
Quiero salir.
Salir de este cuarto, salir de esta casa cerrada desde siempre. Salir al aire libre a caminar, a correr, y luego tirarme al césped a tocar la hierba con mis manos atrofiadas y oler el perfume del campo. Salir de estas recaídas intolerables que se han clavado en mi vida y en mi mente y que ya no me permiten respirar. Salir hacia el azul de este cielo, que solo puedo ver encarcelado en un rectángulo, entre estas cortinas grises que amenazan con cubrirlo todo.
Quiero salir, pero no hay llave.
No es que no la encuentre: no existe.
Y quiero abrazar a estos árboles verdes, tan vivos, sobre la colina, y trepar sobre sus ramas, y ver qué hay detrás de ese cerro: un mundo de flores y de ardillas, o de viento y de gaviotas, o de manos que se estrechan entre gritos y risas y palabras que se mezclan, o el infinito del mar…
Pero no hay llave.
Ahora, oigo un crujido en el cristal, ligero. Pero, de repente, explota un estruendo espantoso, un golpe inesperado. El vidrio se destroza en fragmentos, en el suelo de este cuarto.
No hay llave, pero ahora tampoco hay cristal en la ventana.
Me puedo ir.
Podría herirme las manos, perder el equilibrio bajando al suelo, pero me puedo ir.
Porque esta es la llave: darme cuenta de que estoy vivo todavía, que no es demasiado tarde para librarme de lo que me presiona, para gozar el verde y el azul de la vida, del cielo resplandeciente sin nubes y de todo lo que todavía está detrás del cerro, esperándome a mí.
Silvia Zanetto
