
Para Laura no hay que derrochar el agua porque, como decía siempre su mamá, era una sustancia preciosa y para los humanos indispensable; le parecía lógico, pero no entendía por qué su mama cuando dejaba la canilla abierta se enojaba y decía que ella no la apreciaba, porque siempre le había parecido una exageración. Ese verano su novio organizó un viaje a través del desierto del Sahara, de Gibuti a Suez; así que partieron con otros cuatro amigos, la primera semana todo bien, pero apenas había empezado la segunda no sabían cómo se rompieron los ordenadores, seguramente por el calor, en los dos todo terreno no funcionaba tampoco el aire acondicionado, entonces decidieron ir siguiendo el sol hacia el este y viajar
de noche, porque el calor del día era insoportable, se orientaban viajando en la dirección opuesta a la que seguía el sol al atardecer. La primera cosa que tuvieron que hacer fue racionar el agua y los víveres, cosa que no habían hecho porque estaban seguros de llegar sin problema a un oasis muy grande que quedaba a mitad del camino, pero ahora había cambiado todo. Después de más de una semana y con los víveres y el agua que estaban casi terminados empezaron a
temer no conseguir salir del desierto y cuando no les quedaba más agua pareció un milagro llegar al gran oasis y consiguieron reparar los todoterrenos, comprar agua y víveres y llamar a sus padres que estaban muy preocupados viendo que no llegaban. Laura recordó siempre ese viaje gracias al que entendió que su mama tenía razón cuando decía que el agua es una sustancia preciosa que no hay que derrochar porque sin ella no es posible vivir.
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Gloria Rolfo

