Maria de Magdala

 Me llamo María, María de Magdala, pero todos me llaman Magdalena siempre añadiendo un adjetivo: penitente, arrepentida. Los pintores y escultores más famosos del mundo me representaron siempre y solo en el instante de más dolor.

Nací en una casa pobre en las afueras de la ciudad. Más que una casa era una cueva oscura. Un infierno en verano, una nevera en invierno. ¿Cuántos éramos en familia? ¡Una muchedumbre! Un gran plato y muchas cucharas. Cuando tenía 13 años, mi padre me dijo:

— ¡Te estás haciendo mayor! —En un instante me encontré siendo la sirvienta en el palacio del “dueño” de la ciudad. Desafortunadamente también el señor de la casa, sus hijos y sus amigos se dieron cuenta de que me estaba haciendo grande.

A los dieciocho años era una mujer muy guapa y, ya que no me faltaban admiradores, decidí trabajar por mi cuenta. Dejé el palacio y conseguí una casita. Mis negocios progresaban. Después pocos meses contraté a una joven. Se llamaba Sara. Era dulce y sabia y en poco tiempo se convirtió en mi mejor amiga. 

Sara siempre hablaba de un joven hombre que ella llamaba “mi Santo”, que iba predicando por el país rodeado por una multitud de seguidores. Me pedía siempre con mayor insistencia que me uniera a ella para escuchar las palabras de su Santo.

— Habla a los pobres —me decía — habla de justicia, de equidad, de amor, de perdón, palabras que nadie nunca antes se había atrevido a pronunciar —. Así que un día, solo por curiosidad, fui con ella al campo donde predicaba y, cruzando con esfuerzo la muchedumbre que lo rodeaba, nos acercamos y lo vi de frente.

Era un hombre muy hermoso. Pelo negro, sedoso un poco ondulado, Ojos negros y piel color ámbar. (Un judío de Palestina nunca podría tener ojos azules y pelo rubio). Una luz mágica e inexplicable se irradiaba de su figura. Me acerqué. Me reconoció. Sabía de mí y de mi vida. Me puso una mano en la frente y me sonrió.

Me enamoré de pronto como solo ocurre una vez en la vida. Desde aquel fatídico encuentro mi vida sufrió un cambio profundo. Todo lo que pertenecía a mi pasado desapareció en poco tiempo, Sara y yo nos fundimos con la muchedumbre, cada vez más numerosa, para escuchar las palabras visionarias, idealistas, revolucionarias de aquel hombre.

Confieso que no siempre entendía sus discursos, pero me daba cuenta de que su constante condena a los ricos y los poderosos, tarde o temprano habría tenido consecuencias negativas para él.

¡Vámonos! – yo le decía – alejémonos del mundo, donde nadie nos juzgue, donde nadie nos diga que hacemos mal!

Él me miraba como se mira a un niño y, sonriendo ante mi ingenuidad, me respondía:

— ¡Tengo que estar a la altura de la misión que mi Padre Celeste me confió, a cualquier precio!

Yo me quedaba callada. También tenía ideas confusas sobre el Padre Celeste. Antes de conocerlo me habían dicho que su padre era un carpintero de Nazaret. Yo le creía siempre sin hacer inútiles preguntas dejando que mi miedo creciera.  

La venganza no llegó tarde con su furor bestial. 

A los pies de aquella malvada y sangrienta cruz, su madre y yo, locas de dolor, lloramos a mares.

Así me convertí en la Magdalena penitente, arrepentida. Penitente, arrepentida y enfadada porque ni mi amor, ni el Padre Celeste, fueron capaces de salvar la vida del hombre al que amaba.

Iris Menegoz