La vendedora

No os extrañe ver a un hombre delante de un escaparate con artículos de lujo para mujeres: está mirando la exposición de la mercancía, no a la vendedora. Ella sí que está mirándole a él; su cara sonriente se pone triste y pronuncia algo que se puede descifrar fácilmente observándole los labios. Son cuatro palabras.

—Lo siento, don Ernesto.

—No te puede oír desde la acera —masculla la otra dependienta.

—Pero seguro que entiende mi pésame —contesta Carmen petulante, mientras que elige de la balda una preciosa chaqueta púrpura y la expone sobre el maniquí del escaparate.

Le han contado que ya antes de que ella empezara a trabajar allí (—Vaya —piensa—, ¡lo rápido que pasan ocho años!) él solía examinar cuidadosamente la vidriera con su esposa, doña Isabel. Luego entraban para buscar en cada rincón de la tienda, riéndose como niños, hasta que ella no encontrara algo que encantara a los dos. No a diario, claro, pero seguro que al menos una vez por semana: ella podía permitírselo, pertenecía a una de las familias más influyentes de la ciudad. Era bastante mayor que don Ernesto, quizás una quincena de años, pero siempre había parecido más joven. Una mujer encantadora, una risa contagiosa, unos ojos sonrientes, una tez luminosa: 

—¡Que ni yo, y tengo veintitrés…! —piensa Carmen, frunciendo el ceño.

En el tibio sol de mediodía Don Ernesto sonríe recordando la fiesta que era, con sus ojos y dedos, acariciar faldas de terciopelo, enaguas de seda, cuellos de piel, frías joyas relucientes en sus tecas.

—Te lo agradezco mucho, Isabel, de haberme inculcado tu buen gusto, excelente de verdad. Cuando te conocí sólo era un joven que acababa de concluir la carrera, ahora soy un hombre hecho y derecho, a pesar de tus padres que siguen odiándome —piensa, alejándose con paso firme de la tienda y desapareciendo en la Gran Vía. Tiene gente que ver, cosas que arreglar.

Cae la noche en la discreta Calle de la Zarzuela. Escrutando por la ventana las sombras que se mueven en la oscuridad, Carmen exclama: 

—Míralo, ¡allí está Ernesto con mi chaqueta púrpura!

Giulia Muttoni………..

Una noche inolvidable

Llovía que ni Noé

Llovía a cántaros. Haciendo la compra, Amaia se había empapado totalmente, pero había salvado la comida del agua: la cena del jueves estaba sagrada desde cuando su hija Dani, después de graduarse, se había mudado de la gran ciudad a la provincia para trabajar en los dos consultorios de su exmarido. Normalmente llegaba alrededor de las ocho y cuarto/ocho y media y, después de una charla para contarse las últimas novedades, se sentaban en el sofá para ver el nuevo episodio de Grey’s Anatomy comiendo cada vez platos diferentes con un par de copas de cava.

A las 9 pensó que quizás con el diluvio la autopista estaría atascada, pero Dani siempre la avisaba si se retrasaba. Cuando el programa comenzó la llamó al móvil, pero no tuvo respuesta.

Empezó a dar vueltas por el salón, invocando una calma que se acabó en diez minutos. La llamó otra vez. Otra vez solo el timbre del teléfono. Entonces contactó a su hijo y al novio de Dani, pero nadie sabía nada.

Más tarde hizo lo más obvio, pero en el primer consultorio contestaba un buzón de voz y Amaia, por alguna razón, no tenía el número del segundo. 

Inspiró profundamente y, en un gesto sin precedentes desde su divorcio – es decir veintidós años – tecleó el número de su ex.

—Hoy hemos trabajado por separado, no la he visto. Voy a llamar a la secretaria, luego te haré saber.

En diez minutos se sucedieron las llamadas entrantes de los tres hombres, de escasas e inquietas palabras y ninguna novedad. Diez minutos dando vueltas por el salón.

El hijo vino a su casa para no dejarla sola. Su ex había empezado a llamar a la policía y hospitales del área, algo que ella no podía hacer con las manos temblorosas.

—Vas a dejar un surco en el mármol del piso, ¡mamá! — intentó desdramatizar Leo.

