
JOAQUÍN SOROLLA Y BASTIDA (1863 – 1923)
— Me encantan las uvas. Gracias, señor Joaquín.
El pintor, sin decir palabra, había instalado al niño en un asiento cubierto con una sábana blanca suspendida en un gran marco de madera que hacía telón de fondo. Acababa de depositar en su mano un magnífico racimo de uvas verdes cuya transparencia testimoniaba la madurez. Ávidamente, el muchacho ya había introducido en su boca codiciosa un par de uvas.
— Espera, chaval, podrás comértelos más tarde. Espera un poco mientras te dibujo.
El muchacho permaneció inmóvil con la mano delante de su boca. Miraba con miedo al pintor. Se veía que ese temor era habitual.
Sorolla pensó que debía captar esta actitud, hizo un gesto para decirle que no se moviera, cogió el cuaderno y el lápiz voló sobre el papel blanco.
— ¿No tengo que desnudarme? —dijo tímidamente el joven desconocido.
— Claro que no, respondió el pintor sonriente.
— ¿No soy lo bastante guapo? Todos los amigos que os han servido de modelo tenían que desnudarse para posar.
— ¿Qué te parece? ¿Te gusta?
Su mirada de nuevo se estremeció de miedo.
Sorolla no dijo nada, trataba de encontrar, mezclando los colores y el agua, el salmón de la camisa que llevaba el niño. Prácticamente lo había elegido por eso. Este tono, que se mezclaba perfectamente con la tez morena que salía del rostro del niño bajo el gran sombrero de paja que le daba sombra, le encantaba.
— ¿Puedo comer ahora?
— Claro, amigo mío, y si quieres te pintaré en la playa el próximo verano.
- Ya publicado en Alquimia Literaria
Jean Claude Fonder
