
El deseo

—¿Pero por qué? —le pregunté a mi Padre mientras nos encaminábamos, como de costumbre, hacia el centro del jardín. La mañana era diáfana y los frutos resplandecían en los árboles como gemas preciosas en los escaparates natalicios.
Como de costumbre Padre no contestó. Y mi hermano mayor, que me seguía por doquiera como un chiquillo, me dio un empujón a guisa de protesta. Escuché su muda queja: ¡eres ambiciosa, mujer!
Yo sólo quería saber. ¿Qué había de malo en ello? Pensar en que habría de transcurrir una existencia interminable en la monótona placidez de ese jardín me volvía loca. Conocía al dedillo esa prisión dorada que anestesiaba los sentidos.
¡¿Qué más podemos desear?! había exclamado ingenuamente mi hermano.
—Por ejemplo entrar en las sombras del bosque— dije, indicando la mancha que como un mar oscuro rodeaba el parque convirtiéndolo en isla— abrir senderos, descubrir qué hay del otro lado.
—Es peligroso… —susurró el muchacho.
—Por ejemplo —proseguí mientras marchábamos, como de costumbre, hacia el centro— coger el fruto que cuelga del árbol que tú sabes.
—¡No! —gritó deteniéndose, las mejillas afiebradas por la excitación— nos lo ha prohibido.
—¿Pero por qué?
—Dice que moriremos…
—¿Y qué es morir?—exclamé alzando la pregunta al cielo— ¡deseo sentir, saberlo!
Mi hermano calló. Con cortejo de pétalos y mariposas llegamos, como de costumbre, donde el árbol con sus ofrendas tentadoras.
La serpiente dormía. Padre, ausente. Aproveché la ocasión y mi hermano mayor, cachorro hambriento, succionó de mi boca trocitos de pulpa jugosa.
¿Qué más decir? Cuando volvimos a mirarnos él era un hombre viril, yo su doncella. Escapamos de ahí. Aprendimos la añoranza. El deseo fue sol, mutó horizontes, trajo alegrías, fracasos, el dolor atroz, por fin la muerte. Y también a todos ustedes, hijos míos, suerte de eternidad.
No te deseo nada maravilloso donde todo sea en apariencia increíble, increíblemente fantástico. Es un pensamiento infantil, utópico, obvio, una fantasía maravillosa que está fuera de mi alcance.
Te deseo que continúes mirándote, que sigas siendo la de hoy, malcriada, odiosa, totalmente pagada de sí misma.
Te deseo que digas siempre — No soy una zorra egoísta ¿Sabes? —
Que tengas amor propio para pelear y perder batallas, que te metas en un lío, en un pantano venenoso del que no puedas salir nunca.
Te deseo que tengas que aceptar concesiones humillantes que no te permitan los “no puedo” y que reconozcas los “no quiero”, y que estés obligada a lamer el piso de un baño público.
No te deseo que te digan la verdad más amarga de los demás que te consideran una mujer fácil que ha fracasado aceptando condiciones extremas indecibles.
Te deseo que no tengas la melodía del espíritu, que tengas lo que temes para no vencer el miedo y sobrevivir de una forma malvada.
Que no toleres tus manchas negras y que todas las noches sean un mal sueño despertándote aterrorizada y gritando con sudor frío.
Te deseo que no crezcas hasta donde y cuando quieras en un mundo encantado mimada por una vida fácil y confortable.
Te deseo que logres ser feliz, sea cual sea la realidad que te toque hacer frente abordando los problemas de la pobreza y la exclusión.
No te deseo nada.
Por favor votad mi cuento. Por favor votadlo.
Mi deseo es recibir en premio el libro de Frankenstein resuturado con el cuento de Valeria. Aquí en Milán es imposible de localizar, y a Madrid no puedo ir. No ahora, no con esa situación familiar en la que me encuentro. Por eso votad ese cuento así que yo pueda satisfacer mi deseo, o sea: recibir el libro en premio y leérmelo en verano, cuando ustedes estarán todos de vacaciones y yo aquí, sola sobre mi sofacito con mi libro por leer. A lado una jarra con agua fresca, yerbabuena y limón, yo estaría contenta; sería mi consolación por no irme de vacaciones.