Pero Amaia no oía nada excepto el latido de su corazón que, por su parte, también trataba de calmarla.

—Soy su madre, ¡lo sabría si le hubiera pasado algo malo!

A las 11 de la noche por fin una llamada de su ex: Dani había sufrido un accidente de coche y se encontraba en el hospital cerca de su casa, pero por teléfono no le decían nada más, sólo que estaba viva.

Su ex y su novio se precipitaron al hospital – uno desde el pueblo, el otro desde la ciudad – mientras Amaia no paraba de dar vueltas, discutiendo con su corazón.

—¿Así es como sabías que no le había pasado nada malo?

—Pero no está muerta, ¿no es cierto?

—Ya ¿y si se encontrara en la UCI?

—Serénate, que mis latidos se aceleran…

—¿Que me serene? ¡Si no sé cómo está mi hija!

—Tranquilízate, que lo necesitarás cuándo llegue la próxima llamada…

Y la llamada llegó.

Llovía que ni Noé. Dani conducía con mucho cuidado, pero no se esperaba el torrente rabioso de agua que tuvo que afrontar a la entrada de la autopista, una curva estrecha cuesta arriba. El coche era viejo, aún no tenía ABS y cuando entró en la autovía las ruedas se deslizaron hacia la barandilla a la derecha. Dani intentó un volantazo para evitar el impacto, pero chocó contra la barandilla central, arrojándola en el medio de la carretera. Lo último que recordaba eran dos faros altos que estaban a punto de atropellarla y que sólo distaban…

—¡Nooooooooo!

Un número desconocido.

—Mamá, mamá, soy yo. Estoy bien. El coche hay que tirarlo, es una chatarra, pero yo estoy bien, te lo juro. Me están haciendo un montón de exámenes. Los médicos no me dejaban telefonearte, seguían preguntándome si tenía un marido a quien avisar, pero yo les contestaba que tenía que llamar a mi mamá, mi mamá, que había quedado contigo y que estarías destrozada sin tener noticias, pero no me han dejado hasta ahora…

Durante diez segundos la red telefónica mezcló lágrimas de madre e hija, hasta que a la última le quitaron el móvil para entrar en otro laboratorio radiológico.

Casi eran las 2 de la mañana – Amaia lo comprobó rápido – cuando el novio le entregó como un regalo precioso a Dani, descalza y con la ropa un poco rota. Se estaba muriendo por abrazar a su hija, pero moretones, tiritas y collarín cervical la disuadieron. 

Escuchó horrorizada el cuento que le hizo: como que los faros eran de un camión que no pudo hacer nada para esquivarla y cómo en el choque – con el conocimiento – había perdido zapatos, anillos, brazalete. Cómo fueron los bomberos a liberarla con un soplete: esto se lo contaron los enfermeros porque ella se había despertado en una camilla en urgencias, con médicos que ladraban órdenes alrededor alternándolos con preguntas deletreadas a ella y cegándole los ojos con una luz. Por suerte estaba sola, porque un pasajero en el asiento delantero sin duda habría muerto.

Por fin los calmantes hicieron efecto y Amaia la acostó en su vieja cama, en su viejo cuarto, sin desnudarla. Se sentó en una silla y allí pasó el resto de la noche, despertándola cuando gritaba: «Nooooooooo!»

—Sólo es una pesadilla, cielo, se acabó, se acabó. Todo va bien, sólo es una pesadilla.

El día después Leo le mostró la foto del coche en el depósito de autos, del que había sacado lo que su hermana había perdido en el accidente. Amaia todavía la tiene en su pantalla para no olvidar esa noche. El terror y la suerte de esa noche. Pero, aún queriendo, ¿quién podría olvidarla?

Giulia Muttoni………..

La trampa

Einstein tuvo que pensar en el tiempo cuando elaboró su teoría: para jóvenes y viejos, para quien trabaja y quien está jubilado, no hay nada más relativo. Porque el tiempo es la más carroñosa de las trampas: si tienes prisa nunca es suficiente, si no sabes que hacer nunca pasa. 

Como la lluvia, el tiempo es bipolar: o no llueve o llueve demasiado. 

Dios nos tomó el pelo cuando lo inventó.

Giulia Muttoni………..