
Era un sacerdote muy admirado por su paciencia y sabias disertaciones con las que, cada domingo, armado de la fe, encaramado en el decrépito púlpito de su iglesia, exhortaba, con voz segura, a seguir el camino del bien a sus humildes y temerosos feligreses. Hombre culto, pero humilde. De ademanes refinados. Hombre del que no se conocía falta alguna. Ejemplo de vida para muchos. Para algunos un santo.
Aquella soleada mañana de Pentecostés, ensimismado en su sermón que versaba sobre el ejercicio de la muy recomendada virtud de la resignación, no escuchó el imperceptible aviso, apenas audible, que le hubiera podido salvar del fatal desenlace. Fue un insignificante crujido, casi normal para aquella vetusta iglesia, que no detuvo su discurso.
En el justo momento en el que hacía especial hincapié en la virtud de la paciencia, el leve crujido dio paso al estruendo y en medio del mismo, mientras la carcomida atalaya se venía abajo, las plácidas maneras del padre Lucas se transformaron en gritos y ademanes de cólera incontrolable. Sucedió apenas un segundos antes de que una centenaria viga le aplastara la cabeza.