El Río

—!El perro es inocente! Él nunca había atacado a nadie, y si ha mordido a su hija, es porque ella siempre está molestándolo con palos y piedras, ¿es que no se ha dado cuenta, señor Castillo?

—¡Ésas son sólo excusas! Ese perro es suyo, es su responsabilidad, y usted tiene que responder por las consecuencias de lo que haga.

Y yo sudaba frío, mientras escuchaba la discusión entre mi papá y el vecino; me imaginaba lo peor: que a Ragú se lo llevarían a una perrera por haber mordido a la hija del vecino, o que incluso hasta podrían quitarle la cabeza. ¿Y qué debía hacer yo entonces, con mis 7 añitos apenas, para salvar a mi perro?

Y entonces, como un rayo venido quién sabe de dónde, llegó a mi cabeza la idea, nuestra gran solución ante la ira del vecino: el río. En 5 minutos estaríamos ahí, y si lográbamos atravesarlo estaríamos salvados Ragú y yo, y ya ningún vecino podría separarnos. Y sin pensarlo dos veces, le puse el collar y salimos corriendo por la puerta de atrás. 

Me pareció una eternidad, pero finalmente llegamos a la orilla: se llamaba Suratá aquel río, y a mis 7 años me parecía el río más ancho del mundo, ancho y profundo. Sabía que Ragú me seguiría, así que me lancé inmediatamente, y usando mis escasas pero suficientes capacidades natatoriales, fui avanzando poco a poco mientras me arrastraba lentamente la corriente, y Ragú detrás: uno detrás del otro, ambos nadando como perros que buscan su salvación. 

Después de lo que me pareció otra eternidad, finalmente llegamos a la otra orilla, mojados hasta los huesos, pero completos, y sobre todo, ¡vivos! Y así, sin más, nos fuimos alejando de aquella orilla para nunca más regresar.

Y yo me pregunto: ¿cuántas veces habrá salvado una vida la otra orilla de un río? 

Alan Émilio Suárez

La ley de la selva

Susan vive en la selva, en una de las mejores, según dicen. Susan ama vivir en la selva, porque sabe que allí encuentra todo lo que necesita, y porque, como todos saben, es una de las mejores selvas del mundo, y eso la enorgullece. Susan vive en el tronco vacío de un viejo árbol. Allí vive con Brisa, su pequeña hija de dos años. Cada mañana, antes de ir a su trabajo, pasa por donde su vecina Yolanda, a quien paga para que cuide de Brisa mientras ella no está. Susan es madre soltera, y trabaja recogiendo racimos de banano para enviarlos fuera de la selva, al gran desierto. De ese gran desierto llegaron alguna vez también sus jefes, y fue allí justamente, en ese desierto infinito, seco y estéril, donde el padre de Brisa se extinguió, sirviendo y luchando por los señores de las arenas.

En la selva de Susan cada vez hay más árboles de banano y menos flores, y cada vez más troncos vacíos, y también más madres solteras. Susan no tiene muchas opciones: es, o trabajar en la bananera, o no sobrevivir. Es la ley de la selva, la ley de la selva que ama, la ley del más fuerte.

Alguna vez un pajarito le habló a Susan sobre otra selva, muy distante de la suya, donde reinaba una ley distinta: allí no sobrevivían los más fuertes, los que vivían para sí mismos, sino los que mejor sabían vivir juntos, los unos para los otros. Pero deben ser habladurías, porque sus ojos, y también sus vecinos, le han dicho todo lo contrario.

Susan vive en una selva llamada ciudad, donde cada vez hay más troncos vacíos, donde cada individuo de su especie nace solo, y muere solo. 

Alan Émilio Suárez

La otredad

Giuseppe Garibaldi en Rosario (Argentina)

¿Qué diablos hago en esta ciudad?! Por más que conozca aquí a muchos otros —paisanos y locales—, creo que jamás me sentiré parte de este lugar…

Siento cómo huelen mis orígenes, y de inmediato… miradas de rechazo, desvíos, caminar acelerado… Pero… ¿qué otra cosa puedo pedir?; venir era mi única opción; era eso o la muerte. Después de haberme escondido, de haber huido de ciudad en ciudad con la ayuda de algunos amigos —amigos que no tuvieron la oportunidad, como yo, de escapar, y cuya situación hoy desconozco—; después de haber llegado a la costa dejando allí todos mis ahorros y embarcándome hacia esta tierra prometida… Era mi única opción para vivir —tristemente—, como lo sigue siendo todavía para otros… ¡Cómo quisiera volver!, seguir ayudando a mi gente, casi todos oprimidos por ese régimen absurdo…

Por fortuna, aquí he encontrado algunos amigos, y más ayuda de la que había esperado… Sin ella, seguramente estaría como al inicio: robando para poder comer y pagar una cama —como todavía hacen algunos, per forza…—, o estaría nuevamente herido, o en una celda.

Aunque… ¿es posible que sí hubiera tenido otra opción? Tal vez habría sido mejor escuchar a mi mamá, haber seguido con mis estudios, con mi apacible trabajo en las canoas, y haber muerto sin saber nada más, sin preguntar nada… ¡Maldito el día en el que supe de Voltaire, y de Rousseau! Sin ellos, jamás me habría invadido este sinsentido de querer convertirme en un héroe local…

Igual… ya es demasiado tarde. Agradezco a América por haberme recibido, y por seguir alimentando mi vida; sea como sea, encontraré la forma de volver a Italia, de donde nunca debí haber salido. *

 *(Basado en la vida de Giuseppe Garibaldi durante su estadía en América del Sur).

Alan Émilio Suárez