La luz amarilla, el olor a café.
Las voces amontonadas resbalan sobre los cristales de las ventanas. Reflejos de lámparas, chaquetas elegantes, vasos de vidrio, botellas de olvido y de falsa alegría.
No sé por qué me habré puesto este vestido blanco tan corto.
La señora de la mesa de al lado me observa con aire de reprobación, enfundada en su tailleur de corte perfecto, protegida por su sombrerito azul y fingiendo leer el periódico.
Yo me mordisqueo las uñas, intento esconderme detrás de los mechones de pelo que se me caen en la cara. Desde la puerta llegan oleadas de frío, humo de cigarrillos, ruido de la calle. Ya son las nueve y media y puede que él no venga.
La botella del agua está vacía, la señora ha dejado definitivamente de leer el periódico y sólo me mira a mí.
Son las nueve y cuarenta y él ya no vendrá. Mi vestido es demasiado corto, demasiado blanco y quiero irme, pero no me atrevo a cruzar este salón lleno de miradas oblicuas y peinados perfectos.
Son las diez y él no ha venido. Ráfagas de música y de humo, ecos de risas y yo quiero desaparecer… o a lo mejor no, quiero ser otra: quizás una señora enfundada en un tailleur, llevando un sombrerito azul, que mira con reprobación a una chica que se mordisquea las uñas, fingiendo leer “Le Figaro”.
Silvia Zanetto
