
Cuando Claudia se atrevió a levantar la vista, el lago parecía haber desaparecido, tragado por la niebla negra que había invadido la tarde: una niebla densa, símil al vacío que se extendía en su corazón. Incluso el rostro del chico aferrado a la barandilla junto a ella, Agustín, parecía haberse fundido en ese gris.
Pero sus palabras, esas dos palabras suyas resonaron en la oscuridad, y el toque de su mano, que había tocado su hombro, ardió en la carne de Claudia como una quemadura.
La chica se había sacudido enojada por aquel gesto delicado, dándole la espalda, y permaneció inmóvil, encerrando entre sus delgados brazos la violencia de aquel secreto que latía en su pecho.
Ciertamente estas no eran vacaciones para Claudia y su padre: más bien una fuga, una convalecencia, un extraño paréntesis abierto como por error. Fue el médico el que les había recomendado irse al lago: “será el clima ideal”, había dicho, para una persona en el estado de su padre. “También será bueno para la niña”, había añadido. «Será también una oportunidad para que ustedes dos pasen algún tiempo juntos…»
A su llegada, el lago los había envuelto en el abrazo húmedo de una llovizna helada. Aunque durante la semana había habido algunos días soleados, a Claudia le pareció que el paisaje lacustre sólo podía expresarse en esos dos tonos de gris: pálido, con una transparencia nacarada durante el día; oscuro y denso, que borraba los contornos de las cosas, al anochecer.
Como ahora, cuando estaba allí clavada en la balaustrada, negándose obstinadamente a darle una sola mirada al incauto chico que le había dicho «te amo». Y esas ganas tan grandes de salir corriendo y contarlo, de volcar en un abrazo amistoso ese torbellino de consternación y vergüenza que le daba vueltas en la cabeza… pero ¿podría hablarle de estas cosas a su papá?
Tampoco había hablado nunca de eso con su madre, ni siquiera antes de que se ella enfermara. La verdad es que Claudia nunca había pensado todavía en los chicos, en el amor… Eran conversaciones para quienes parecían mayores y se susurraban secretos en voz baja.
Luego, cuando el hospital le quitó a su madre, Claudia rezó por ella todas las noches, pidiéndole inútilmente a Dios que mamá se recuperara.
“¿Claudia?” -aventuró Agustín. «¿Te has ofendido?»
Y ahora, ¿qué quería de ella aquel a quien apenas conocía desde hacía unos días? ¿Por qué la estaba atormentando?
“¿Claudia?” murmuró.
«¡Déjame en paz! ¿Quieres entender que me molestas?” gritó, rompiendo a llorar.
Agustín recogió sus sentimientos y se los guardó en lo más profundo de sus bolsillos.
“¡Es obvio que tu madre no te enseñó la educación!” respondió él.
Y, sin mirar atrás, se fue.
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Silvia Zanetto

