El maletín

Por fin, Luz María se había decido. Había comprado un pasaje a Italia. Un vuelo largo, pero merecía la pena y, sobre todo, tenía ganas de encontrar a su novio que se había trasladado a Milán. A pesar de sus 25 años era la primera vez que viajaba sola al extranjero. Le habían asegurado que alguien vendría a recogerla a Malpensa. Un coche estaría esperándola. Llegó al aeropuerto internacional, realizó la facturación de su equipaje, una maleta y otro maletín que un amigo le había entregado para que se lo llevara a Carlos. El amigo le había dicho: «Contiene regalitos que le ayudarán a enfrentar la añoranza del hogar». Retiró su tarjeta de embarque y subió al avión sentándose en el asiento de ventanilla. El miedo a volar le hacía imaginar que algo irreparable iba a suceder y cuando el avión, envuelto por las nubes, perdió altura con bruscos espasmos, con el ala derecha inclinándose, sintió un vacío en el estómago. pensó en la agonía de los que mueren en el interior de un avión, en morir fuera del mundo en mitad de la nada y luego en los cuerpos quebrados en el suelo. Siempre había pensado que los aviones eran trampas para los seres humanos. Por supuesto nunca imaginaría que le esperaba una trampa diferente. Llegó a Milán en una fría noche de invierno. Acababa de recoger su maleta y el maletín de la cinta de equipaje cuando dos hombres uniformados la detuvieron. Revisaron el maletín encontrando allí 200 esmeraldas de diferentes tamaños y tonalidades. La acusaron de traficar con piedras preciosas y la trasladaron a una celda a la espera del interrogatorio. Allí abandonada, asustada, tiritando de frío, se acordó de esos animalitos aterciopelados de pequeño tamaño, con grandes uñas y unos pequeños ojos, atrapados en las trampas que el abuelo ponía en la huerta. Se acordó de cómo intentaba llegar antes que el abuelo para liberarlos. Como ellos, sin darse cuenta, había caído en una trampa y ahora sólo tenía que esperar a ver lo que iba a suceder, a que alguien viniera, un salvador o tal vez un verdugo.

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Raffaella Bolletti

Los juguetes del abuelo

Minervino se aburría como una ostra, encerrado en la casa de los abuelos, mientras afuera se desencadenaba una tormenta. 

“Voy a ver los dibujos animados en la tele” dijo resignado, pero justo en aquel momento un rayo cayó muy cerca del jardín, seguido por un rugido espantoso.

“Vaya rayo!” exclamó la abuela “Y además, hay un apagón… Nada de tele, por hoy” .

“Entonces voy a jugar un poco con el ordenador”

“Es imposible”, contestó el abuelo. “La batería está descargada”

“Puedo jugar con el móvil…”

“Tengo una idea mejor. ¡Vamos a la buhardilla!” propuso el abuelo.

Minervino nunca se había fijado en la trampa en el techo del salón de los abuelos.

La trampa se abrió rechinando un poco, como si no quisiera abrirse después de tanto tiempo, y el abuelo bajó la escalera plegable. “¡Vamos!” le animó.

A Minervino le daba miedo ese mundo oscuro que se atisbaba desde la trampa, pero si era el abuelo el que lo invitaba a subir…  En la buhardilla, todo estaba gris, cubierto de un montón de polvo. Mientras el niño miraba a su alrededor, desconcertado, el abuelo buscó hasta encontrar una caja muy gorda. “Acaso, ¿alguna vez te has preguntado cómo nos divertíamos los abuelos de niños, cuando no existían los juegos electrónicos y la televisión?” le preguntó.

A Minervino no le gustaban para nada las cosas viejas, pero el abuelo era tan bueno y simpático que se resignó a abrir la caja, pero…  

La caja se estremeció, cobró vida, se iluminó en una fantasmagoría de colores y de repente se oyeron voces provenientes del interior: “¡Por fin! ¡Hay un niño que quiere jugar con nosotros!” “¡Salgamos de aquí!”

Había soldados de juguete mecánicos que marchaban al ritmo de una marcha militar, un caballito de madera se balanceaba invitándolo a subir, una peonza giraba al ritmo frenético de una canción antigua. Canicas de vidrio de todos los colores, como locas, corrían por toda la buhardilla: se alcanzaron, se golpearon, volvieron a entrar en la caja gritando “¡Gané! ¡Gané!”

“Pero abuelo…  Tú…  tú … ¿tenías juegos de control remoto?” preguntó Minervito, nada más recuperar el aliento.

“No son de control remoto”, contestó el abuelo con una mirada de encantamiento, “¡son mágicos!”

“¿Mágicos? ¿Qué quieres decir?”

“Quiero decir, Minervito, que la magia está en la fantasía que nos permite ver lo que los demás no ven, y en la capacidad de apreciar lo que tenemos sin quejarnos por lo que no tenemos, ¡eso es la verdadera magia!”

