La dependienta

La primera vez que lo vio casi se le cayó encima. Chocó con el pie derecho en la silla de ruedas donde estaba sentado el hombre. Sus súbitas disculpas no suscitaron ninguna reacción particular en él. Ni siquiera una mirada. Sus ojos estaban empeñados en otras tareas. Ildefonso se dio la vuelta y prosiguió su tarde de compras sin más. Tenía prisa. Muchos regalos por comprar y las tiendas abarrotadas de gente no prometían nada bueno. Su secretaria, que nunca iba de vacaciones por ser solterona y aburrida, le había pedido  diez días seguidos de permiso para irse de viaje a Lisboa.. ¡Increíble! Se estaba volviendo blando.. Además, él no podía perder el tiempo porque el tiempo es dinero, ¿no? Todo el mundo lo sabía. Sobre todo Ildefonso. Venido de la nada había construido un imperio económico del que estaba orgulloso y del que presumía delante de amigos y enemigos. ¿Cómo lo había conseguido? Nada de milagros, claro. Simplemente volcando cuerpo y alma en un único objetivo: el dinero. Una palabra que lo decía todo. Al menos para él. Sin embargo, pese a todos sus numerosos compromisos, la figura oscura de aquel hombre en su silla de ruedas volvió a aparecer en su memoria en los días sucesivos. También en las semanas sucesivas. Hasta que el recuerdo de aquel encuentro fortuito se convirtió en una especie de obsesión. No sabía explicárselo. Ni siquiera su analista, al que solía acudir todos los jueves por la tarde, tenía la respuesta. Fue así como, el día antes de Navidad, dejando las maletas a medio hacer y los billetes de ida y vuelta para  New York en la mesilla de noche, decidió volver al centro comercial con la absurda esperanza de encontrarlo otra vez allí.  ¿Para qué? No lo sabía. Mientras conducía por las carreteras atascadas por las inminentes festividades, seguía repitiéndose que todo aquello era simplemente absurdo. ¿Qué hacía allí un hombre de éxito como él? Ildefonso nunca había hecho nada por nadie excepto por sí mismo, menos aún por nada que no rentase dinero. Invertir el tiempo en algo que no fuesen los negocios era un absurdo desperdicio. Tenía una agenda llena de compromisos hasta el año sucesivo y a sus espaldas solo amores consumados de prisa para satisfacción de la carne y empobrecimiento del espíritu. ¿Qué le faltaba por tener? Pero allí estaba, tratando de llegar a tiempo al centro comercial en búsqueda de un hombre perfectamente desconocido. Una locura. Una broma que podría contar a sus colaboradores para pavonearse de su temeridad frente a un tullido. Con esos pensamientos caminaba por los largos pasillos del centro comercial que seguían llenos de gente apresurada por las últimas compras. Había niños por todas partes que correteaban. Familias enteras con bolsas repletas de paquetes de colores. Música de Navidad que salía de los altavoces. Sin hablar de los escaparates, adornados con juegos de luces y guirnaldas navideñas. Caminaba ensimismado en sus pensamientos cuando se percató de su presencia. Se paró de pronto. Su hombre estaba allí. Sentado en su silla de rueda, casi inmóvil, y la mirada fija hacia los transeúntes. Entonces se concedió algún tiempo para escudriñarlo mejor. El hombre vestía un abrigo negro pese al calor del ambiente y llevaba una bufanda verde anudada con cura. Tenía la piel muy clara o a lo mejor era la negrura de su vestimenta que la resaltaba. Su nariz pequeña chocaba con sus ojos negros, muy grandes y expresivos. Ahora que estaba allí casi no tenía el valor de acercarse. Sin embargo, lo hizo,  como empujado por una fuerza oscura. Fue entonces cuando el hombre del abrigo oscuro empezó a hablarle, con una voz profunda y tierna al mismo tiempo, casi como si estuviera esperándole: “Estoy aquí por ella… No. No es lo que usted imagina. Desde luego es una mujer guapa y encantadora pero, fíjese en sus gestos. Suaves y firmes, precisos y elegantes. La gracia con la que empaqueta los regalos, la atención casi materna con la que prepara los escaparates para que sean más atractivos, las sonrisas preciosas con las que acoge a sus clientes, la mirada limpia de una conciencia sin manchas. Y el tiempo. Su tiempo. Todo lo que necesita con tal de hacer bien su trabajo. Para ella no hay prisa, solo dedicación y pasión. Llevo meses observándola, pero nunca me he atrevido a entrar en la tienda.  Tal vez me arme de valor, en futuro.- Pasaron unos segundos que a Ildefonso le parecieron eternos y el hombre, como si adivinara el trasiego interior de su improvisado interlocutor, añadió – “Mire, en mi vida, hubo un antes y un después. Pero, solo ahora soy dueño de mi tiempo. ¿Le parece poco?”

Manila Claps………..