Era Ella

Maddalena penitente Georges de la Tour

 

 Impresionante y enigmática la postura de su mirada, mientras a mi alrededor había más cuadros para visitar, yo estaba frente a ella pasmado, meditabundo, tratando de comprender por qué aquel lienzo era tan inspirador aunque lleno de dilemas, porque al mirar su escondido rostro me parecía ver a mi adorada madre cuando, de niño, por las noches me ayudaba con mi tarea escolar y, cuando deslizaba mis ojos hacia abajo creía ver a una hechicera que acariciaba mi cabeza; eh ahí comenzó mi cuerpo a temblar, cada vez el zoom de mi círculo visual se enfocaba solo en ella y las blasfemias rondaban en mi lengua, mas mis dientes como una celda de piedra las retenían para no prorratear adjetivos nefastos hacia ella. 

Seguían las preguntas calcinando mi esquema cerebral pensando si los libros eran tan solo un detalle o eran toda su vida escrita en fragmentos o en prosa, también parecía un juramento o una despedida terrenal porque cuando me percaté de la cruz y la soga lista para ejercer el papel de verdugo me incitaba más. Será que estaba demasiado cansada o la luz de la noche suavizaba sus ansias y se enfocaba solo en algo espiritual, aún con el pero y el por qué como puntos de inicio,  continuó y al final seguía oscureciendo mis enigmáticas respuestas. 

Sinceramente se veía una mujer refinada, elegante y, aunque no veía directamente su mirada, algo me decía que su tristeza se reflejaba con una sola palabra que hasta ahora no he podido descifrar. No sé cuánto tiempo estuve frente a ella, solo escuchaba el sonido de mi respiración; las incógnitas dentro de mí seguían atrapadas haciendo juicio sin razonar, cuando de pronto los altavoces resuenan en mis oídos y una melodiosa voz agradece la visita y anuncia que el Museo de Louvre cerrará en breves minutos invitando a todos a salir. 

En el transcurso de mi salida parecía estar acompañando a un funeral, nunca había caminado tan lento, sentía que mi espalda cargaba tanta irresponsabilidad por dudar de algo que no me competía, porque yo solo debía admirar la belleza del cuadro y no juzgar qué cosa o quién era la que estaba dentro. 

En fin, me fui de París sabiendo que había estado en una balanza emocional porque cuando subí a la cima de la Torre Eiffel pensé tocar las estrellas, estaba rebosante mi alegría, pero dentro del museo sucumbí en un huracán de dilemas. No sé en qué pensó Georges de La Tour pero el milagro de aquel cuadro en mí funcionó porque me volví más consciente y menos invasor de las acciones de los demás.

Luis Alberto Prado

Magdalena penitente

Maddalena penitente Georges de la Tour

 ¡Ay! Calavera que reposas en mi regazo. Estoy segura de que puedes oírme, aunque no te hable. Sé que entiendes mi sufrimiento. Como ves estoy aquí, sentada en la penumbra de un cuarto semivacío, descalza, esperando a que llegue un nuevo día. Estoy cansada, pero no consigo dormir, tengo que reflexionar sobre mí misma. ¿Quién soy? O bien ¿Quién dice la gente que soy? Soy Magdalena, pues sí, soy pecadora. El paso de las horas se va convirtiendo en una penitencia. El aire huele a tristeza. ¿Estoy mirando la llama? Parece que sí, pero no, estoy mirando al vacío. Mi mano izquierda tiene que prestar apoyo y descanso a mi cabeza que parece haberse transformado en un peñasco pesado. La llama de la lámpara de aceite ilumina los objetos que están sobre la mesa, dos tomos, el látigo con el que tendría que azotarme y una cruz. También mi pierna izquierda está bajo la luz, mientras que la pierna derecha está en la oscuridad. Igual que mis pensamientos. La mitad son oscuros, son una sombra que me envuelve y que me pregunta si es correcto lo que dice la gente, si es verdad que he pecado mucho. Soy Magdalena, pues sí, soy pecadora. Mis pecados no desaparecerán. Siempre me acompañarán. La otra mitad reflejan una parte diferente de mi vida, la que dediqué a ese hombre. Cambié mi vida. Me encomendé a él. Y hoy que ya no está, hoy me doy cuenta de que también mi vida se va apagando, como se apagará la llama de la lámpara. ¡Ay! Calavera ¿Quién fuiste en vida? ¿Fuiste una mujer o fuiste un hombre? Seguro que fuiste pecador, como todos lo somos. Ahora lo entiendo, eres el reflejo de mí misma. Esta calavera soy yo.  ¡Ay! Calavera. Mi futuro es esto.

