea la casa con sombras coloridas, el árbol, el árbol rojo está allí, cada vez más torturado, cada vez más hermoso.

Jean Claude Fonder