
Crecí entre pan recién horneado y libros. Corrían los años noventa y la tienda de mis padres, situada en la esquina frente a la plaza principal, vendía hogazas de pan y bollos para todos los gustos. Los míos eran de los que trabajaban desde la mañana temprano hasta el atardecer, sin embargo siempre les acompañaba una sonrisa luminosa y acogedora. Cada vez que yo salía del cole, llegaba a la panadería correteando por las calles estrechas del casco antiguo, a veces en compañía de alguna amiga a la que prometía merendar juntas bollos de chocolates y pistachos. Al cerrar la tienda y una vez en casa, el olor a pan que desprendían nuestros abrigos colgados en el perchero llenaba todo el pasillo y, curiosamente, me transmitía una tranquilidad y cierta paz interior que no sabría explicar.
Mis días pasaban sin prisa, o al menos eso me parecía a mí, pese a lo que decían los adultos, que no perdían la ocasión para quejarse de cómo el tiempo huidizo se les escapaba de las manos. De hecho, las conversaciones entre los clientes de la panadería siempre acababan con frases sobre el tiempo, y yo lo sabía de sobra porque normalmente hacía los deberes en un rincón de la trastienda donde mi padre había colocado a propósito una mesita de madera bastante baja, pintada de blanco, y unas sillitas del mismo material para que pudiera estudiar tranquilamente sola, o con mis compañeras del cole. En particular, a Carmen y a mí nos gustaba escuchar las conversaciones de los vecinos del barrio que pasaban casi a diario por la tienda, mientras nuestras mochilas se quedaban abiertas en el suelo, entre rotuladores y cuadernillos esparcidos por doquier. A la postre, creo que fueron esos retazos de charlas escuchadas a escondidas entre mis padres y sus aficionados clientes a generar en mí una forma de curiosidad e interés por las palabras que con el tiempo, habrían que convertirse en mi futuro. Obviamente hubo otra persona que me dio el empujón decisivo: mi abuela paterna, un auténtico huracán humano.
Esa mujercita de casi ochenta años, de ojos almendrados y fuerza de voluntad arrastradora, que solía pasar por allí los viernes por la tarde, me pilló orejeando a través de la pared que hacía de divisorio entre la tienda y la trastienda lo que estaban comentando mi madre y doña Eleonor. Entonces me dijo algo que nunca voy a olvidar: “A ver niña, si te gustan tanto las habladurías, te aconsejo que leas algún cuento para los chicos de tu edad. Esas no son cosas para ti. Hay una biblioteca detrás de la plaza donde puedes escoger entre un montón de libros. Naturalmente hay que pedir el préstamo y devolver el libro dentro de un plazo de tiempo…¿Qué te parece?”.
No me acuerdo exactamente lo que le respondí, sin embargo estaba contenta porque sabía que no me iba a delatar a mis padres que, conociéndolos, me habrían echado una bronca tremenda. Pero sí recuerdo con exactitud lo que me dijo ella después: “Elvira niña, acuérdate de que en el mundo hay personas que viven la vida y otras que la dejan pasar por delante de sus ojos. Trata de estar entre las primeras”.
No sé si hice tesoro del consejo de mi abuela. De todas formas cuando, al día siguiente, entré en la planta baja del antiguo edificio donde se ubicaba la biblioteca, después de haber atravesado un patio de columnas de forma rectangular, me pareció ingresar en un mundo nuevo y fuera del tiempo. Los largos hilares de estanterías repletas de libros, las imponentes mesas de caoba colocadas en el centro de cada sala de lectura, las luces difusas que procedían de lámparas puestas estratégicamente para crear una atmósfera elegante y relajante, en pocas palabras todo cuanto vi aquel día, cogiendo todavía de la mano de mi madre, me impresionó tanto que la imagen quedó grabada en mi memoria hasta hoy. Mi emoción tocó su ápice cuando me percaté de que justo en el centro de la biblioteca se adivinaba la base de una alta torre de origen medieval cuyo techo no conseguí ver pese a mis esfuerzos. Las paredes circulares estaban amuebladas con anaqueles de caoba sobre los cuales reposaban los libros más antiguos. Para leerlos hacía falta un permiso especial, eso dijo la bibliotecaria, doña Isabel, que nos enseñó el lugar como si fuera una guía turística. Luego, prosiguiendo en su disertación, nos informó de que el edificio se remontaba a la Edad Media y en origen había sido el Palacete del Excelentísimo Conde Juan Osorio Del Valle, cuyos apellidos daban el nombre a diversas calles de la ciudad. Pese a que era tan solo una niña, me di cuenta de cómo brillaban los ojos de la mujer al conversar con nosotras, como si tuviera un amor reverencial hacia la historia del edificio y sus libros. Me quedé impresionada. Inútil decir que, a partir de entonces, las visitas a la biblioteca se convirtieron en mi rutina semanal, tal era el tiempo que tardaba en leer los libros que pedía prestados.
Con el paso del tiempo, ya lo sé, cambian muchas cosas, hasta nosotros mismos, pero siempre guardo el dulce recuerdo de aquellos años de lecturas despreocupadas, meriendas a base de pan y chocolate, de conversaciones escuchadas a escondidas, de carreras por las calles que de la escuela conducían a la tienda de mis padres. A lo mejor fueron esos eventos a hacer de mí la escritora que soy ahora, y cuando mis lectores me preguntan qué lugar, circunstancia o persona me empujaron a escribir yo les contesto que fueron mi querida abuela, la vieja biblioteca del barrio y el olor del pan recién horneado.
Manila Claps………..