Raffaella Bolletti

Maria de Magdala

 Me llamo María, María de Magdala, pero todos me llaman Magdalena siempre añadiendo un adjetivo: penitente, arrepentida. Los pintores y escultores más famosos del mundo me representaron siempre y solo en el instante de más dolor.

Nací en una casa pobre en las afueras de la ciudad. Más que una casa era una cueva oscura. Un infierno en verano, una nevera en invierno. ¿Cuántos éramos en familia? ¡Una muchedumbre! Un gran plato y muchas cucharas. Cuando tenía 13 años, mi padre me dijo:

— ¡Te estás haciendo mayor! —En un instante me encontré siendo la sirvienta en el palacio del “dueño” de la ciudad. Desafortunadamente también el señor de la casa, sus hijos y sus amigos se dieron cuenta de que me estaba haciendo grande.

A los dieciocho años era una mujer muy guapa y, ya que no me faltaban admiradores, decidí trabajar por mi cuenta. Dejé el palacio y conseguí una casita. Mis negocios progresaban. Después pocos meses contraté a una joven. Se llamaba Sara. Era dulce y sabia y en poco tiempo se convirtió en mi mejor amiga. 

Sara siempre hablaba de un joven hombre que ella llamaba “mi Santo”, que iba predicando por el país rodeado por una multitud de seguidores. Me pedía siempre con mayor insistencia que me uniera a ella para escuchar las palabras de su Santo.

— Habla a los pobres —me decía — habla de justicia, de equidad, de amor, de perdón, palabras que nadie nunca antes se había atrevido a pronunciar —. Así que un día, solo por curiosidad, fui con ella al campo donde predicaba y, cruzando con esfuerzo la muchedumbre que lo rodeaba, nos acercamos y lo vi de frente.

Era un hombre muy hermoso. Pelo negro, sedoso un poco ondulado, Ojos negros y piel color ámbar. (Un judío de Palestina nunca podría tener ojos azules y pelo rubio). Una luz mágica e inexplicable se irradiaba de su figura. Me acerqué. Me reconoció. Sabía de mí y de mi vida. Me puso una mano en la frente y me sonrió.

Me enamoré de pronto como solo ocurre una vez en la vida. Desde aquel fatídico encuentro mi vida sufrió un cambio profundo. Todo lo que pertenecía a mi pasado desapareció en poco tiempo, Sara y yo nos fundimos con la muchedumbre, cada vez más numerosa, para escuchar las palabras visionarias, idealistas, revolucionarias de aquel hombre.

Confieso que no siempre entendía sus discursos, pero me daba cuenta de que su constante condena a los ricos y los poderosos, tarde o temprano habría tenido consecuencias negativas para él.

¡Vámonos! – yo le decía – alejémonos del mundo, donde nadie nos juzgue, donde nadie nos diga que hacemos mal!

Él me miraba como se mira a un niño y, sonriendo ante mi ingenuidad, me respondía:

— ¡Tengo que estar a la altura de la misión que mi Padre Celeste me confió, a cualquier precio!

Yo me quedaba callada. También tenía ideas confusas sobre el Padre Celeste. Antes de conocerlo me habían dicho que su padre era un carpintero de Nazaret. Yo le creía siempre sin hacer inútiles preguntas dejando que mi miedo creciera.  

La venganza no llegó tarde con su furor bestial. 

A los pies de aquella malvada y sangrienta cruz, su madre y yo, locas de dolor, lloramos a mares.

Así me convertí en la Magdalena penitente, arrepentida. Penitente, arrepentida y enfadada porque ni mi amor, ni el Padre Celeste, fueron capaces de salvar la vida del hombre al que amaba.

