
La noche de enero 1970, en las afueras de Londres, estaba nevando.
Un aterido grupito de jóvenes regresaba de la clase de inglés y se estaba dirigiendo hacia un lugar, patrocinado por la Iglesia, que les habían aconsejado y que tenía el papel de favorecer encuentros entre los jóvenes que en aquellos años invadían Inglaterra esperando aprender el codiciado idioma.
Éramos siete. Seis chicas, dos alemanas, tres austriacas y yo, trabajábamos como «au pair» (profesión femenina de gran moda en aquellos años), y un chico, Samuel que venía de Senegal y que trabajaba como lavaplatos en un restaurante chino.
A la entrada del modesto edificio había una mujer leyendo un diario abierto sobre una vieja mesa de madera. Sin levantar sus ojos nos preguntó:
— ¿Cuánto sois?
— Somos siete —respondí yo.
— Esta es la llave del casillero —dijo sin apartar la mirada del periódico. —Poned allí las mochilas. —Solo cuando me entregó la llave levantó los ojos.
— ¡Un momento… un momento! —dijo señalando a Samuel —¡Él no puede entrar!
— ¿Y por qué diablos él no puede entrar? —pregunté yo dándome cuenta de que mi voz se estaba alterando.
— Porque… porque no es católico.
— ¡No sabíamos que teníamos que asistir a misa! ¡Aquí o entramos todos o no entra nadie!
— Lo siento, pero esta es la regla.
— ¿La regla? ¿Habéis oído? ¡Chicos, «es la regla»! —dije yo en voz alta. — ¡Vamos chicos este lugar apesta! –
Agitando la llave bajo la nariz de la mujer añadí.
— ¿Sabes dónde tiene que poner esta llave? —De pronto, Sissy me dio un gran empujón hacia la puerta y mi frase se congeló en el aire.
Afuera aún nevaba. Nadie habló durante algunos segundos. Samuel con los ojos brillantes me abrazo. De pronto todos nos abrazamos riendo y llorando.
Era invierno, hacía frío, pero para nosotros era ya primavera.
Iris Menegoz
