El cruce de ferrocarril (2)

Primera parte https://wp.me/pcDIqM-r1

Un golpe en la ventanilla le despertó de sobresalto, un anciano gruñón golpeando la ventana le gritaba que pasara. ¡Qué pena, la mujer rubia le parecía tan real!

Cruzó la carretera y comenzó el ascenso al estanque encantado, lo llamaba así de niño, cuando venía a beber chocolate mágico con su abuelo. Pasó la curva y se encontró en un estacionamiento inmenso, el antiguo quiosco se había convertido en un edificio moderno, las ventanas cubiertas de carteles de exposiciones y festivales. Flores de malva rosa salían del asfalto como hierba; una decena de clientes sentados en los bancos de madera de las mesas exteriores, descansaban sobre cojines esponjosos que representan amapolas rojas elevándose entre los hilos de hierba de un césped verde. Geranios rebosantes de grandes jarrones descendían de las ventanas de la primera planta. En el estacionamiento se bajó de la camioneta y caminó hacia dentro. Entró en la cafetería, todo azulejos y espejos, un lugar moderno, sin encanto, a pesar de los mapas representando los senderos circundantes para caminar durante largos paseos. ¡Qué maravilla poder pasear por aquellos senderos con una chica rubia como la de su sueño! ¡Ojalá la conociera! Se acercó a la barra: un rayo de sol se reflejaba en el cromado de la máquina de café iluminando el pelo largo, rubio, ondulado de la persona situada detrás de la barra. Estaba de espaldas y para llamar su atención Jordi la saludó: “Buenos días!”. La persona se volvió: dos ojos celestiales y magnéticos le miraron, una sonrisa abierta y tierna, enmarcada por una barba gruesa, y una voz rasguñosa de barítono, le preguntó, «¿Que desea?”

Instintivamente Jordi se volvió hacia la ventana en busca de ayuda, otro cliente, un transeúnte cualquiera. Miró el reflejo del sol, tenía la impresión de que su vida se había puesto patas arriba; un nombre volvió a su cabeza, irreal, surrealista: Antón. Jordi arregló esa cara enmarcada por la barba. Un dolor agudo, se llevó la mano al corazón, le gustaría hablar, escapar, deshacerse de ese maldito sueño. Señor, señor, ¿qué tiene?, ¿está enfermo? ¿Desea un chocolate? 

¡Un chocolate!

Elettra Moscatelli

German

Nieve (primera parte) https://wp.me/scDIqM-nieve

Él no se dio cuenta de que yo, Nieves, recogí la taza. Él con la boca abierta, pasmado, me miró, lo vi mientras me  levantaba de la mesita, donde me interrogaron de forma informal,  Él vio mis muslos, mi pelo rojo recogido en un moño alto y admiró, como siempre, mis incontables pecas. 

Germán decía que mis ojos eran de un azul imposible y yo siempre me reí, ahora sabía que lo que me parecía imposible había sucedido. Dios me había castigado.

No le había cambiado el pañal y me justificaba, intentando callar mi conciencia, diciéndome que despertarlo era molestarlo pero sabía que asearlo bien, tenerlo seco y realizar los cambios de postura en la cama evitaba las dolorosas escaras o pústulas que olían a cloaca, tan odiosas para ellos, para todos.  Ya nunca más podría hacer nada. Don Jaime había muerto solo y por mi culpa.

Germán me había preguntado si no estaba harta de este trabajo tan duro y yo le contesté

—Estoy harta de mi marido y de los chicos que dan mucho trabajo y no me gusta planchar, ahora a mi marido le ha dado por apuntarse al golf, dice que así conseguirá más clientes.

—Imaginación no le falta a Rosales, ya se le veía desde la escuela a mi compañero de pupitre, Andrés Rosales, “el que la sigue la consigue” decía ¡tú ya lo sabes! mucho tiempo estuvo detrás de ti y mira: casada  con él y con dos hombres. 

—Calzoncillos para lavar por triplicado tengo ahora. —le contesté.

