
A mis 6 años empecé a leer y mi primer libro desencadenó un mar de lágrimas. Se trataba de «Sin familia», di Dickens y me hacía sentir empatía hacia el protagonista el hecho de estar fuera de mi casa, por primera vez. Tenía que ir al colegio de mi severa tía Amina y vivir en su casa, en la ciudad, mientras que mis padres y mi hermanito permanecían en nuestra hacienda agrícola.
Por suerte, la biblioteca de la tía estaba llena de libros maravillosos, divinamente ilustrados y eso me consoló. Más adelante, de adolescente, leía todos los libros que dejaban los primos que iban a pasar vacaciones a nuestra hermosa finca. Así, viajé por países exóticos con Julio Verne, conocí a la florista Eliza Doolitle (Liza) y la volví a encontrar en la película musical My Fair Lady , inspirada en esa obra. Cayeron en mis manos cuentos de vaqueros, el atormenado joven Raskolnikov y hasta Santa Teresa de Jesús. Todos ellos llenaban mis tardes de vacaciones, encaramada entre las generosas ramas de mi árbol favorito o, en el ancho alfeizar de mi ventana. También había libros antiguos de mi abuelo, con tapas de pergamino y letras decoradas.
Ahora, que estamos renovando nuestra casa, veo con tristeza, cajas y cajas de libros que tienen como destino una biblioteca y, los más viejos, el vertedero municipal. Todos los personajes que acompañaron a tantos lectores se esfumarán para siempre, pero seguirán viviendo en la memoria de quienes los amaron. Aunque es posible que Montag, el bombero incendiario de Farenhait 451, los salve del olvido en el fuego.
Maria Victoria Santoyo Abril
