La maison à l’arbre rouge

La maison à l’arbre rouge de LÉO GAUSSON (1860-1944)

Decidió aparcar en la pequeña plaza de la iglesia y bajó del coche. Su hijo estaba a su lado, un poco aburrido. No habían planeado ninguna parada, y menos en un lugar tan silencioso que parecía abandonado. Por el contrario su padre, un encorbatado ejecutivo, parecía feliz. Llevaba mucho tiempo deseando echar un vistazo a la casa rural con su solar colindante, que había heredado años atrás. Empezaron a subir por una carretera secundaria, sin asfaltar, estrecha, donde no podrían pasar dos coches a la vez. Una pequeña muralla, pintada de colores diferentes costeaba la carretera. Un poco antes de llegar a la curva, apareció su casa, de la que nunca se había interesado y que se había convertido en la vivienda de los campesinos que ya trabajaron para su abuelo. Había sido restaurada y pintada de un color verde claro. Detrás de la muralla se veía un pajar de espigas de trigo. El cielo estaba despejado y azul. Toda la luz parecía estar en ese lugar, donde todo era ausencia. Ni agricultores, ni una herramienta, ni un rastrillo. El árbol de tronco rojo todavía estaba allí, más alto que la última vez que lo vio, proyectando su sombra en la pared de la casa. Aquel árbol de corteza lisa y fina como una piel, le despertaba recuerdos lejanos. Aquel árbol fue testigo y compañero silencioso de sus primeros amores, cuando se ruborizaba dando besos escondidos y abrazos torpes, un poco torcidos, como esas ramas. La melancolía lo llevó a pensar que tal vez había dejado pasar una parte importante de su vida sin hacer lo que de verdad quería hacer; tal vez tomaría la decisión de volver a sentarse bajo el amparo del árbol de tronco rojo. Su hijo, mientras tanto, ya había regresado al coche.

Raffaella Bolletti

Celda


Su habitación se había vuelto una celda en la que, encerrada voluntariamente para aislarse del mundo, se quedaba todo el día en la cama. Allí en esa celda se escondían la esperanza, la aceptación, la negación, allí se escondía el tiempo, el olvido imposible. Pensó en los presos, en las celdas de una cárcel; pensó en las abejas, en las celdas de la colmena, libres de salir, entrar, y salir de nuevo. Comprendió la inutilidad de seguir encerrada e incomunicada. Ahora lo tenía claro: retomaría el hilo que la conectaba con el exterior, con ese conjunto de celdas por cruzar. Cada una diferente, cada una contándole su propia historia, en un viaje en el que una celda se abre donde la otra se cierra. Celdas conectadas en paralelo, adyacentes, a veces sin puertas, para así coincidir y relacionarse con los demás. Hasta llegar, sin prisa, a las celdas oscuras de las que no hay salida.

Raffaella Bolletti

Viejos tiempos

Cada domingo por la tarde, salía de paseo con mi padre, siempre observando el mismo ritual, siempre con un rumbo que parecía establecido de antemano. Aquella fría tarde de un noviembre de hace muchos años, mientras la ciudad estaba envuelta en una espesa niebla gris, mi padre decidió dar un salto cualitativo en la costumbre del domingo y, en lugar de llevarme al zoológico (ya conocía yo hasta cuantos pelos tenía en la superficie de su cuerpo, cada animal) me dejó fuera de juego y me llevó al cine. Entramos a la sala por el pasillo central y tomamos asiento. A mí siempre me encantaba el brevísimo rato en el que la sala, al apagarse las luces, permanecía oscura. Huelga decir que yo, por ser niña, esperaba ver una película de dibujos animados, en cambio empezó la proyección de una de esas películas del oeste que tanto le gustaban a mi padre. Los Nativos Americanos, unos salvajes, representados como enemigos, sanguinarios y depredadores atacando la diligencia, a mí me caían muy bien, apostaba por ellos. Pero siempre llegaba la caballería y arrasaba sus tribus en una nube de polvo que parecía dificultar la respiración como la nube de humo que envolvía la sala, puesto que la gente solía fumar en el cine. Pensaba yo que hubiera sido lo mismo si hubiéramos dado un paseo en la niebla. En ambos casos el aire era irrespirable.

Raffaella Bolletti