Germán aquella noche estaba hablador y yo también. Mi hermana me había entregado una carta que saqué del bolsillo y le leí.

—Mira la respuesta de mi hermana a una pregunta que le hice hace un año:

Me preguntaste una vez por qué me fui a vivir con él. Nieves, hermana, esta es mi respuesta: 

“Me besó con toda su alma, me amó con todo su ser y lo sé. 

Nadie me dijo tantas palabras bellas, ni me besó con tanta devoción, nadie me amó hasta abrazarme el corazón.  

Me amó y lo amé”

—Qué bonito y que buena respuesta, qué lista es tu familia, sobretodo  tus hijos, con sus carreras ya terminadas. Eso es porque salieron a ti ¡Anda que no hay cubo que te recoja la baba! — me dijo. Nos reímos a carcajadas. — Cállate que vamos a despertar a los que están dormidos. Don Jaime está enfermo, lo voy a dejar descansar en la habitación 303.

—Buenas noches Nieves ¡hasta mañana bonita!

—Buenas noches Germán.

Escuchó que los pasos de él regresaban

— ¿Se te olvido algo? 

—Sí, una pregunta ¿y a ti quién te ha abrazado así? 

—A mí, a mí así me abraza el mar Germán, el mar.

Los dos estaban de pie, solos en la sala de enfermería, en el office.

Se acercó a mí y me dio dos besos frescos y llenos de esa lentitud dulce que me encantó, la suavidad lenta escarpaba mi cuerpo, sentí como me elevaba.

Mi mirada buscaba sus ojos y mis pechos crecían. German estaba frente a mí y acarició mi cabeza y se enredó en mi pelo rojo mientras sus ojos sonreían y me beso una, dos y mil veces, bajando por el cuello hasta mis hombros, el que más me había dolido durante el día era el derecho, pensé. El dolor ya no estaba.  

Había soñado tantas veces con esto, sentí cómo él se acercó a mi cadera despacio y llego hasta mis nalgas y mientras saboreaba mi espacio más secreto, acariciaba mi pecho pequeño para la palma de su mano con un pezón grande y erguido, sentí de pronto un cuerpo que no era el mío, era más alta, más guapa y él me miraba sin cansarse. De la mesa pasamos al suelo, resbalamos y no dejamos de besarnos. Él me abrazaba con fuerza, me sentía segura, sentía que jamás me caería y destrozamos para siempre la amistad de más de veinte años sobre una blanca sábana de hospital, suavemente colocada en un suelo frío que se agradecía en aquel verano tan recio donde a pesar de todo corría el agua. Sentí entonces la serenidad de mi alma mientras inhalaba el frescor del rocío de la mañana.

Después descubrí a don Jaime, como lo llamé siempre, a las ocho, un  agosto  cualquiera porque este año se me olvidó, ya él no cumpliría ninguno más. No dejo de llorar, me siento tan culpable, mala, fría y dura en algunos momentos y en otro  frágil como una hoja arrastrada por el viento. 

Había ocurrido por mi culpa, estaba ausente.  La noche anterior fue una ola de seis metros que atravesó el océano completo y me dejo una estela infinita.

Sentí como si yo le hubiese clavado el bisturí, sentí que no podía caminar, no podía dejar de llorar por él y por mí, por mi vida entera. Pese a todos mis esfuerzos, los días habían sido mañana, tarde y noche y de nuevo, otra vez, lo mismo, mañana tarde y noche, la vida se había convertido en días iguales en los que olvidar era un propósito, hasta ayer.

Había muerto, la muerte de él, la muerte de don Jaime también acercó mi muerte; la certeza de que la única ocasión de vivir es ahora. Don Jaime, mi anciano preferido había muerto mientras yo aproveché un momento lleno de besos, un solo ahora de los millones que contiene una vida. Me levanté y me  fui con la taza en mi mano a recoger el tiempo.