Minervito se lo pensó un poco. No estaba seguro de que lo había entendido bien, pero seguro había descubierto un nuevo mundo y no quería dejárselo escapar.

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Silvia Zanetto

Trampa mensual

—¡Gabriel, no estoy para bromas! ¡Claro que te he reconocido!

Primero porque como actor eres un desastre, segundo porque George Clooney siempre me llama al móvil, por último, porque sé qué día es hoy….

¿Me extrañas?

¡Que raro!

Parece una casualidad, pero tú siempre me extrañas a finales del mes cuando estas a dos velas y me buscas para una cena de gorra.

… No hombre… de verdad, no estoy insinuando que seas un aprovechado. Lo confirmo. ¡Tú eres un vil aprovechado!

No, te lo juro, no estoy de mala leche, y no necesito un amigo para compartir sufrimientos y comida… ¡Gabriel, qué artista eres con las palabras!

A mí ya no me sorprendes. Conozco tus canciones pero, como siempre, capitulo. 

¡Para para para, lo sé que me quieres! 

Por favor no derroches palabras cuyo sentido no comprendes.

Pues, bueno, que no se te ocurra llegar antes de las ocho. En cuanto al vino, tinto o blanco, trae los dos… ¡Sí, … lo sé…, a mi también me gustaría contar con alguien!

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Iris Menegoz

Recuerdos de una trampa

Cuando tenía 11 años, mi hermana que era 16 años mayor que yo, se casó con un farmacéutico de un pequeño pueblo de montaña. Se conocieron en unas vacaciones en la playa donde íbamos cada verano y donde él practicaba en una farmacia local después de graduarse. Después de la boda, mi hermana extrañaba mucho a su familia, Milán y sus amigas así que, cuando terminaba la escuela, mis padres me llevaban con ella.

La farmacia era muy antigua, con grandes estantes de madera oscura, en la parte superior había una hilera de vasijas de cerámica con inscripciones en latín, lo que me hacía pensar que contenían pociones mágicas.

Yo pasaba mucho tiempo en la parte trasera de la farmacia, donde estudiaba o miraba los nombres de las medicinas y por qué se usaban. Desde la parte de atrás había acceso a un patio que se abría a un sendero junto al Rio Tanaro.

Un día, mi cuñado vio un ratón en el patio y decidió poner una trampa que inmediatamente cazó un ratoncito; cuando lo vi tenía los ojos muy asustados y me miraba buscando ayuda, de inmediato decidí liberarlo, tomé la trampa, me fui a la orilla del rio, con dificultad lo saqué y tiré la trampa al agua.

Cuando mi cuñado se enteró, se enojó, pero sus ojos se rieron porque él también amaba a los animales. Después de aquello, no puso más trampas y los ratones desaparecieron, tal vez había algunos gatos alrededor…

Leda Negri

La trampa

El bar se llamaba «Wild West», salvaje oeste. Era muy sucio, las mesas estaban cubiertas de quemaduras de cigarrillo, el bar también. Era muy largo, como en las películas de vaqueros, todo era de madera y para completar el ambiente western había colgados en la pared cráneos de Búfalo, trofeos con cuernos largos. Era oscuro a más no poder y un olor persistente de cerveza y nicotina clasificaba definitivamente el local.

Johnny estaba sentado en una mesa en un rincón donde generalmente las parejas se refugiaban para coquetear antes de subir al piso donde había habitaciones que daban al pasillo en balcón. Las chicas no tardarían en llegar, pero aún era temprano. Delante de su última cerveza, fresca y espumosa, miraba tranquilamente a una pequeña rata escondida detrás del pie de una mesa en la otra esquina. El animal observaba un espléndido y copioso trozo de queso, probablemente queso suizo. Era muy apetitoso, sexy, se podría decir. Estaba depositado en una pequeña placa de madera en el centro de un extraño mecanismo de resorte. El olor del queso debía ser irresistible, porque el ratón lanzaba pequeñas miradas sigilosas a izquierda y derecha mientras remangaba su pequeña nariz.

Johnny no pudo juzgar realmente de eso, una fuerte bocanada de Chanel nº5, agredió su nariz. Nalgas bien redondas cubiertas de un tejido rojo bien ajustado se dirigían hacia el bar con un movimiento digno de los modelos de Victoria’s Secret. Ella se subió a un taburete, cruzó difícilmente las piernas bajo su minifalda muy estrecha y descubrió así el huso vertiginoso de sus muslos bien carnosos. Ella se volvió entonces hacia él, sonrió victoriosamente y proyectó adelante su corpiño escotado hasta su ombligo, al menos así lo imaginaba Johnny. Y, como si fuera la estocada final, le echó le echó un guiño significativo. 

Johnny, oyó detrás de él un «CLAC», el sonido de la trampa, y el grito desesperado del animalito. Se levantó, dudó un instante, miró a la chica en el bar y se dirigió precipitadamente hacia ella.

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Jean Claude Fonder