
El abandono se hereda genéticamente, igual que los gestos que se repiten en una misma familia. Los ademanes se eternizan cuando un nieto hace lo mismo que un abuelo al que nunca conoció. Igual que yo cuidando siempre a los demás sin pensar en mí, solícita con los más ausentes: mi padre, mi marido y mis hijos. Herede un germen que provoca en los demás un desprecio que hace de mí una víctima perpetúa, como lo fue mi madre y mi abuela, está última, a la que su marido le corto el cuello. Las huellas de sus manos dejaron una estela roja en la pared mientras se desangraba.
Ahora vivo en un tranquilo y pequeño pueblo para que la herencia familiar se acabe conmigo, para que todo se olvide para siempre. Vivo lejos de cualquier parte porque estar con gente es como romperme. Ya me pasó cuando trabajaba como enfermera en aquel pequeño geriátrico de la ciudad antigua.
Esconderme, confundirme entre los libros dentro de una biblioteca. Este es mi lugar.
Cada vez que un manuscrito se abre se escuchan trozos de mi propia vida.
Las esferas que se repiten hasta el infinito se acabaran aquí. Solo soy una espectadora y me siento más viva que nunca. La soledad es la salvación. La única manera de estar viva sin dolor. Ahora, a punto de jubilarme solo puedo regresar a un panteón.
La biblioteca esta como yo, llena de secretos, donde cada palabra tiene una historia que guardar, cada frase un mundo lleno de esquinas donde algunos no se atreverían ni a pisar. Cada vez que abro un libro me parece apretar teclas que se pulsan para bajar o subir en un ascensor antiguo, lleno de tiempos, donde las puertas chirrían al abrir un espacio con nuevos olores y sabores que llegan con cada página. Me abren a las emociones y conozco mis propios secretos leyendo a los demás.
Me presente hace doce años a una oferta de trabajo en la “España vaciada” y conseguí ser la responsable de la biblioteca del pueblo. Llegué en un día lleno de nubes y sola.
Mi hermana Marta y su inseparable Ángel se fueron lejos a disfrutar de la vida. Lejos de todas las muertes que sufrieron. Mi marido y mis hijos también han desaparecido perdidos como un libro que se quedó en casa de alguien. Yo por fin he dejado de ser una cuidadora, una esclava de todos.
Ahora escucho los susurros de los jóvenes estudiantes y el silencio de los asiduos lectores o de aquellos que preparan oposiciones, hay un pequeño club de lectura los jueves y de vez en cuando viene alguien a presentar su libro.
No hay nada que hacer sino leer, ordenar algún archivo y mirar por un gran ventanal lleno de aromas, entre los que sobresale el del jazmín de Madagascar, que formando un dosel derrama su sombra sobre los bancos de piedra. Coloreando el camino están las gardenias, las petunias, los jacintos y los elegantes lirios. Las bellas rosas blancas adornan la entrada y todas las mañanas les quito las espinas. Aquí, todos estamos a salvo.
Blanca Quesada