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Blanca Quesada

La inocencia de la nieve (2)

Primera parte https://wp.me/pcDIqM-rc

Hace una semana, Antonio me contó la terrible tragedia de la familia Coliman. El profesor Isacco Coliman, su esposa, las dos hermanitas y la vieja abuela, fueron arrestados por la SS y traslados a la prisión de S. Vittore, antecámara de la deportación a los campos de la muerte. El chivatazo fue de un vecino, Romano Tenconi, conocido fascista y delator.

El profesor Coliman fue mi profesor de historia y filosofía hasta 1938 cuando proclamaron las leyes raciales y tuvo que abandonar su trabajo. Era un hombre culto, inteligente, amable y simpático. Supongo que le caía bien porque a menudo me invitaba a su casa donde conocí a su mujer Ana, sus dos gemelas Giudy y Sara y la abuela Ester. Pasé con aquella familia momentos muy agradables en aquella casa increíble que ¡tenía más libros que muebles!

Entregándome el arma, el Comandante dijo — Chaval, la primera misión es como el primer amor, ¡nunca se olvida! Suerte Olmo.

Nieva. El cielo se va oscureciendo. A la luz de un solitario farol los copos de nieve parecen confeti dorados. La calle está desierta. Alrededor de mí un silencio ensordecedor roto solo por los latidos de mi corazón.

De repente el portal enfrente se abre. !Es él con su pastor alemán! En pocos segundos estoy en la calle. La nieve amortigua el ruido de mis pasos. Ya estoy a pocos metros de su espalda. Lo llamo.

—!Compañero Romano Tenconi, por 5000 liras vendiste una familia!

Se da vuelta. Ve mi arma. Saca la suya.

Un relámpago amarillo. Una mancha roja.

Así se acabó la inocencia de la nieve y la mía.

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Iris Menegoz

Fragmentos (2)

Primera parte https://wp.me/pcDIqM-rc

A veces una inquietud irreprimible se apoderaba de ella. El aburrimiento la invadía hasta el punto que deseaba chillar, y cada cosa le parecía la enésima copia de lo ya vivido y experimentado. Entonces salía, buscaba a una amiga, compraba. Sobre todo, cosas inútiles. Y por la tarde se enfundaba en uno de sus nuevos vestidos para acoger a Jorge, que siempre le sabía demostrar su aprecio. 

Elisa se había considerado una mujer feliz, afortunada, un tiempo. Pero ahora, sentada en el suelo con cortes en las manos y buscando una excusa para justificar el parqué dañado, se preguntó si acaso su  deseo más profundo en los últimos años  no hubiera sido eso: quebrantar un jarrón en mil piezas, o hacer cualquier ademán inconsulto e injustificable ante los ojos de Jorge. La luz negra de aquella carta la había empujado a descubrir una tercera dimensión en su vida llana como un dibujo en un libro de cuentos de hadas, revelando su dejo amargo. Como si el hechizo se hubiera roto, liberando la serpiente.

Recogió los últimos fragmentos del jarrón. Hubiera podido cubrir el daño del parqué desplazando un poco la alfombra. Hubiera podido poner otro jarrón en la mesa, o contarle a Jorge que se había roto por accidente. Hubiera podido quemar los últimos trozos de la carta y él no se habría dado cuenta de nada.

Hubiera podido.

Imaginó a Jorge volviendo a casa y abrazándola con ternura, o a lo mejor un poco de prisa, aflojando el nudo de la corbata. La imagen se concretizó tan real en su mente que le pareció sentir en sus labios el sabor del beso con el que la rozaría apenas.  Lo vio quitarse la chaqueta, ponerla en el armario, ir al cuarto de baño y volver exactamente después de siete minutos, dirigirse al despacho para controlar la correspondencia, tardando desde ocho hasta once minutos, según el número de los sobres. Pero esta vez no. Esta tarde regresaría casi de inmediato, con los fragmentos de la carta en sus manos, pálido, incapaz de hablar, con una mirada en la que acusación y remordimiento se mezclarían. O a lo mejor se quedaría en el despacho, incapaz de enfrentarse a ella. O le preguntaría: “¿Por qué la has abierto, Elisa?” y “¿Por qué la has roto?” Pero ella no lo sabía…  Quizás por curiosidad. O quizás porque no tenía absolutamente nada que hacer.

