
Primera parte https://wp.me/pcDIqM-rz
Cuando lo de la promulgación de las reglamentaciones ella misma se había sorprendido al descubrirse, como en tiempos remotos, espiando por la mirilla de la puerta el rellano de la escalera. Escrutaba la calle detrás de las cortinas, cambiaba de acera cuando volviendo del mercado veía rondar el coche celeste y blanco de la Polizia. Y desconfiaba del solitario paseo de los peatones y de la ida y vuelta de automóviles que a ella le parecían ser siempre los mismos y de los que trataba inútilmente de retener el número de placa. Ahora prefería la oscuridad de las habitaciones al balcón donde la intrépida primavera estallaba sin tapujos. Y había envidiado a los jóvenes y arriesgados vecinos de arriba que habían logrado escapar, pensaba Hilda, poco antes que la movilidad de la población fuese prohibida por decreto y restringidos, por el uso obligatorio de mascarillas, los naturales procesos que implican respirar libremente y hablar. Aquella noche, escuchándolos bajar las escaleras de prisa, Hilda sintió, como en tiempos remotos, desbocarse su corazón detrás de ellos. Pensó en volver a armar valijas, imaginó otros paisajes, aduanas, idiomas incomprensibles. Tembló reconociendo en la solemne entonación de los comunicados el empalagoso manierismo que asume lo siniestro en todas las geografías. Y recordó algunos rostros de la otra parte del océano, en un apartamento desvalijado frente al río.
Sobresaltada por los golpes volvió a despertarse. Giorgio seguía durmiendo a su lado, un niño apaciguado por el rítmico subibaja de su propio pecho. No iba a despertarlo. No valía la pena. Tampoco se trataba de ruidos fragorosos sino más bien de algo o alguien que en el piso de arriba andaba a tumbos, como arrastrando con pasos sofocados un lastre de cosas viejas demasiado pesado para llevar a cuestas.
Salió al rellano sin pensarlo dos veces, en camisón, descalza, sin mascarilla, olvidando esa nueva mordaza más por costumbre adquirida que por desobediencia. Al contacto con el mármol frío la planta de sus pies le envió a su cerebro una descarga eléctrica. Los ojos ahora bien abiertos, respiró hondo, agudizó el oído, preparó la garganta para aquel potencial, lejano grito. Toda Hilda sufrió un estremecimiento cuando empezó a subir.
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Adriana Langtry
