
Sacaban fotos.
No salían de casa, pero sacaban fotos, como si quisieran concretar en imágenes unos átomos del tiempo cristalizado en el que ya no vivían.
Copias electrónicas se difundían a través de las redes sociales, de los mensajes que explotaban en los móviles. Les sacaban fotos a los perros, a los gatos, a los niños en los columpios, a los platos que se habían lanzado a cocinar con recetas nuevas, a sus bicicletas estáticas en los cuartos, a las pantallas de los ordenadores donde se encontraban “rectangulados” con sus amigos convertidos en ectoplasmas, a las páginas amarillentas de viejos libros. Y las compartían, hasta saturar la red.
Claudio sólo le sacaba fotos a las flores.
No tenía un vergel privado, pero en los alféizares de sus ventanas estallaban los matices de color de decenas de orquídeas: un desafío vital y desmesurado a las tristezas de los telediarios y a la angustia del “homo homini virus”. El balcón era su “puente japonés” sobre el jardín de la comunidad, desde el que él hacía volar su espíritu por las ramas de los cedros atlánticos, hasta olfatear las magnolias y jugar con las tórtolas y los mirlos que nidificaban entre el verde tierno de aquella primavera tan extraña.
No hacía falta ir tan lejos para dar con la belleza, pensaba. Bastaba con saberla reconocer. Hasta un gran artista como Monet, en los últimos años de su vida, había elegido como única fuente de inspiración su jardín acuático en Giverny, al que se dedicaba con una pasión paternal. Incluso decía que su más bella obra maestra era su jardín. El esplendor de sus ninfeas blancas y rosadas, frágiles y perfectas, los reflejos infinitos de los azules del estanque, las hojas planas de esmeralda, las ramas verdosas de los sauces habían sido suficientes para inspirar la creación de 250 obras de arte, cada una con su magia particular.
Hoy, después de más de un año de confinamiento, vuelven a abrir los museos y por primera vez Claudio se atreve a visitar una exposición. Le tiembla la respiración, sus manos sudan, pero sus ojos vuelven a vivir, aun sobre la mascarilla. Por fin, el cuadro está aquí, delante de sus ojos, magnifico, llenándole el alma de una paz infinita: Ninfeas azules de Monet.
Silvia Zanetto