Lo normal hubiera sido estar enojada con él, sentirse engañada, pretender una explicación. En cambio, no: se sentía consternada, sofocada por los remordimientos: fragmentos de cristal y de papel para esconder, fragmentos para desvelar, dejar atisbar, encomendar al azar.

“¿Por qué la has roto, Elisa?” resonó otra vez la voz de Jorge en su congoja. “Porque no quería que fuera verdad” imaginó contestarle.

Pero, a lo mejor, él se preocuparía tanto por el parqué destrozado que no se enteraría de los fragmentos de la carta, se creería sus excusas y la carta desaparecería, tragada en la nada. Hasta que el cartero trajera otra.

Entonces, se imaginó a Jorge sentado muy ordenado en su silla, los ojos grises hechos de hielo, las manos nudosas jugueteando con las gafas, la mirada enclavada en un punto preciso de la mesa.

“Tendría que haberte hablado antes de eso” le diría.

“Sí” contestaría simplemente ella.

O a lo mejor, no pasaría nada de todo eso.

Silvia Zanetto

“El futuro” (2)

Primera parte https://wp.me/pcDIqM-rm

… un ruido repentino. El faro se apaga. Una ola inmensa estrellándose contra “El Futuro” nos hace resbalar y me caigo en el mar. Despierto. Descubro la amarga realidad: estoy en el suelo de mi habitación, me caí de la cama. El silencio es completo, la oscuridad me asusta. No hay ningún faro. Ni rastro de “El Futuro”. Andrés ya no está. Es entonces que todo se desmorona en un instante sin que yo pueda hacer nada. Sólo un sueño, un recuerdo detrás de un horizonte lejano, fuera de mi alcance, un viaje que nunca empezó. Quizá fuera mi alma que se paseaba por el mundo, quizá se tratara sólo de escapar de esta ciudad que parece apagada, en estado de queda. Sólo hay coches de policía circulando lentamente, un dron sobrevuela el barrio. Pero no, no quiero escaparme, no quiero marcharme, nunca tiraré la toalla. No me quedaré aquí mirando al horizonte para «ver un día un hilo de humo levantarse en extremo confín del mar». No soy Madama Butterfly, por supuesto. Así que, en un futuro no distante, ese viaje comenzará. Fue nuestro sueño, o tal vez fuera sólo el mío, porque los faros siempre me han fascinado, con su vaivén de luces que se encienden y luces que se apagan. Como en los altibajos de la vida, una mezcla de luz y oscuridad. ¿El faro del fin del mundo estará allá esperándome?

Raffaella Bolletti

Mémoires (2)

Primera parte https://wp.me/scDIqM-memoires

…y así se para un momento Raúl en su exposición le los hechos, mueve los hombros, mira hacia un rinconcito en la pared a su izquierda como pidiendo consejo a una araña trabajadora que teje su metrópoli de trampa desprevenida de los huecos en su memoria, Raúl suspira, como ya hizo una y otra vez en las pautas respiratorias del rompecabezas de su discurso. Mira hacia arriba como para atrapar un pensamiento, un recuerdo che se fue volando atado a un globo, todo colorido, como los que venden en las ferias, que quiere volar alto, más arriba de las nubes, volviéndose pequeñito hasta desaparecer de la vista. De la memoria.

Ya no lo puede ver.

Sus ojos siguen buscando el globo que vuela alto, ha desaparecido por completo.

Ya no lo ve.

Sus recuerdos, evanescentes, han desaparecido por completo.

¿Cómo se llamaba el pueblo? Ya no lo puede saber.

No dispone de otra información, se la han comido.

Se toca el mentón.

Pero no se acuerda de cuándo, quién, cómo pasó eso.

