
—!El perro es inocente! Él nunca había atacado a nadie, y si ha mordido a su hija, es porque ella siempre está molestándolo con palos y piedras, ¿es que no se ha dado cuenta, señor Castillo?
—¡Ésas son sólo excusas! Ese perro es suyo, es su responsabilidad, y usted tiene que responder por las consecuencias de lo que haga.
Y yo sudaba frío, mientras escuchaba la discusión entre mi papá y el vecino; me imaginaba lo peor: que a Ragú se lo llevarían a una perrera por haber mordido a la hija del vecino, o que incluso hasta podrían quitarle la cabeza. ¿Y qué debía hacer yo entonces, con mis 7 añitos apenas, para salvar a mi perro?
Y entonces, como un rayo venido quién sabe de dónde, llegó a mi cabeza la idea, nuestra gran solución ante la ira del vecino: el río. En 5 minutos estaríamos ahí, y si lográbamos atravesarlo estaríamos salvados Ragú y yo, y ya ningún vecino podría separarnos. Y sin pensarlo dos veces, le puse el collar y salimos corriendo por la puerta de atrás.
Me pareció una eternidad, pero finalmente llegamos a la orilla: se llamaba Suratá aquel río, y a mis 7 años me parecía el río más ancho del mundo, ancho y profundo. Sabía que Ragú me seguiría, así que me lancé inmediatamente, y usando mis escasas pero suficientes capacidades natatoriales, fui avanzando poco a poco mientras me arrastraba lentamente la corriente, y Ragú detrás: uno detrás del otro, ambos nadando como perros que buscan su salvación.
Después de lo que me pareció otra eternidad, finalmente llegamos a la otra orilla, mojados hasta los huesos, pero completos, y sobre todo, ¡vivos! Y así, sin más, nos fuimos alejando de aquella orilla para nunca más regresar.
Y yo me pregunto: ¿cuántas veces habrá salvado una vida la otra orilla de un río?
Alan Émilio Suárez
