Felicidad mínima

Al atardecer de un domingo de inicio verano, regresaba cantando para mÍ misma un viejo estribillo de una canción que decía «de vez en cuando la vida te besa en la boca…» (¡Qué gusto da la felicidad cuando te agarra así, sin motivo!)».

Llegué frente a mi portal de vidrio y metal junto con la señora Benetti, una señora mayor gruñona y chismosa que vive en el tercer piso. Dimos tres pasos y me paré. Sentí como un puñetazo en el estómago y, con un nudo en la garganta, le pregunté.

“¿Está viendo lo que veo yo?»  Ella me respondió que sí.

A esta altura del cuento necesito describir cómo se desarrolla la entrada de mi edificio. Desde el portón hacia el ascensor hay un pasillo de aproximadamente veinte metros subdivididos de la siguiente manera: diez metros de pasillo, cinco peldaños, a la izquierda la portería y otros diez metros más allá el ascensor.

Hicimos los cinco peldaños y, cerca de la puerta de la portería (un hueco donde vive la chica rumana que se ocupa de la portería y la limpieza), vimos un excremento enorme.

“¡La culpa es de los malcriados que tienen perros!» dijo de pronto la señora Benetti.

«No» le respondí yo. «Aquí nadie tiene perros que puedan hacer cosas de este tamaño. Estos no son excrementos de animales. Esta es mierda, mierda humana».

Durante el trayecto en ascensor la señora Benetti siguió hablando mal de todos los extranjeros. ”¡Perezosos, animales sin vergüenza!”.

Yo no la escuchaba. Pensaba en la pobre chica que tenía que limpiar aquella falta, aquel desprecio, aquel ultraje. La señora Benetti bajó al tercero piso y yo seguí a mi casa, al sexto piso.

Abrí mi puerta, pero en seguida la cerré. Advertía que tenia que hacer algo para ayudar la chica rumana a borrar aquel insulto del cual no tenía ninguna culpa.

Con mi móvil llame a Elena (este es su nombre). Me abrió de pronto. Le mostré lo que había a un metro de su puerta. «Trata de encontrar una paleta y una escoba». Le dije con voz segura. «Te ayudo a limpiar este asco».

Me entregó una paleta y una vieja escoba, pero cuando se acercó aquel material tan enorme y maloliente se fue corriendo al baño de la portería y empezó a vomitar.

“No, Dios mío, no por favor, ¡Elena!”. Le grité yo.

La paleta era pequeña, la escoba pelada. ¡No era fácil trabajar con esa herramienta! Yo intentaba no mirar lo que estaba haciendo. Estaba muy concentrada en un solo pensamiento. «Estas haciendo la cosa justa». Entretanto oía las arcadas de Elena.

“¡Elena por favor deja eso!». Le grité otra vez. «Busca la llave para ir al bajo donde están los cubos de la basura»

Elena me precedía a lo largo de la escalera que llegaba al bajo. Intentando no caerme con mi inconcebible fardo, recuerdo que pensé “¿En qué basura se echa este material?»

Acompañada por la música de las arcadas de Elena, nos dirigimos a una especie de baño del sótano. Un agujero oscuro y maloliente con un lavabo lleno de agua gris donde flotaban cosas indefinibles. Para bien o para mal logré limpiar un poco la paleta y la escoba y regresamos a la portería.

Elena me abrazó llorando y, dándome las gracias, me dijo «Nadie habría hecho esto por mí”. Y yo, que notoriamente tengo un corazón duro y no me dejo impresionar fácilmente, le dije «Ni hablar, chica, vete a dormir.  Necesito beber algo fuerte».

Regresé a mi cuarto. Destapé una botella de vino blanco helado y mientras lo bebía me di cuenta de que me sentía bien. Al fin y al cabo había hecho algo que se acercaba a los principios en los que creía.

Que la vida podía ser una mierda ya lo sabía. Pero nunca habría imaginado que limpiar una mierda podía hacerte tan feliz.

Iris Menegoz

Lucca, un sábado de febrero de 2020

Despiértese con el sonido del piano che sube desde el salón. Sonría. Abra la ventana y goce de la vista de la campiña toscana. 

Desayunen hablando de las especies de pájaros que pueblan el jardín. 

Den un largo paseo en bicicleta siguiendo el curso del río Serchio. Tomen café en una terraza soleada de la piazza San Martino

Suban a la Torre Guinigi y admiren los tejados de Lucca. Bésense. 

Almuercen en la piazza dell’Anfiteatro. Hablen de la próxima Semana Santa, cuando vendrán sus amigos de los tiempos de Oxford. Sienta una punzada de inquietud pensando que no estará a la altura de esas personas. Aparte de su mente ese pensamiento disfuncional. 

Vuelvan a casa en bicicleta. Tomen el té de las cinco. Deje que él le lea un libro en su idioma. Hágale repetir los pasajes que más le gusten.