***

Después de una infancia solitaria, durante los años de su adolescencia, María se empeñaba en demostrarse, principalmente a sí misma y en segunda instancia a los demás, que era una adolescente del montón, como todas las otras: interesada en las boberías, zapatos, música y los  exponentes alfa del otro género, el masculino, incógnito por ser tan inexpertos, juzgado meramente por lo que se ve exteriormente, o sea el físico: el tipo todo músculos o el nerd, según si estaban más en el gimnasio o delante de una pantalla. María intentaba vivir una vida normal, empeñándose en estar en su grupo de jóvenes, eligiendo cuál color de uñas eran más actual para una manicura a la moda o discutiendo sobre cuál era el actor más guapo con las amiguitas, como si fuera lo más importante la vida. Pretendiéndolo.

Pero le costaba.

Su verdadera naturaleza se mostraba como quien quiere esconder un gato bajo la chaqueta, no importa si se cierran todos los botones, antes o después el gato saldrá de su clausura, con un salto mostrará su hocico, y cuanto más uno intenta esconder, tanto más de repente sus orejas felpudas se verán por sorpresa.

María ya lo sabe: se puede esconder un gato vivo bajo la chaqueta, pero solamente por unos segundos, después saltará a la vista.

Su gato vivo era una capacidad más única que rara. Tan rara que ni tenía nombre.

No hay otra manera para decirlo: la mente de María se comía los recuerdos de las personas que frecuentaba.

De niña le parecía normal, no sabía que a los otros no les pasaba lo que le pasaba a ella;

Al crecer se dio cuenta de que para los demás no era así.

No sabía si se trataba de un maleficio de una bruja original o si era un don de una diosa caprichosa, peor de las griegas antiguas que ya nadie venera.

Al ser adoptada, no podía deducir si eso de tener un cerebro devorador era debido a un carácter hereditario genético, un gen raro o mal formado. ¿Puede que sus padres biológicos la hubieran abandonado por eso? O quizás murieron banalmente en un accidente automovilístico un viernes por la tarde saliendo de la ciudad con su Panda un finde. ¿O un ADN alienígeno? ¿Acaso su madre fue expuesta a un accidente con radiaciones de uranio o polonio enriquecido cuando estaba embarazada al séptimo mes? ¿Fue golpeada de niña por un aparado tecnológico lanzado por un OVNI a quien se le había roto el navegador para regresar a su casa? ¿Su madre se acostó con el primo de Superman? Nunca lo descubrió.

La verdad de su natura incógnita no podía leerla en la memoria de sus padres adoptivos porque ni ellos lo sabían, y lo había investigado, pero sin éxito. No sabía si sus padres adoptivos lo sabían, lo de ella. Desde que María descubrió su poder, entró a investigar en la mente de sus padres legales – fue una de las poquísimas veces que lo usó adrede-, normalmente se comía los recuerdos ajenos sin quererlo.

Aunque nunca lo aceptó, al crecer se dio cuenta de que podía entrenarse. Al principio le entraban flashes de memoria, recuerdos casuales, que entraban en su almacén de memorias robadas sin quererlo. Al pasar del tiempo supo cómo seleccionar recuerdos. Salían borrándose de la mente de la persona y se registraban en su disco duro. Prácticamente una trasferencia.

Y las víctimas ni se daban cuenta; simplemente no se acordaban de algo. Para siempre, aunque no podían notar el momento en el cual el recuerdo había sido robado. Si nos paramos a pensar, a todos nosotros en algún momento de nuestra vida nos ha pasado algo similar, puede que hayamos encontrado a María o puede incluso que haya otros como María, ¿quién sabe?

Por el contrario, para María los recuerdos comidos se volvían imborrables en su mente. Graníticos.

Tenía todo un catálogo de hechos de familias, de casas, de vidas, de sucesos de pueblos que nunca visitó, de abuelos queridos desconocidos, de besos nunca dados ni recibidos, de funerales a los cuales no asistió, de números de matrículas de coches que no eran suyos, de amantes clandestinos desconocidos, de regalos para cumpleaños no cumplidos, de lágrimas inútiles, de abogados para divorcios no divorciados, de cabalgadas de Reyes Magos en calientes playas mexicanas sin tan siquiera tener pasaporte, de pin de tarjetas de bancos en los cuales nunca había tenido una cuenta.

