La rabia

Havid bajó la mirada y comprobó, una vez más, que aquella sangre seca que manchaba sus manos no era la suya. Con seguridad lo sería de alguno de los desgraciados a los que había intentado ayudar, o incluso sangre de los miembros de su familia, cuyos cuerpos, ahora inánimes, descansaban sepultados bajo aquel montón de escombros que él mismo estaba pisando. Se llevó las manos a la cabeza meciendo su prematuramente encanecido cabello y de su garganta se escapó un alarido. A lo lejos, aún se escuchaban esporádicas explosiones que indicaban que el peligro aún no había pasado y con un gesto mezcla de rabia e impotencia, se agachó para recoger un cascote que lanzó en dirección a los estampidos. Gemía como un niño asustado, pero de sus enrojecidos ojos, ya secos al llanto, no se escapó una sola lágrima. Hacía tan sólo unos días que había estado soñando con la próxima cosecha de trigo, feliz de haber terminado a tiempo el aljibe. 

Esta vez –recordaba haberle comentado a su padre- a poco que caigan unas gotas, no nos faltará el agua. 

Pero acaeció aquel luctuoso suceso en el que mataron a tanta gente y que había provocado que él mismo pasase a convertirse, días después, en víctima de una terrible venganza. Ahora era su padre junto al resto de la familia los que estaban muertos, y la casa, al igual que el aljibe que tanto le había costado construir, habían pasado a ser poco más que ruinas.

A su modo de ver había llegado el Día del Juicio. Clamó a dios pidiendo justicia, pero dios se había vuelto sordo. Era sabido que ya era sordo desde mucho tiempo atrás, aunque, por si acaso, algunos le siguieran rezando como si en realidad escuchase: rezaban los más, sobre todo por seguir las tradiciones y no perder la costumbre; los menos, porque eran unos ilusos. 

A Havid, magullado de cuerpo y espíritu, se le abrieron en ese momento los ojos a la maldad humana para constatar con horror que, para algunos, la existencia de gente como él hacía mucho que había dejado de pesar en una balanza y que, a pese a la certeza de no tener para nadie mayor valor que el de un guijarro, estaba condenado al cruel destino de seguir viviendo no como persona, sino como un objeto de trueque; igual que una cosa sin alma.

Alzó la mirada clavando sus oscuras pupilas en la nada infinita. Ante él, más allá de aquellas ruinas sólo atino a ver un futuro sin esperanza. Desposeído hasta de las migas de felicidad por las que tanto se había esforzado, e incluso dudando de la misma propiedad de sus pobres andrajos, como único motivo para continuar en pie ya tan sólo le quedaba la rabia. Esa, que en adelante, habría de ser su posesión más valiosa, y un día, lo único que tendría para dejar como herencia.

Sergio Ruiz Afonso