La vigilia

La estancia permanecía en penumbras, apenas iluminada por la débil llama de un único quinqué que colgaba en una de las casi totalmente desnudas paredes.

Cinco hombres de rostro duro y mirada taciturna permanecían sentados alrededor de una recia mesa de madera. Sobre la misma, tan sólo una jarra de vino a medio llenar como único vínculo de unión entre ellos. Apenas hablaban, tan sólo bebían cortos tragos de sus respectivos vasos y de vez en cuando miraban con aparente temor el reloj que, desde el otro extremo del salón y por encima del profundo silencio que ahogaba el lugar, dejaba escuchar el tictac implacable que, segundo a segundo, aproximaba sus agujas a las doce de la noche.

Noche tras noche, desde hacía casi tres meses, ocurría siempre así. Permanecían sentados codos con codo hasta el amanecer. Sin necesidad de palabras. Con el único fin de prestar apoyo y compañía a Ismael, uno de aquellos cinco conjurados, dueño de la casa y protagonista de su desgracia.

Siempre pendientes del maldito reloj. Siempre pendientes de que al menos esa noche sonaran por fin las doce campanadas.

Como cinco condenados. Esperando un juicio que nunca llegaba.

Fatídicamente, cuando las dos agujas se juntaron sobre los números romanos que señalaban la duodécima, el mecanismo dejó de funcionar dando lugar, a continuación, a una serie de hechos inauditos que día a día se habían ido convirtiendo en rutina.

Uno de los hombres, justo el que se sentaba frente a Ismael, apenas pudo contener un gesto de asombro cuando, por un momento, le pareció ver algo parecido a una sombra que cruzaba el salón, muy cerca de donde se encontraban sentados. Pero fue una apreciación apenas fugaz y prefirió callar. Al punto, todas las luces de la estancia se encendieron al unísono e instantes después la leña de la chimenea prendió por sí sola en tanto que la mecedora dispuesta cerca de ésta, empezó una acompasada danza: hacia atrás y hacia delante. Una y otra vez. Hacia atrás y hacia delante.

Poco después, pareció parar por unos instantes, el fuego se avivó y nuevamente la mecedora comenzó a danzar.

Los hombres miraban en silencio en dirección a la chimenea sin atreverse a hablar, embargados por la superstición. 

Un poco más tarde, volvió la silla a parar su balanceo y de forma imprevista el retrato de la boda del atribulado Ismael, salió despedido desde la repisa de la chimenea, lugar sobre el que hasta ese momento había estado colocado, para estrellarse contra el suelo. 

Todos se levantaron sorprendidos, sobrecogidos sus corazones por el temor. Mirando con demudado semblante en dirección al portarretrato ahora roto sobre el pavimento.

Ismael se echó una vez más a llorar desconsolado y se revolvió en su asiento intentando levantarse.

– ¡Lucía, Lucía! ¡Es ella! ¡Seguro que es ella! repetía una y otra vez el nombre de su esposa recientemente fallecida, con voz desesperada.

Lo tuvieron que sujetar a viva fuerza y alguien le susurró en tanto le posaba una mano sobre el hombro obligándolo a sentarse nuevamente:

– Tranquilízate Ismael. Reza lo que sepas y pide para que los muertos descansen en paz.

Sergio Ruiz Afonso