De manera que:
Votad por mi cuento, por favor!
Votadlo.
Gracias.
En caso, después de habérmelo leído todo, el libro puedo prestarlo a quienes lo quieran leer.
Solo prestarlo, por favor, que soy egoísta y maniática.
Dolores Salinas, la más anciana de San Basilio de Palenque, con 103 años, agonizaba…
Aparece en los cielos el pájaro Kajambá, avisador que la muerte se aproxima. La sabiduría de los más viejos identifican lo inaplazable del destino y su anuncio llega hasta los lugares mas apartados del planeta.
Maria Lucrecia la Muerte, disfrazada de mujer, alta, canillona, costillas pegadas al cuerpo, burla un descuido de Evaristo Torres el palanquero mas anciano del pueblo con 98 anos que hacía de guardia, logrando llegar hasta su lecho… Al levantar el gancho para engarzárselo en la nuca y llevársela, la voz matriarcal decreta en lengua palanquera:
—“Así la quería ver Maria Lucrecia. De frente!!”.
—“Vuelva cuando me despida de mi último tataranieto!!”.
Sorprendida, refrenó su descomunal deseo de robarle la vida ante el mandato de esta formidable mujer que desde niña fuera curandera y profeta de su pueblo. Humillada, huyó Maria Lucrecia de la escena. La rezandera mayor aparece. La casa se transforma. Con golpes de tambor, empiezan los “bailes del mueto”. La población se moviliza…alrededor cantan, rezan, bailan. Las mujeres cocinando, en el espacio semi-sagrado. Jovencitas reparten “calderaos”…
En zona profana, compadres y músicos aportan novillas, dinero, licor. Juegan dominó, cuentan relatos mitológicos, chistes de doble sentido e historias cotidianas. Los rituales de muerte son liderados por las “cantaoras” durante los siguientes 365 días, mañana, tarde, noche y madrugada, hasta cuando el último tataranieto aparece con su joven esposa y su recién nacido a la madrugada… Ella descubre uno de sus henchidos senos de ébano que abarca con sus manos, aprieta su pezon y delicadamente deposita una gota de su leche materna entre los labios cadavéricos de la anciana, quien esboza una maravillosa sonrisa, en medio de cantos responsoriales en verso. Otras “cantaoras” contestan “que por fin pudo cumplir con su deseo de descansar y estar ya tranquila.”
Un sabio dijo que la verdadera libertad consiste en desembarazarse de los deseos.
Marta durante años intentó con tenacidad atenerse aquellas sensatas palabras.
Vivía una vida serena. Disfrutando de lo que llegaba día tras día. Rehuyendo la inevitable tentación de cultivar sueños y deseos.
Pero, cuando ya no esperaba nada, llegó Gabriel.
Inevitablemente, casi sin darse cuenta, reafloraron los sueños y los deseos que había ocultado en un rincón de su alma.
La historia no fue muy larga, más bien, duró como decía Joaquín «como dos cubos de hielo en un whisky on the rocks» pero fue intensa y romántica.
Antes de dormir, Gabriel la llamaba y le deseaba las buenas noches diciéndole «Hasta Mañana».
Gradualmente las llamadas se fueron volviendo infrecuentes y al final se acabaron.
Lentamente la vida de Marta volvió a su costumbre. Pero la historia con Gabriel le dejó una huella indeleble, un deseo que antes no conocía. El deseo de oír cada noche las dos mágicas palabras «Hasta Mañana”.
Lo que más me hace sentir incómodo son sus pechos, largos y caídos, y el inverecundo descuido de no ocultarlos, mientras jadeando se limpia delante del lavabo con una esponja. Querría alejarme, pero me llama otra vez. Mientras le acerco la toalla, me pregunto cómo pueden ser esos los mismos pechos redondos que me encendían de deseo.
Su mirada fosca resbala por los azulejos, me atraviesa. Ella coge la toalla con esos brazos blanquecinos, me mira como si yo fuera el perchero y musita: — El sujetador.