Póngase elegante para salir. Asistan a un breve concierto en el oratorio di San Giuseppe. Emociónese con las arias de Puccini que interpretan el tenor y la soprano.

Vayan a cenar. Conversen desgranando sus vidas. Sienta desazón al comprobar que la cultura británica nos es tan extraña a los latinos como la japonesa.

Vuelvan a casa. Enciendan la chimenea. Sigan conversando. 

Alégrense de haber vivido este día memorable, que en pocos días se convertirá en irrepetible. Ámense.

Ana Diaz

Un día especial

Laura se dio cuenta de que los días especiales podían ser muchos y no todos hermosos. Un día especial fue cuando ella volvió del trabajo y encontró a su marido Marco con 40 de fiebre y una tos muy fuerte y cavernosa. Llamó su médico que la invito a llevarlo al hospital donde él los esperaba. Cuando llegaron, les hicieron el tampón a ambos por precaución. El de Laura era negativo, el de Marco, que no conseguía respirar, positivo. Marco fue enseguida internado en urgencias y entubado. A Laura le preguntaron si había tenido contacto con ciudadanos chinos y Laura dijo que no, pero que sí había tenido una reunión con un colega alemán que trabajaba en China y que se había enfermado de coronavirus y que evidentemente había contagiado Marco. Para Laura ese fue un día especial pero muy terrible, uno de los peores de su vida. Durante quince días pudo ver a Marco solo a través del monitor de la zona de terapia intensiva. Un día, cuando llegó, Marco no estaba en urgencias y un médico se acercó a ella y, sonriendo, le dijo que su marido estaba mucho mejor y, por ello había sido trasladado a otra planta. Para Laura, el hecho de poder verlo y hablar normalmente con él fue hermoso y ese día fue especial y maravilloso como cuando, dos semanas después, Marco pudo volver a casa. Y uno de los momentos mejores de su vida, un día maravilloso y muy especial fue el día en que Marco hizo el segundo tampón negativo que certificaba que volvía a ser una persona sana. 

Gloria Rolfo

Un día particular

Hoy me desperté a las seis de la mañana, me levanto, tomo mis píldoras, me muevo al ritmo de una tortuga. Vuelvo a mi cama, inspiro, no quiero empezar el día y allí estoy, parada, esperando que llegue la realidad, la realidad que no es placentera, se me pone un nudo en la garganta.

Los sonidos han desaparecido, el nuevo silencio es una parte sórdida que uno tiene que aceptar. Cada acto y cada movimiento se vuelve precioso y más consciente.

Aprecio los objetos en mi casa, tienen colores que nunca he visto, los toco con amor, como reconociéndolos después de tanto tiempo viviendo juntos.

Las noticias llegan por el móvil, pantalla, diarios, te penetran con crueldad descomunal. Videos, siempre más videos que ya no tengo ganas de mirar. El tiempo parece extendido, cristalizado, suspendido.

Es un día particular que se repite desde hace dos semanas y… ¿cuántas veces seguirá repitiéndose? 

Simonetta Ferrante

Las langostas

Ese día Ramón estaba especialmente contento en el tren que iba a Cayo Levisa. El mar en ese pequeño pueblo de pescadores era diferente, el olor que el mar emanaba era particular, un penetrante sabor marino. Tenía que comprar algunas langostas para llevarlas a La Habana, y para ello tenía que llenar la nueva bolsa del gimnasio, el beneficio de la venta sería suficiente para tres meses. El Paladar se las habría pagado bien.

De camino a casa, su vecino le dijo: 

—¿Tuviste una buena compra hoy? — le guiñó un ojo sabiendo que el contrabando de mariscos estaba prohibido.

—¡Claro! Tengo una nueva nevera lo suficientemente grande para guardar todas las langostas. Esperemos que no corten la energía esta noche.

—He organizado una fiesta y están todos invitados… después de 11 pisos a pie se les servirá una buena cerveza fría.

El edificio en ruinas tenía un ascensor estropeado desde 1970 y nadie tenía un congelador.

También había invitado a Rubén, que había organizado una barbacoa la semana anterior con la carne del caballo que había muerto de enfermedad en su jardín.

— ¡La buena cocina, mata todos los microbios! — Decía la vieja Rebeca, que había sobrevivido al hambre y a la comida no especialmente sana.

Había puesto la música a tope para que todo el vecindario pudiera bailar.

Cuando llegó la policía, todos salieron de estampida, huyeron, se escondieron fingiendo no conocerse.

Tres años de prisión le dieron, y el abogado no logró convertir la sentencia en una ruta alternativa, limpiando la morgue. Había sido un día particular.

