El deseo

Lo que más me hace sentir incómodo son sus pechos, largos y caídos, y el inverecundo  descuido de no ocultarlos, mientras jadeando se limpia delante del lavabo con una esponja. Querría alejarme, pero me llama otra vez. Mientras  le acerco la toalla, me pregunto cómo pueden ser esos los mismos pechos redondos que me encendían de deseo. 

Su mirada fosca resbala por los azulejos, me atraviesa. Ella coge la toalla con esos brazos blanquecinos,  me mira como si yo fuera el perchero y musita: — El sujetador. 

La ayudo a ponerse esa  prenda zurcida y descolorida y cierro los ojos, para no ver en qué se ha convertido aquel cuerpo que tanto deseaba, cuando la vida era vida, yo era hombre y ella era mujer.  

Le pongo un vestido ancho, que se le desliza por los hombros. 

Me mira y ahora me ve. — Quién es usted? —chilla de repente, cubriéndose con la toalla ahora que está vestida. —Váyase ahora mismo! 

No le digo que soy yo, su esposo: no serviría de nada. 

Llamo la enfermera y salgo. Huyo de sus cartas de caramelo tiradas por la ventana, del olor a podredumbre humana… pero también de mis piernas inútiles, de mis emociones marchitas como ciruelas pasas, de mis manos que no han perdido solo el deseo, sino también la ternura.

En el jardín no hay nadie. 

Y ahora sí lo siento, el deseo. Surge de mis vísceras como un espasmo oculto, que sube a través del estómago hacia la garganta y explota: un aullido animal, salvaje, inhumano, como inhumano soy yo, y esa enfermedad y todo lo que nos está pasando. 

Soy un lobo, una hiena, un animal herido en una trampa, y chillo, hasta volverme afónico…   O hasta que lleguen los dos hombres de bata blanca.

Silvia Zanetto