Iris Menegoz

Alicia en el país de las pesadilla

Maddalena penitente Georges de la Tour

 Escribir sobre el dolor no es tarea fácil. No lo es cuando se ha de escribir acerca del dolor propio. Mucho menos cuando se trata del dolor ajeno. Penetrar en ese mundo oscuro, lleno de obstáculos aparentemente insalvables no es una   tarea sencilla. Las pérdidas, los desengaños, agrietan los corazones aniquilando, a veces para siempre, los deseos de vivir o cualquier atisbo de esperanza y ¿qué es la vida sin esperanza? ¿cuál podría ser la fórmula que alentaría a sobrevivir en un mundo sin horizontes? 

Me lo pregunto cada día que me encuentro con mi convecina: a su decir, la esposa casquivana.  Tanto ella como su marido se pasaron media vida poniéndose mutuamente los cuernos, pero ella ha asumido ahora el peso de todas las culpas. Su nombre es Alicia, y yo para mis adentros la llamo Alicia en el País de las pesadillas. 

Hoy me la volví a encontrar. Cabizbaja. Pensativa, como últimamente. 

Desde que a su pareja se lo llevó la peste, prácticamente no habla con nadie. Algunos dicen que ha perdido la cabeza, pero yo creo que es que simplemente ha recubierto su corazón con una especie de mortaja. En su casa, con la mirada ojerosa y perdida, sosteniendo entre sus dedos esa calavera que encontró no sé dónde y a la que ahora le ha dado por llevar a todas partes, se pasa las horas suspirando y si le preguntas cómo se encuentra se te queda mirando con una mirada vacía que lo dice todo sin necesidad de palabras. 

En la noche, cuando cree que nadie la escucha, la siento sollozar desconsoladamente y así permanece hasta ser vencida por el cansancio. Su vida se resume en una eterna pesadilla en la que no se advierte diferencia alguna entre el sueño y la vigilia.

No importa ya que su hombre fuera bueno o fuera malo. La muerte no redime a los vivos. Tan sólo a los muertos.  Está convencida de que así espiará eso que ella llama «sus pecados», y no le teme a la muerte porque a su manera de ver, ya está en el infierno.

 Escribir sobre el dolor no es tarea fácil. No lo es cuando se ha de escribir acerca del dolor propio. Mucho menos cuando se trata del dolor ajeno. Penetrar en ese mundo oscuro, lleno de obstáculos aparentemente insalvables no es una   tarea sencilla. Las pérdidas, los desengaños, agrietan los corazones aniquilando, a veces para siempre, los deseos de vivir o cualquier atisbo de esperanza y ¿qué es la vida sin esperanza? ¿cuál podría ser la fórmula que alentaría a sobrevivir en un mundo sin horizontes? 

Me lo pregunto cada día que me encuentro con mi convecina: a su decir, la esposa casquivana.  Tanto ella como su marido se pasaron media vida poniéndose mutuamente los cuernos, pero ella ha asumido ahora el peso de todas las culpas. Su nombre es Alicia, y yo para mis adentros la llamo Alicia en el País de las pesadillas. 

Hoy me la volví a encontrar. Cabizbaja. Pensativa, como últimamente. 

Desde que a su pareja se lo llevó la peste, prácticamente no habla con nadie. Algunos dicen que ha perdido la cabeza, pero yo creo que es que simplemente ha recubierto su corazón con una especie de mortaja. En su casa, con la mirada ojerosa y perdida, sosteniendo entre sus dedos esa calavera que encontró no sé dónde y a la que ahora le ha dado por llevar a todas partes, se pasa las horas suspirando y si le preguntas cómo se encuentra se te queda mirando con una mirada vacía que lo dice todo sin necesidad de palabras. 

En la noche, cuando cree que nadie la escucha, la siento sollozar desconsoladamente y así permanece hasta ser vencida por el cansancio. Su vida se resume en una eterna pesadilla en la que no se advierte diferencia alguna entre el sueño y la vigilia.

No importa ya que su hombre fuera bueno o fuera malo. La muerte no redime a los vivos. Tan sólo a los muertos.  Está convencida de que así espiará eso que ella llama «sus pecados», y no le teme a la muerte porque a su manera de ver, ya está en el infierno.