Y sin embargo, tenía poquísimos recuerdos suyos, finalmente al hacerse mayor le parecía haber vivido todas las vidas de los demás, excepto una: la suya.

Graziella Boffini

La condesa

Primera parte (El comandante) https://wp.me/pcDIqM-pq

— ¿Cómo te fue con el comandante? — preguntó maliciosamente Julie.

Estaba tendida sobre la cama, despreocupada, apoyada en su codo, y observaba el cuerpo escultórico de Florencia, de rodillas a su lado, que llevaba un desvestido transparente. Parecía aún más desnuda, más atractiva bajo el velo de algodón blanco que apenas cubría sus pechos todavía erectos por la excitación. Sus potentes muslos, la vertiginosa curvatura de sus riñones, todo en ella era una explosión de sensualidad que subyugaba a Julie. 

— Acércate a mí, —continuó Julie, atrayéndola hacia ella, y cuéntamelo todo.

— Bueno, ya sabes que es un hombre cautivador. Es hermoso como un dios, es muy culto, adora hablar con las mujeres, y todas las mujeres le persiguen. Estoy segura de que tú también.

— Lo admito, — susurra Julie con una mueca, pero de nuevo, dime cómo es en la cama.

— No puedo creer que él haya estado alargando los preliminares toda la noche.

— ¿Qué quieres decir?

— Hablamos, nos contamos a nosotros mismos. Era emocionante, pero no podía soportarlo más. Tuve que ir al baño a quitarme las bragas. Estaba tan preparada para él que cuando me penetró, pensé que iba a meterme en el útero. Estaba tan feliz, que por la mañana, cuando me escapé antes de que se despertara, le dejé 100 euros de propina. Me gustaría volver a verlo.

— ¡Florencia! Sabes que nuestras reglas no lo permiten.

Julie de Beauharnais, era su nombre de guerra, había formado entre las damas de la nobleza romana, una especie de club de relaciones peligrosas. Y eso gracias a las que se había creado durante su vida profesional como periodista de prensa femenina. Organizaba para sus miembros encuentros remunerados de alto perfil. Como personalmente era ambivalente, no dudaba en ponerse manos a la obra para controlar mejor a sus adeptos. Era rubia natural, un rubio casi veneciano con ojos profundamente azules, un cuerpo un poco andrógino, en fin, también gustaba a las damas. 

Julie tomó a Florencia por la cintura, la apretó contra ella e introdujo su pierna entre sus muslos. No tardaron en correrse de nuevo.

Al día siguiente, Julie, que quería tomar la delantera, contactó al comandante. Ella le propuso una nueva cita, esta vez en Venecia, estábamos en vísperas del carnaval. Le preguntó sus fechas, decidida a ir ella misma. Ella elegiría un hermoso disfraz, en la cama se sabía invencible.

En la segunda semana el carnaval estaba en su apogeo. Julie majestuosa con su vestido de finales del siglo XVIII, todo en satén negro desembarcó de su taxi en la Riva degli Schiavoni delante del Danieli. Un pequeño antifaz de encaje negro apenas escondía su rostro rodeado por el esplendor de su cabello rubio retenido en una construcción de la que María Antonieta no hubiera renegado. Sus ojos azules te traspasaban si tenías la audacia de mirarla. Su escote en círculo dejaba escapar dos redondeces que un corsé despiadado hacía rebosar. Se acercó a la recepción y preguntó por el comandante Doria. Le entregaron un pequeño sobre negro y el conserje le anunció que el comandante la esperaba en el café Florian. Asombrada abrió la misiva y leyó las disculpas que Darío le había dirigido con una bella y elegante escritura. Fue al baño a refrescarse. El espejo le devolvió una imagen satisfactoria de sí misma, era apetitosa y la pequeña mosca en forma de corazón sobre su pecho izquierdo coronaba su belleza inaudita. Se rodeó los hombros de una estola de visón, que había llevado para protegerse de la frescura de los canales. Salió y pasó el puente de la Paja a buen paso, echó un vistazo preocupado al puente de los Suspiros y se dirigió directamente hacia el Florian cruzando la plaza de San Marcos.