Luigi Chiesa

Un día particular

Los amigos, abreviando mi nombre, me llaman Lope. Cada día me asomo a esta ventana y escucho los ruidos procedentes de la calle, del jardín donde, por extraño que parezca, el perro ya no ladra. A veces me parece oír tu nombre en el aire. La vida de la gente sigue adelante, mientras la mía se ha parado en seco desde entonces. No es lo mío tejer telas interminables, prefiero escribirte una carta cada mañana y tirarla a la basura cada noche, para luego volver a escribir otra, día tras día. No puedo enviártelas, desconozco tu paradero. Me he quedado en mis aposentos en la planta de arriba. Preguntas sin responder me llenan la cabeza. Los días transcurren despacio y, en mi habitación, aparentemente soy inmune al dolor y a la soledad. Pero hoy 25 de marzo de 2020 me uniré a la fiesta que han organizado en la planta baja, celebrando un día particular dedicado a Dante Alighieri porque yo también, después de que te marchaste, he cruzado el Infierno de la desesperación, he pasado por el Purgatorio de la esperanza y… ¿Qué pasa? De pronto el perro ladra feliz, tu perfume me llena la nariz y sé que no es una broma de mis sentidos. ¡Has vuelto! No estoy preparada para una sorpresa tan grande. Tu ausencia me ha agobiado. Ahora necesito un poco de descanso, necesito que me cuentes qué regiones has visto, los olores que has capturado, quién has encontrado, y luego deja que yo pueda reconocer tus manos, tus dedos, tu cuerpo así que podamos volver a nuestro Paraíso. ¡Y que nadie se entere de nuestras cosas íntimas! Tendrá que ser un día particular.

Raffaella Bolletti

Un día particular

Nací con la primavera, un 20 de marzo de un milenio ya pasado. 

Algunas fotografías en blanco y negro me hacen revivir lo que la memoria ha tachado: un par de coletas con dos copos que imagino azules, mamá y la abuela sentadas cerca de la chimenea y una tarta demasiado grande para celebrar mis cuatro años.  

Un cumpleaños que no celebré fue el de los diez, cuando en la cocina silenciosa el tictac del reloj repiqueteaba el vacío que había dejado la muerte de la tía.

Otro fue el de los 18, cuando alcancé la mayoría de edad enferma en la cama, mientras mis amigas en la escuela se quedaron con el regalo en las manos, una maravillosa azalea que la boba de la bedela me entregó dos días después, antes de que mis amigas llegaran al instituto.

Un día único fue el cumpleaños de los cincuenta: había logrado alcanzar mi propósito, escribir una novela, y lo celebré por todo lo alto. Recuerdo una primavera particular y un mar de flores que casi no lograba llevarme a casa, la luz que caía oblicua de las lámparas de cristal, el brindis, los abrazos y los amigos que escuchaban páginas de mi libro… 

Pero el cumple más especial fue el de 2019: tuve la suerte de que el 20 de marzo fuera un miércoles de Tapañol. Había muchas personas en el bar librería Red Feltrinelli Brera con una copa en la mano, compartiendo con generosidad su propio cuento con amigos de siete países diferentes, todos sentados en la misma mesa.

El de hoy es un cumple de pantallas y de conexiones, con los amigos que me felicitan a través del móvil o del ordenador.

Todavía no sé si va a formar parte de los que celebré o de los que no celebré.

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Silvia Zanetto

El día D

La calle está rigurosamente desierta, un perro triste deambula, casi no tiene carne en los huesos, la sombra de las casas que parecen vacías se alarga como en la escena final de un western cuando el héroe se aleja hacia el sol poniente. Y, sin embargo, mañana tendría que ser el día D. 

Nadie lo creía. La presidenta de la UP lo anunció y lo postergó tantas veces, este día particular en el que finalmente podremos salir, festejar, bailar en las calles, besarnos, … Ser libre de nuevo.

Cuando esto comenzó en China, nos pareció tan lejano, que bastaba con bloquear los vuelos, no frecuentar a los chinos e incluso a los asiáticos en general. Pero luego, muchos quisieron ser los más listos, los astutos, como dicen los italianos, y la enfermedad se propagó como la peste. El miedo ha tomado el poder y nos ha hecho entender finalmente que sólo la obediencia rigurosa a las medidas que preconizan los científicos, y sobre todo los que tienen experiencia, puede salvarnos. Tenemos que ser solidarios, aceptar la experiencia de los demás, volver a pensar nuestro modo de vida, de coexistir en este maravilloso planeta, nuestro bien más preciado.

Y todo empezó a cambiar, la contaminación en las aglomeraciones se ha desvanecido, los peces vuelven a frecuentar los canales en Venecia, los pájaros cantan en las ramas en flor, reina el silencio y permite a algún tenor improvisado entonar un “Oh, sole mio” triunfal.

La gente ha aprendido a sobrevivir, a reutilizar, a no desperdiciar. Globalización ya no significa comerciar sino comunicarse socializar y ayudarse mutuamente. Incluso los políticos populistas entienden que ya no interesan a nadie, los nacionalistas deben almacenar sus banderas y pensar planetariamente.

La Unión Planetaria ha nacido. Por ahora su único objetivo es salvar la humanidad. Mañana es el día D.

Jean Claude Fonder