El espejo

Mirando en un espejo, 1787
MARIE LOUISE ÉLISABETH VIGÉE-LEBRUN (1755 – 1842)

—¿Cuántos años tienes, niña?
No responde. Una niña con la ropa agujereada, rasgada, de colores indefinibles, miraba a un soldado americano. Su boina con forma de barca volteada se reconocía inmediatamente, llevaba un brazalete con una cruz roja. La niña parecía estar hurgando entre los escombros, tenía sangre en un brazo.
— ¿Te has herido?
Ella quiso huir, el soldado la retuvo agarrando el cuello de lo que debía ser un abrigo y que evidentemente no era de su talla. Ya medía aproximadamente 1,60 m y sus pechos ya no era los de una niña. Se puso a gritar y no sin razón, la soldadesca no tenía buena reputación en esa Nápoles bombardeada por los alemanes.
— Muéstrame lo que escondes en tu ropa. Te curaré.
Se apartó y sacó un trozo de espejo que agarraba con una mano. Lo sostuvo delante de ella y se observó. Tenía un bello rostro ovalado y rasgos muy finos, sus ojos azulados en forma de almendras se bajaban ligeramente hacia el exterior, una raya central separaba dos mechones de pelo abundante, claro y ondulado. Su mirada se detuvo con insistencia. Luego se sonrió y satisfecha se volvió hacia el G.I. y le acompañó sin más rebelarse.
El juez preguntó por última vez si el divorcio fue consensuado y finalmente declaró la separación de la pareja Daniel Dunnagan y Olivia Falletti.
— ¿Olivia tiene usted algo que añadir? – preguntó el juez.
Olivia no respondió, limpió cuidadosamente una lágrima para que no correrá su rímel, y se levantó. En el pasillo que separaba el tribunal de la gran sala. Se detuvo, sacó de su bolso el espejo del que nunca se separaba y que había hecho reconstruir e incrustar en un bonito soporte de plata. Se miró largamente, su imagen era perfecta, ni la más mínima arruga, el color azulado y la forma almendrada un poco triste de sus ojos colgaban en medio del óvalo magnífico de su rostro rodeado de una cabellera naturalmente ondulante.
Ella no vaciló más y corrió en los brazos de su nuevo amante que la esperaba en medio del vestíbulo público.



Jean Claude Fonder