Sergio Ruiz Afonso

Vacio

Maddalena penitente Tiziano

 Un lepisma, un gusano, una lombriz, poca cosa. Así me sentí siempre: insignificante. La pesadilla se repetía.

Esos bichos que viven en lugares húmedos y oscuros como la angustia y el dolor punzante. La desesperación hizo que le diera la oportunidad a mi ser de sentir tantas veces como pudiera. Un garabato de vida. Te lo he dado todo.  No tengo más.  Mi alma es como de celofán.

Junto a la desesperanza la mirada perdida y rezagada en el ruego al cielo. Y me despierto añorando la paz en el corazón, deseando recuperar el amor que di. Y ahora, al final sin sueños que vivir, sin nada pendiente, tan solo la impotencia y la desolación enterrada en la mayor de las tristezas. Cállate, ni las lágrimas son buenas. Cállate mujer, no llores, me digo a mí misma, no grites, cada vez que nos acercamos a la verdad desalojamos al mundo de la muerte, del dolor, de la ira y colocamos números y letras. Es entonces cuando veo el insulto de la inteligencia ante el verbo penitente.

Culpable de lo que ocurre y de lo que no ocurre: porque si yo hubiera dicho o hecho, entonces aquello jamás hubiera ocurrido. Amamantando el padecimiento continuo, mirando con impotencia, gimiendo pececillos de plata. Hundidos en la congoja, en la desolación mientras las plagas siguen creciendo en el fondo del oscuro pozo negro.

Sin calma, sin consuelo, solo queda implorar al cielo.

Blanca Quesada

El pecado

Maddalena penitente Tiziano

 El cielo era gris. Magdalena se despertó con la cara roja, toda despeinada, el ceño fruncido. Su día sería como todos los demás. Se sentía tan sola desde la muerte de su marido. No trabajaba, no lo necesitaba. Su familia era rica, pero su marido la había llevado a Milán, y volver a Calabria le parecía una regresión.

Leía mucho, participaba en las actividades culturales que la ciudad ofrecía en abundancia, cine, conciertos, teatro, presentaciones de libros, formaciones de todo tipo, … Aunque le faltaba algo, tenía amigas, pero… 

Aquella mañana, en el correo, vio un sobre precioso, contenía una postal, era una invitación. Un nombre extraño y tentador: Círculo El pecado, lo invitaban a una velada en el hotel Hyatt situado en la galería Vittorio Emanuele. 

¿De qué se trataba? Tenía su nombre: María de Magdala. Debía presentarse al día siguiente viernes 7 de abril a las 21.00 horas en traje de gala, sin mayor precisión. La curiosidad prevaleció.

Ella eligió un vestido de Armani, de encaje negro con efectos de transparencia, la espalda completamente descubierta hasta la cintura con una gorguera que parecía ofrecer su cara para invitar al beso. Ella no sabía si tendría que seducir, pero ella estaba lista para todo. Un taxi la dejó delante de la entrada del hotel. Un portero le abrió la puerta y, sin una palabra, la llevó al ascensor.

Entró en una pequeña suite cuyas ventanas daban a la galería. Reproducciones famosas como El beso y la Salomé de Klimt adornaban una cámara sobriamente blanca y gris. Se había puesto una mesa para la cena de una persona. Sin duda, estaba un poco decepcionada, constatando la falta de un segundo comensal. Sin embargo, se instaló buscando la pose que le favorecía más.

Los platos comenzaron a desfilar como las estaciones de un vía crucis que evocaban, pero lo que retuvo la atención de Madeleine fue el cocinero que servía los platos, era joven, con el pelo largo y barbudo, su cuerpo un poco musculoso que parecía haber sido torturado atraía su mirada. Sentía el deseo de curarlo, de aliviarlo, de abrazarlo. El segundo plato estaba sangrante y ella bebió una copa de vino tinto, se la ofreció a este Jesús que la servía sufriendo, lo tomó en sus brazos y se desplomó con él en la cama cercana.

Al día siguiente, cuando abrió el correo, un nuevo sobre llamó su atención. Lo abrió febrilmente, lo que parecía una factura era la absolución.

Jean Claude Fonder