La ayudo a ponerse esa prenda zurcida y descolorida y cierro los ojos, para no ver en qué se ha convertido aquel cuerpo que tanto deseaba, cuando la vida era vida, yo era hombre y ella era mujer.
Le pongo un vestido ancho, que se le desliza por los hombros.
Me mira y ahora me ve. — Quién es usted? —chilla de repente, cubriéndose con la toalla ahora que está vestida. —Váyase ahora mismo!
No le digo que soy yo, su esposo: no serviría de nada.
Llamo la enfermera y salgo. Huyo de sus cartas de caramelo tiradas por la ventana, del olor a podredumbre humana… pero también de mis piernas inútiles, de mis emociones marchitas como ciruelas pasas, de mis manos que no han perdido solo el deseo, sino también la ternura.
En el jardín no hay nadie.
Y ahora sí lo siento, el deseo. Surge de mis vísceras como un espasmo oculto, que sube a través del estómago hacia la garganta y explota: un aullido animal, salvaje, inhumano, como inhumano soy yo, y esa enfermedad y todo lo que nos está pasando.
Soy un lobo, una hiena, un animal herido en una trampa, y chillo, hasta volverme afónico… O hasta que lleguen los dos hombres de bata blanca.
Empuja el deseo el deseo atrapa Llama que quema escozor del alma Calla el deseo el deseo corroe Río silencioso que corre escondido Subterráneo temblor grito ensordecedor Ave Fénix el deseo aparece y desaparece Muere el deseo sin morir Piensas que tú eres tú Pero tú solo eres tus deseos.
Durmió muy poco, tiritando y despertándose a ratos, en la noche fría. Por la mañana se levantó en una cama desierta, deseando matar la almohada y destrozar las sábanas que olían a recuerdos, caricias, abrazos. Al abrir la ventana miró el bosque silencioso: allí estaban bajo un enfermizo rayo de sol. Ella con sus brazos desnudos, por ser invierno, temblando ligeramente como en un baile extraño, con su cuerpo, un tronco delgado y blanquecino que desataba una carga emocional, un imposible deseo de ser abrazado y poseído. Estaba él a su lado, con sus largos brazos como ramas llenas de hojas puntiagudas, deseando a través de un abrazo fundirse en su cuerpo liso. Por fin con la poderosa fuerza del deseo que todo lo mueve, logró doblarse lo suficiente como para rodearla con sus ramas. Fue entonces que se identificó con ellos, dos árboles, un abedul y un pino, imaginando un contagio de los dos mundos donde, precipitando en una espiral al revés, descendiendo a través de círculos cada vez más pequeños llegar al punto de origen, buscar la clave para realizar su pequeño deseo de que alguien la abrazara al despertarse.
Ella yace en la cama que ocupa la mayor parte de la habitación, el calor es obsesivo, las persianas que durante el día crean una penumbra agradable están cerradas, “Fratres” para cuerdas y percusiones de Arvo Pärt parece surgir de las profundidades oscuras para envolverla.
Todavía lleva la ropa interior atrevida que había elegido para ir a la fiesta con sus compañeros. Su diminuto vestido negro abundantemente escotado en la espalda, apenas la esconde. Encaje, transparencias, media y ligas, la hacía sentirse deseable. Durante toda la noche había percibido las miradas admiradoras que la devoraban. Había bailado sin cesar hasta el agotamiento. A veces su cuerpo, exacerbado por el erotismo del ambiente, se había pegado, sin pudor alguno, al de su pareja para explorar todos sus atractivos y excitarlo mejor con sus propias curvas. La fiesta había terminado bien, un compañero la había llevado a casa, pero ella sólo había aceptado un beso casto para darle las gracias.
Ahora en la cama, las frases lancinantes y repetitivas, entrecortadas con misteriosos golpes de gong, de la música de Pärt la penetran cada vez más profundamente. Su cuerpo arqueado brilla de sudor, sus tetas erizadas se proyectan hacia adelante, la música se acelera, suena cada vez más fuerte… Su pelvis se levanta… Su grito es largo y definitivo.
La música decrece lentamente hacia un silencio liberador