Entró y preguntó al maître. Éste le respondió que el comandante Dario participaba en la reunión que una cofradía de nobles venecianos celebraba en ocasión del carnaval en una parte del café reservada a tal efecto. Y le indicó sin más la dirección. Se acercó y reconoció sentado en una de las pequeñas banquetas, en una sala al fondo, a Mario Doria, vestido como los venecianos en la época del renacimiento. A su lado una dama morena que vestía un atuendo femenino del mismo período. Parecían presidir, o al menos sentarse en el lugar de honor en medio de esta noble compañía.

Cuando Mario la vio, se levantó y vino a saludar a Julie.

— Mi querida amiga, debo disculparme profundamente por no haber venido a recibirla, pero los acontecimientos se han precipitado. Hoy celebro mi noviazgo, la cofradía de la que forma parte mi nueva compañera ha querido acogerme a pesar de mis ascendencias genovesa. Sé que teníamos una cita, pero tuve que dar prioridad a mis deberes de caballero. La condesa Contini me informó ayer de que mi familia iba a crecer y que pronto iba a nacer un pequeño o una pequeña Doria.

A estas palabras Julie miró a la compañera del comandante que seguía conversando con los miembros de la hermandad. Florencia, entonces se detuvo un instante y le hizo un pequeño gesto de la mano con una sonrisa brillante.

Jean Claude Fonder

Reminiscencias (2)

Primera parte https://wp.me/pcDIqM-rz

Cuando lo de la promulgación de las reglamentaciones ella  misma se había sorprendido al descubrirse, como en tiempos remotos, espiando por la mirilla de la puerta el rellano de la escalera. Escrutaba la calle detrás de las cortinas, cambiaba de acera cuando volviendo del mercado veía rondar el coche celeste y blanco de la Polizia. Y desconfiaba del solitario paseo de los peatones y de la  ida y vuelta de automóviles que a ella le parecían ser siempre los mismos y de los que trataba inútilmente de retener el número de placa. Ahora prefería la oscuridad de las habitaciones al balcón donde la intrépida primavera estallaba sin tapujos. Y había envidiado a los jóvenes y arriesgados vecinos de arriba que habían logrado escapar, pensaba Hilda, poco antes que la movilidad de la población fuese prohibida por decreto y restringidos, por el uso obligatorio de mascarillas, los naturales procesos que implican respirar libremente y hablar. Aquella noche, escuchándolos bajar las escaleras de prisa, Hilda sintió, como en tiempos remotos, desbocarse su corazón detrás de ellos. Pensó en volver a armar valijas, imaginó otros paisajes, aduanas, idiomas incomprensibles. Tembló reconociendo en la solemne entonación de los comunicados el empalagoso manierismo que asume lo siniestro en todas las geografías. Y recordó algunos rostros de la otra parte del océano, en un apartamento desvalijado frente al río. 

Sobresaltada por los golpes volvió a despertarse. Giorgio seguía durmiendo a su lado, un niño apaciguado por el rítmico subibaja de su propio pecho. No iba a despertarlo. No valía la pena. Tampoco se trataba de ruidos fragorosos sino más bien de algo o alguien que en el piso de arriba andaba a tumbos, como arrastrando con pasos sofocados un lastre de cosas viejas demasiado pesado para llevar a cuestas. 

Salió al rellano sin pensarlo dos veces, en camisón, descalza, sin mascarilla, olvidando esa nueva mordaza más por costumbre adquirida que por desobediencia. Al contacto con el mármol frío la planta de sus pies le envió a su cerebro una descarga eléctrica. Los ojos ahora bien abiertos, respiró hondo, agudizó el oído, preparó la garganta para aquel potencial, lejano grito. Toda Hilda sufrió un estremecimiento cuando empezó a subir.

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Adriana Langtry